El rostro de Cristo - Alfa y Omega

El rostro de Cristo

Alfa y Omega

«Los países independizados recientemente, que esforzándose en conseguir su propia identidad cultural y política necesitarían la aportación eficaz y desinteresada de los países más ricos y desarrollados, se encuentran comprometidos -y a veces incluso desbordados- en conflictos ideológicos que producen inevitables divisiones internas, llegando incluso a provocar en algunos casos verdaderas guerras civiles»: así decía el santo Papa Juan Pablo II, ya en 1987, en su encíclica Sollicitudo rei socialis, y añadía entonces que, mirando a «los últimos veinte años», se comprenden «los contrastes existentes en la parte norte del mundo, es decir, entre Oriente y Occidente, como causa no última del retraso o del estancamiento del sur. Los países subdesarrollados, en vez de transformarse en naciones autónomas, preocupadas de su propia marcha hacia la justa participación en los bienes y servicios destinados a todos, se convierten en piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco», cuyas consecuencias -concretaba el Santo Padre- «se manifiestan en el acentuarse de una plaga típica y reveladora de los desequilibrios y conflictos del mundo contemporáneo: los millones de refugiados, a quienes las guerras, calamidades naturales, persecuciones y discriminaciones de todo tipo han hecho perder casa, trabajo, familia y patria. La tragedia de estas multitudes se refleja en el rostro descompuesto de hombres, mujeres y niños que, en un mundo dividido e inhóspito, no consiguen encontrar ya un hogar». Hoy, 26 años después, ya vemos las dimensiones a que ha llegado este engranaje gigantesco.

Las señala muy claramente el Papa Francisco, en su Exhortación Evangelii gaudium: «Así como el mandamiento de no matar pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir no a una economía de la exclusión y la inequidad. Esa economía mata». Y continúa Francisco: «Hemos dado inicio a la cultura del descarte que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son explotados, sino desechos, sobrantes». Son palabras duras, sí, pero son palabras de la Verdad, que nunca ha dejado de proclamar su Iglesia, la Iglesia de Cristo, desde sus mismos inicios, no para condenar, ¡sino para llamar a la conversión! De tal modo que hoy, en plena cultura del descarte, sigue viva la advertencia profética de san Juan Pablo II, en Centesimus annus, de 1991, la encíclica que conmemoraba los cien años de la Rerum novarum, de León XIII, y para la que se documentó concienzudamente con la ayuda de los más prestigiosos economistas, como se reseña en estas mismas páginas: «En los países occidentales, existe la pobreza múltiple de los grupos marginados, de los ancianos y enfermos, de las víctimas del consumismo y, más aún, la de tantos prófugos y emigrados; en los países en vías de desarrollo se perfilan en el horizonte crisis dramáticas si no se toman a tiempo medidas coordinadas internacionalmente».

Esta llamada sigue viva en las palabras del Papa Francisco en Evangelii gaudium, al pedir la máxima atención a las «nuevas formas de pobreza y fragilidad donde estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente: los sin techo, los toxicodependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos cada vez más solos y abandonados…» Destacando que «los migrantes me plantean un desafío particular por ser pastor de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos. Por ello, exhorto a los países a una generosa apertura, que, en lugar de temer la destrucción de la identidad local, sea capaz de crear nuevas síntesis culturales. ¡Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo!» En definitiva, es la llamada del mismo Cristo, que no se limita a pedir ayuda para pobres, hambrientos, refugiados y cuantos padecen toda clase de sufrimientos, ¡se identifica con ellos!

Vale la pena escuchar al Papa Benedicto XVI, en su primera encíclica, Deus caritas est. Lejos de una simple consideración piadosa, poner la mirada en el amor cristiano, que descubre el verdadero rostro de toda vida humana, es afirmar la única fuerza que vence ese engranaje gigantesco de una economía de la exclusión y la inequidad, que lleva a la cultura del descarte: «Se ha de recordar la parábola del Juicio final, en el cual el amor se convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana. Jesús se identifica con los pobres: los hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados. Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo, y en Jesús encontramos a Dios». ¡Descubrir el rostro de Cristo!, he ahí la victoria.