Cinco años con Francisco, por Fernando Prado Ayuso - Alfa y Omega

Cinco años con Francisco, por Fernando Prado Ayuso

La reforma de Francisco es profunda, espiritual. No hay planes preconcebidos. Solo un horizonte, un ideal hacia el que encaminarse, lidiando y dialogando con la realidad en actitud de discernimiento y oración. La siembra está hecha. Más pronto que tarde, los frutos llegarán

Fernando Prado Ayuso
El Papa Francisco, en oración, tras su elección, en el balcón de la logia de la basílica de San Pedro del Vaticano, el 13 de marzo de 2013. Foto: CNS

«Procuro tener el mismo modo de ser y de actuar que tenía en Buenos Aires, porque si a mi edad cambio, seguro que hago el ridículo». Así se dirigía por carta el recién nombrado Papa Francisco a un amigo sacerdote. Con cierta perspectiva, hoy vemos que Francisco es el mismo que antes de ser Papa, pero, a su vez, no es lo mismo. Sus palabras y sus gestos son similares, pero ahora lleva sobre sus espaldas –anchas, por otra parte– la responsabilidad de un pontificado que quiere llevar adelante lo encomendado por sus hermanos cardenales. A Francisco lo eligieron por ser quien era. Los días del pre-cónclave fueron determinantes, sin duda, pero los purpurados electores conocían a Bergoglio de antes. Su crucial papel en el Sínodo que trató sobre el ministerio de los obispos (2001), sus intervenciones sencillas y certeras en el cónclave anterior (2005) y su destacado liderazgo en la Conferencia Latinoamericana de Aparecida (2007) le habían señalado con claridad. Los señores cardenales intuyeron que detrás de este hombre de Dios estaba el nuevo aire que la Iglesia necesitaba. Desde entonces, Francisco se ha convertido, además, en el líder moral más escuchado e importante del planeta.

Un nombre emblemático

El nombre elegido como pontífice es mucho más que un nombre: guarda en sí todo un imaginario concreto y un sueño evangélicamente reformador. Era el momento de dar un cambio de rumbo, aun en íntima continuidad con Benedicto XVI, y comenzar una nueva etapa en la que la Iglesia saliera de cierta autoreferencialidad en la que tal vez había caído. Una vuelta de tuerca más a la mentalidad y al espíritu sinodal y de diálogo del Vaticano II, pendiente todavía de una mayor recepción. El nuevo Papa tendría que empeñarse en volver nuevamente a lo esencial, al Evangelio, para seguir dialogando con el mundo y los tiempos cambiantes. La reforma in capiti et in membris había de continuar, venciendo todo clericalismo y mundanidad, con paso firme y llevando a la Iglesia a un punto de no retorno. La reforma de Francisco, al igual que la del poverello de Asís, quisiera ir a lo profundo. Cambiar la curia y su estructura es tarea más sencilla. Los cambios operativos, de hecho, ya se están viendo. El largo trabajo colegial del C9, los nombramientos de cardenales periféricos, la mayor participación y sinodalidad en las reflexiones pontificias y el aligeramiento en las estructuras que vamos viendo son consecuencias de esta reforma en marcha. Lo difícil es cambiar viejas costumbres y estilos en el papado y en la Iglesia. Es más fácil cambiar estructuras que corazones. De ahí que haya resistencias y resistentes.

La casa de Santa Marta

Santa Marta se convirtió desde el principio en un hervidero de visitas y quehaceres. Es, sin duda, el corazón, el sancta sanctorum del pontificado. Francisco recibe constantemente, sin excesivos filtros, a numerosas personas. Esto le ha permitido en estos años mantener el contacto particular y la cercanía con amplios sectores del santo pueblo fiel de Dios. Francisco ha querido subsanar en raíz el aislamiento al que la burocracia vaticana podría llevarle casi con naturalidad. Desde la capilla de la casa nutre al pueblo con su magisterio. Sus sencillas homilías en las misas de la mañana acompañan al pueblo en esa reforma más interior que, en verdad, es la que le preocupa. Él sabe que una reforma como la que la Iglesia necesita no se consigue por decreto. En Santa Marta el Papa ora, dialoga, recibe a la gente, vuelve a orar, discierne, firma decretos, nombramientos, cartas, escribe documentos, prepara viajes apostólicos. Una actividad frenética para un hombre de su edad, que comprendió la dimisión de su antecesor no como una excepción, sino como una «institución» a la que él también podrá acogerse si lo ve conveniente.

Los frutos llegarán

Evangelii gaudium marcó programáticamente su pontificado. Amoris Laetitia, fruto de un largo y sesudo sínodo en dos tiempos, marca con claridad la puesta en marcha sinodal de la Iglesia. Si la primera hablaba de la necesaria «conversión pastoral» y misionera de la comunidad cristiana, la segunda habla del necesario discernimiento en el quehacer pastoral. La reforma de Francisco es una reforma profunda, espiritual, basada en esos ya famosos principios polares, tan propios desde siempre en el pensamiento de Bergoglio. Son las verdaderas claves del cambio. Para Francisco es más importante el tiempo que el espacio, de ahí que lo importante sea más bien comenzar a caminar hacia el horizonte propuesto que llegar a la meta inmediatamente. Por otro lado, la realidad es más que la idea y, por ello, es más necesario que nunca aprender a discernir. No hay planes preconcebidos. Solo un horizonte, un ideal hacia el que encaminarse, lidiando y dialogando con la realidad en actitud de discernimiento y oración. El mundo es lo que es, más allá de nuestro querer. Ahora bien: todo aquello que une es mejor que lo que separa. Por otro lado, el todo es más que la parte. Y esta inspiración es válida para la Iglesia y también para el gobierno de los pueblos. La siembra está hecha. La lentitud del cambio es proporcional a la profundidad. Más pronto que tarde, los frutos esperados llegarán.