Pon tu mano en mis heridas - Alfa y Omega

Un amor a recorrer es el título de una canción de Brotes de Olivo que siempre me ha gustado mucho. Describe la vida de los misioneros como «un pesebre de comienzo y una cruz como final» y la verdad es que me identifico mucho con esa descripción. A veces las personas me han dicho que me envidian por la libertad que tengo, por la alegría, quizá porque conozco muchos lugares de la tierra, pero siempre me quedo con ganas de decirles que esa libertad y esa alegría tienen un precio que no se imaginan.

El misionero tiene una alegría grandísima, es verdad; el misionero es un alma libre, es verdad, pero, a la vez, el misionero es prisionero de los pobres, de aquellos a los sirve, y es un corazón cargado de dolor. El misionero es obediente al mandato de Dios de salir de su tierra y de dejar a los que más ama por otros hermanos a los que ni siquiera conoce. El misionero es libre porque es obediente a la voz del Espíritu y de su comunidad, es obediente a la llamada de dejarlo todo para hacerse servidor de algunos. La alegría del misionero viene de reconocer a Jesús en las heridas de sus hermanos, pero esas heridas no le son ajenas, se le clavan en el alma y se imprimen en su corazón, llevándolas consigo todos los días de su vida. Son las heridas que Jesús resucitado lleva en sus manos y en su costado.

Shin Eun Ju (de nombre cristiano, Cristina) es una misionera coreana de mi comunidad que siempre irradia una alegría impresionante. En esta foto estaba visitando a unos hermanos leprosos en un centro fundado por los misioneros franciscanos españoles (del País Vasco) que llevan en Corea más de 50 años. En el rostro de Cristina puedes ver grabada la alegría de Dios ante cada hijo suyo: una alegría que no se queda en las apariencias, superficial, sino que te hace masticar la dignidad humana. En su rostro puedes ver la libertad y la alegría de quien toca las heridas de Jesús y que entrega toda su vida para poner en ellas consuelo y esperanza. Es la libertad de quien está preso con Jesús y carga con él sus heridas. «No hay amor más grande que dar la vida, no hay alegría más grande que desvivirse por Aquel que lo entregó todo por mí. Somos testigos de quién nos ha amado».