El rey de los judíos - Alfa y Omega

El rey de los judíos

Domingo de Ramos

Daniel A. Escobar Portillo
Entrada de Jesús en Jerusalén. Miguel Perrin. Puerta de las Campanillas de la catedral de Sevilla. Foto: María Pazos Carretero

Aunque desde 1925 la Iglesia celebra la fiesta de Cristo Rey en otra fecha, los textos de la celebración de este Domingo de Ramos en la pasión del Señor, presentan desde antiquísimo a Jesucristo no solo en su condición real, sino que también nos aclaran el sentido de este reinado. En todas las Misas de este día se hace memoria de la entrada del Señor en la ciudad de Jerusalén. Ya en el primero de los cantos propuestos para la procesión de las palmas, se hace referencia al Hijo de David, que viene como Rey de Israel, tal y como nos relata Mateo. El hecho de cortar ramas de los árboles y la utilización de las palabras del Salmo 118, «¡Hosanna!, bendito el que viene en el nombre del Señor», se convierten, asimismo, en una proclamación de Jesucristo como Mesías. La multitud comprende que en Él se cumple la promesa de ser una gran nación, bendecida por Dios, que el Señor, siglos antes, había realizado a Abrahán. De modo similar se expresan los pasajes del Evangelio inicial de la liturgia de este domingo. La dignidad real del Señor se refuerza en las dos oraciones de bendición de los ramos, en las que se hace referencia al hecho de acompañar a Cristo Rey, aclamándolo con cantos, así como a su condición de vencedor. También los salmos propuestos para la procesión reconocen a Cristo como el «Rey de la gloria» y el «Rey del mundo», cerrando la procesión de entrada el himno «Gloria, alabanza y honor». Sin embargo, en este ambiente de himnos y aclamaciones gloriosas llama la atención que Jesús aparezca ante todos montado en un asno. Este animal, que, además, el Señor pide prestado, está asociado a la gente sencilla y del campo. Con este gesto quiso Jesús cumplir la profecía de Zacarías, que presenta al futuro rey, en primer lugar, como rey de los pobres, que presupone estar libre interiormente de cualquier avidez de posesión y afán de poder, y considerar a Dios la única riqueza. En segundo lugar, el profeta nos muestra que Jesús será un rey de paz. La única arma que llevará este Señor será la cruz, como signo de reconciliación, de perdón y de un amor más fuerte que la muerte. Por último, Zacarías se refiere a un dominio «de mar a mar», es decir, universal. Se supera así una visión reduccionista del pueblo de Dios, que ahora con Cristo tiene un alcance sin límites territoriales ni culturales.

Un reinado que no es de este mundo

Sin embargo, aunque el reinado que Jesucristo propone tiene vocación de extenderse por todas las naciones de la tierra, «no es de este mundo». El aparecer montado en un asno o el hecho de ser coronado de espinas tiene un significado que supera el cumplimiento de una profecía y que tampoco se reduce a una humillación de quien está dispuesto a sufrirlo todo por los hombres. Tiene el sentido de mostrarnos que Dios ha visitado realmente a su pueblo y por él se entrega. El relato de la Pasión no supone despojar a Jesucristo de su condición real, sino más bien poner el acento en que el Señor lleva a culminación su reinado entregando su vida por la salvación de los hombres.

Evangelio / Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 15, 1-39

Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y el Sanedrín en pleno, hicieron una reunión. Llevaron atado a Jesús y lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Él respondió: «Tú lo dices». Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo: «¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan». Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba muy extrañado. Por la fiesta solía soltarse un preso, el que le pidieran. Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los rebeldes que habían cometido un homicidio en la revuelta. La muchedumbre que se había reunido comenzó a pedirle lo que era costumbre. Pilato les preguntó: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?». Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás. Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó: «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?». Ellos gritaron de nuevo: «¡Crucifícalo!». Pilato les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho?». Ellos gritaron más fuerte: «¡Crucifícalo!». Y Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.

Los soldados se lo llevaron al interior del palacio –al pretorio– y convocaron a toda la compañía. Lo visten de púrpura, le ponen una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: «¡Salve, rey de los judíos!».

Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y le sacan para crucificarlo. Pasaba uno que volvía del campo, Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo; y le obligan a llevar la cruz.

Y conducen a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de la calavera), y le ofrecían vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucifican y se reparten sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno.

Era la hora tercia cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: «El rey de los judíos». Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda.

Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: «Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz». De igual modo, también los sumos sacerdotes comentaban entre ellos burlándose: «A otros ha salvado, y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos». También los otros crucificados lo insultaban.

Al llegar la hora sexta toda la región quedó en tinieblas hasta la hora nona. Y a la hora nona, Jesús clamó con voz potente: «Eloí, Eloí, lemá sabaqtaní». (Que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»). Algunos de los presentes, al oírlo, decían: «Mira, llama a Elías». Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber, diciendo: «Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo». Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo.

El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios».