En ella está todo lo que necesitamos - Alfa y Omega

«Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente», escribe Francisco en su nueva exhortación apostólica Gaudete et exsultate, la santidad «de la puerta de al lado», la de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios. En realidad, para la gran tradición cristiana el santo es el hombre pleno, que es distinto del hombre extraordinario. Contra algunos estereotipos que por desgracia han hecho fortuna, no es un añadido extraño a nuestra humanidad. Como escribe el Papa, la santidad no nos quita fuerzas, vida o alegría, por el contrario consiste en alcanzar la verdadera estatura de nuestro ser.

En una época marcada por el ideal de la autosuficiencia, por la imagen del hombre que se hace a sí mismo, que no depende de nada ni de nadie, y que al final suele desembocar en el cinismo o en la frustración violenta, la santidad florece como un brote inesperado en una humanidad árida y reseca. No tiene nada que ver con la prepotencia sino con una razón y una libertad que desarman: «esa vida suya, ¿dónde se encuentra?», le preguntó, con una mezcla de tristeza y deseo, un sabio profesor a una becaria que le anunciaba el final de sus prácticas, tras haber seguido con alegre curiosidad su trayectoria en el hospital en que había trabajado a su lado, descubriendo en ella un brillo de humanidad inconcebible, aunque nunca había pretendido catequizarle…

Era una pregunta justa: ¿de dónde viene, cómo nace y se sostiene esa vida, a la vez tan extraña y deseable? El Papa dedica buena parte de su carta a explicarlo. «Lo primero es pertenecer a Dios», ya que sólo su gracia, su compañía amorosa, puede curarnos y cambiarnos a lo largo de un camino en el que no somos dueños ni de la iniciativa, ni de las formas, ni de los tiempos, pero en el que somos invitados a dejarnos moldear por Él. Pero como explica Francisco, esto resulta difícil de entender en un mundo que cree que lo verdaderamente importante se obtiene siempre gracias a una conquista. Quizás sea necesario primero morder el polvo, experimentar la propia insuficiencia, la necesidad de un Infinito, como confesaba Ernesto Sábato.

Para cualquier hombre es un signo de inteligencia y de nobleza ese grito al Infinito desconocido, pero para el cristiano, Jesús es el rostro visible del Padre, y ese grito se transforma en petición que nace desde dentro de la propia circunstancia y se dirige a uno que comprende nuestra debilidad, que se ha dejado golpear por ella, que la ha asumido hasta el extremo. No hace falta desentenderse de las ocupaciones del mundo para disponer de largos ratos de oración, advierte Francisco, lo que hace falta es una oración que nazca de la propia vida, con sus afanes, esperanzas y fracasos.

Esta relación familiar con Cristo que nos conduce al corazón de Dios, no sucede en el éter ni es posible de un modo individualista, sino que dispone de un espacio histórico concreto. «En la Iglesia, santa y compuesta de pecadores, afirma Francisco, encontrarás todo lo que necesitas para crecer hacia la santidad». Me parece uno de los puntos sintéticos y más agudos de toda la exhortación. En esa «Iglesia de todos los días», a la que se refirió el Papa durante su reciente viaje a Chile, está cuanto necesitamos para vivir (o sea, para ser santos): la Palabra que nos abre los ojos y ensancha nuestra razón; los sacramentos que nos comunican la gracia que cura y transforma más allá de nuestros planes y medidas; la vida de las comunidades, en las que es posible la experiencia de una amistad y una caridad imposibles para el mundo, donde nuestra humanidad es educada en el seguimiento tenaz de las bienaventuranzas, y donde sentimos materialmente la cercanía de «una nube de testigos», como dice bellamente la Carta a los Hebreos. En definitiva, esa Iglesia que tantas veces valoramos a través de los clichés retorcidos de la opinión pública, alberga «una múltiple belleza que procede del amor del Señor». Por eso, como decía Henri de Lubac, a través de todas las tormentas y los cambios de la historia, «en ella florecerán continuamente los santos».