Vicarios de Cristo - Alfa y Omega

Vicarios de Cristo

Alfa y Omega
Juan Pablo II ora ante la tumba de Juan XXIII

Vicario de Cristo no es un título más del Papa. ¡Encierra toda la verdad de su ser, de modo que a todos en la Iglesia ayude a descubrir la esencia del cristianismo, que no es otra que Cristo mismo! Así lo decía el Papa Francisco, el pasado Viernes Santo en el Coliseo romano, al final del vía crucis: «Ante la Cruz de Jesús, vemos casi hasta tocar con las manos ¡cuánto somos amados eternamente!; ante la Cruz nos sentimos hijos y no cosas u objetos, como afirmaba san Gregorio Nacianceno volviéndose a Cristo con esta oración: Si no fuese Tuyo, oh Cristo mío, me sentiría criatura finita».

En su propia cruz, pocos días antes de su paso a la Casa del Padre, Juan Pablo II nos dejaba este Mensaje: «Estoy espiritualmente con vosotros en el Coliseo, un lugar que evoca en mí tantos recuerdos y emociones, para realizar el sugestivo rito del vía crucis, en esta tarde del Viernes Santo… La adoración de la Cruz nos recuerda la misión que san Pablo expresaba con las palabras: Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia. Yo también ofrezco mis sufrimientos para que el designio de Dios se cumpla y su palabra camine entre las gentes». Y, en la noche siguiente, se unía con estas palabras a la Vigilia Pascual, que presidía en la basílica de San Pedro el que sería su sucesor como Vicario de Cristo y él seguía por la televisión: «Es realmente extraordinaria esta noche, en la que la luz deslumbrante de Cristo resucitado vence de modo definitivo al poder de las tinieblas del mal y de la muerte, y vuelve a encender en el corazón de los creyentes la esperanza y la alegría… Lo destruido se reconstruye, lo envejecido se renueva, y todo vuelve, más hermoso que antes, a su integridad original».

Este precioso testimonio de quien, el próximo domingo, justo en el noveno aniversario de su muerte, el mismo día de la fiesta de la Divina Misericordia que él estableció, será proclamado santo, deja bien claro que, en verdad, ¡es todo de Cristo!, y a todos invita a serlo igualmente, como anunció, al inicio mismo de su pontificado: «¡Hermanos! ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad! ¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la Humanidad entera! ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo!».

No era en absoluto distinto lo que decía, a la Iglesia y al mundo entero, su predecesor, que será canonizado con él, el Papa Juan XXIII, en el discurso de la solemne apertura del Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962: «El gran problema planteado al mundo, desde hace casi dos mil años, subsiste inmutable. Cristo, radiante siempre en el centro de la Historia y de la vida; los hombres, o están con Él y con su Iglesia, y en tal caso gozan de la luz, de la bondad, del orden y de la paz, o bien están sin Él o contra Él, y deliberadamente contra su Iglesia: se tornan motivos de confusión, causando asperezas en las relaciones humanas, y persistentes peligros de guerras fratricidas».

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Sí. Ser tuyo, Cristo mío, no sólo es la vida de mi vida, ¡es la vida del mundo entero! y, por ello, es necesario abrir, más todavía, abrir de par en par a Cristo las puertas de cada hombre y de la sociedad entera. «Ha dicho el Señor –continuaba Juan XXIII–: Buscad primero el reino de Dios y su justicia. Palabra ésta, primero, que expresa en qué dirección han de moverse nuestros pensamientos y nuestras fuerzas», y el Vicario de Cristo no podía dejar de añadir: «Mas sin olvidar las otras palabras del precepto del Señor: … y todo lo demás se os dará por añadidura». ¡Todo, la luz, la bondad, el orden, la paz…, alcanzará «a las múltiples estructuras de la actividad humana, que atañen a los individuos, a las familias y a la vida social»! Y para ello, «ante todo, es necesario que la Iglesia no se aparte del sacro patrimonio de la verdad, recibido de los Padres», que no es otro que el reino de Dios, ¡Cristo mismo! Está en juego no ya la vida de los cristianos: ¡está en juego el único verdadero progreso humano! Lo decía así, en aquella solemne ocasión, Juan XXIII: «La Iglesia no deja de amonestar a los hombres para que, por encima de las cosas sensibles, vuelvan sus ojos a Dios, fuente de toda sabiduría y de toda belleza; y les recuerda que, así como se les dijo poblad la tierra y dominadla, nunca olviden que a ellos mismos les fue dado el gravísimo precepto: Adorarás al Señor tu Dios y a Él sólo servirás, no sea que suceda que la fascinadora atracción de las cosas visibles impida el verdadero progreso». Como a Juan Pablo II, a su antecesor que convocó el Concilio, como dice santa Teresa del glorioso san Pablo, «no parece se le caía de la boca siempre Jesús, como quien le tenía bien en el corazón». Ya el Sínodo romano de 1960, Juan XXIII lo veía como «una preparación para la celebración de alcance mucho mayor, con relación a la Iglesia universal, del Concilio Vaticano II, cuya expectación hace vibrar con anhelo tantos corazones rectos y deseosos del triunfo del reino pacífico de Cristo en el mundo».