A los ocho días - Alfa y Omega

A los ocho días

II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia

Daniel A. Escobar Portillo
La incredulidad de Santo Tomás. Santuario de la Gran Promesa, Valladolid. Foto: María Pazos Carretero

El pasaje del Evangelio de este domingo nos muestra que Jesús se apareció a los discípulos, encerrados en el Cenáculo, al anochecer del primer día de la semana, y que ocho días después se presenta nuevamente ante ellos. Este hecho tiene suma importancia, ya que constata que desde el inicio la comunidad cristiana comenzó a vivir un ritmo semanal marcado por el encuentro con el Señor resucitado. De ahí nace, por lo tanto, que el domingo sea el día del Señor, el día de la celebración de la Pascua del Señor. De hecho, históricamente la celebración de la Pascua surgirá más adelante, algo que no ocurre con la celebración eucarística dominical, atestiguada desde los orígenes. Desde los albores del cristianismo, también se quiso recalcar que comenzaba un culto nuevo y diferente a las costumbres judías asociadas al sábado. Esta es una prueba muy fuerte de la Resurrección del Señor, porque solo un acontecimiento realmente relevante y extraordinario podía inducir a los primeros discípulos a iniciar un culto diferente al sábado judío.

«Paz a vosotros»

Estamos ante las primeras palabras que el Señor dirige a quienes estaban congregados en el Cenáculo al anochecer de aquel día. La paz es uno de los conceptos que pueden ser utilizados para referirse a múltiples realidades. La acepción más común es la que se refiere a la situación en la que no existe lucha armada en un país o entre países, o, en un sentido no belicista, la relación de armonía entre las personas, sin enfrentamientos ni conflictos. Ciertamente, el deseo del Señor al saludar a sus discípulos tras resucitar no se opone a estos significados comunes. Sin embargo, hay algo que distingue la paz que Jesucristo ofrece de la meramente humana: con su Resurrección, Jesús ha vencido al mal y a la muerte; luego, la paz que ofrece es consecuencia de una victoria. Dicho de otra manera, con el saludo «paz a vosotros» Jesús no solo está expresando unos buenos deseos, sinceros y profundos. Tampoco se trata únicamente de una expresión formal o de cortesía. Con esta fórmula está revelando a sus discípulos que la victoria que ha conseguido tiene también como beneficiarios a los hombres, que gracias a él reciben ese don. No será la única gracia del Resucitado. El Evangelio alude a otro fruto: la alegría de los discípulos al ver al Señor. Y el Espíritu Santo es igualmente mencionado como consecuencia de la Pascua del Señor.

Las manos y el costado del Señor

Es célebre el requisito de Tomás para creer que Jesús está vivo: ver y meter el dedo en el agujero de los clavos e introducir la mano en el costado. Pero, ¿son las llagas solo un recurso circunstancial para acusar a Tomás de incrédulo y formular la bienaventuranza de los que creen sin haber visto? Si retrocedemos algún versículo, nos damos cuenta de que esa condición la había puesto el Señor ocho días antes. En su primera aparición, tras el saludo de paz, «les enseñó las manos y el costado», es decir, el Señor se había hecho reconocer de este modo. ¿Por qué son importantes las llagas en las manos y en el costado? Por varios motivos. Sirven, en primer lugar, para constatar que hay una identidad entre quien padeció y murió, y aquel a quien ahora están viendo los discípulos. Ni están los discípulos ante un fantasma ni sufren un tipo de alucinación colectiva. En segundo lugar, se deja claro que la Resurrección no anula la Pasión y la Muerte de Cristo, como si nada antes hubiera sucedido. En el cuerpo glorioso del Señor resucitado se muestra que se ha llevado a término lo que comenzó desde el instante de la Encarnación, y que Jesús no se ha ahorrado ningún paso ni ha fingido absolutamente nada. Estamos ante un acontecimiento, sin duda, extraordinario, pero desde el primer instante los relatos sobre la Resurrección han querido insistir en la realidad de los hechos, frente a cualquier atisbo de fantasía o de mito.

Evangelio / Juan 20, 19-31

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».

Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.