Cristina López Schlichting: «El público está harto de ideologías» - Alfa y Omega

Cristina López Schlichting: «El público está harto de ideologías»

Cristina López Schlichting (Madrid, 1965) se ha estrenado como novelista con Los días modernos (Plaza y Janés), ambientada en la España en la que agonizaba Franco y despertaba a la vida una niña de 12 años, Amelia. Es una mirada —dice la periodista de COPE— «sin nostalgias» pero sobre todo «sin ideologías». Más aún: Los días modernos es un alegato contra una visión de la realidad muy marcada por los prejuicios ideológicos, en buena medida anticristianos. Esa corriente, hasta hace poco hegemónica en Occidente, va dejando paso a una forma de situarse ante la realidad mucho más limpia y libre. Por eso —asegura— los jóvenes vuelven a plantearse hoy las grandes preguntas existenciales del ser humano y «está llegando un momento en el que es posible una reevangelización»

Redacción
Cristina López Schlichting, en su despacho, durante la entrevista. Foto: María Pazos Carretero.

¿Quién es Amelia, la niña protagonista de Los días modernos?
La mirada de Amelia es la mía propia y la de mi generación, que es también la de Sáenz de Santamaría o Inés Arrimadas, la generación que ahora está en el poder. Del franquismo de los años 50 se ha hablado mucho, con los fusilamientos, el hambre, el aislamiento internacional…, pero apenas se le ha dado espacio literario al tardofranquismo, a esos diez o 15 últimos años de la dictadura en que las personas se visten ya de otra manera, empiezan a concebirse de otra forma, los referentes culturales son otros (nuestras series eran La casa de la pradera o Starsky y Hutch)… Son años de muchísima esperanza, entre el despegue económico y cambios sociales en buena medida protagonizados por la mujer.

Es muy importante la visión de Gisela, una mujer alemana que permite ver esta España desde fuera. ¿Qué hay de tu propia familia en este personaje?
Nada, salvo en el aspecto, este sí muy importante, de poder ver las cosas con cierta distancia. Porque España es especialista en tirar piedras sobre su propio tejado. Y verdaderamente esta generación que yo describo, la generación de los padres de Amelia, tiene un mérito extraordinario. Porque sin la ayuda del Plan Marshall, que puso a Alemania y a los países de Centroeuropa en pie, en España se hicieron unos ajustes durísimos que preceden a los cambios radicales en los años 60 y 70. Ahora que algunos se empeñan en poner en cuestión la Transición, yo reivindico su valor. No solo en el aspecto político sino también la transformación social que se estaba produciendo desde los años 60. Eso hay que agradecérselo a nuestros padres. Y tendríamos que preguntarnos qué hemos hecho mal en el sistema educativo para que España no se sienta orgullosa de ello (igual que ha sucedido, por otra parte, con nuestra presencia en América). Cuando yo, de niña, visitaba a la parte alemana de mi familia, cruzar la frontera era como entrar en otro mundo. Me impresionaban muchísimo esos supermercados o las estaciones de servicio. Ahora, en cambio, sales a Francia y el saldo nos es favorable, porque sus carreteras e infraestructuras son de los años 60 y las nuestras, en cambio, mucho más recientes.

Describes una sociedad con unos valores católicos muy arraigados pero que puede llegar a ser también muy hipócrita.
Hablando un día con Imanol Arias me dijo que, en la serie Cuéntame, había redescubierto a su padre, y con él, toda una serie de valores que ahora, prácticamente, se han perdido. Las dos cosas son ciertas. Por un lado, es una sociedad que todavía tiene muy vivos esos valores del humanismo cristiano, pero también los vive como una imposición por la política del nacionalcatolicismo, y quien no comparte esos valores se ve obligado a fingir. Yo siempre digo que una prueba de que todo tiempo pasado no fue mejor es que mis hijos son mucho más transparentes y menos hipócritas que la generación que yo conocí. No están obligados por factores externos a ser lo que no son. Y quien es cristiano se adhiere con total transparencia. En ese sentido, la sociedad ha mejorado.

Foto: María Pazos Carretero.

¿Ahí sí hay entonces una dosis de autobiografía?
Es verdad que yo no participé de esta hipocresía social. Mi familia era republicana y no practicante. Cuando acompañaba a mis amigas los domingos a Misa me daba cuenta de que lo hacían por obediencia. Después me fui acercando paulatinamente a la Iglesia y la descubrí como un espacio bellísimo. Y esa libertad la he conservado siempre. Nunca me he avergonzado de mi catolicismo, porque no tengo esa vinculación al nacionalcatolicismo. Y agradezco estar libre de ese complejo, al margen de consideraciones muy pertinentes que se están haciendo ahora sobre la postura lógica del católico español que, en el año 36, se adhiere al alzamiento de Franco sencillamente porque estaba siendo masacrado y ante una República que lo deja desprotegido frente a la barbarie. Pero muchos jóvenes han recibido una lectura de la II República como un modelo de ideal democrático, cosa que tiene muy poco que ver con la realidad y con las conclusiones de historiadores como Stanley G. Payne, que explican que hubo una fractura social, prácticamente por la mitad, a raíz del enfrentamiento que protagonizaron en Europa la Unión Soviética y el nazismo.

¿Esa ideologización de la historia es también consecuencia de una deshumanización del relato sobre aquellos años?
En las grandes novelas no ocurre, pero es verdad que, en términos generales, ha habido una hiperideologización en ese relato. Hubo unos años de verdadera saturación. En los 80 se produjo un bombardeo sistemático. Creo, sin embargo, que han ido cambiando las cosas. Para empezar, por el apartamiento de la vida pública de una generación profundamente anticlerical, la de aquellas personas que ahora tienen entre 65 y 70 años. Creo que ha influido también la visión del Papa Francisco, que es capaz de mirar a los hombres sin el filtro de lo ideológico, hablando al corazón. Y está llegando así poco a poco un momento en el que es posible una reevangelización. De repente percibes en los jóvenes una pregunta sobre el sentido de la existencia que ya no viene teñida de prejuicios. Son personas que lo mismo se abren a la new age que al budismo o al catolicismo, desde la pregunta, que nos constituye a todos, sobre el sentido de la existencia. En el siglo XX el hombre quiso constituirse sin Dios y vio que eso no funciona. La persona joven que hoy te aborda lo hace sencillamente desde las eternas preguntas del ser humano. Se pregunta sobre la justicia, o sobre el mal y la muerte. Y desea la felicidad. Y ve que en el actual modelo de organización social, profundamente capitalista, hay muchísima soledad, muchísimo despotismo, muchísima injusticia. Y tiene ahora la libertad de cuestionarse todo eso libre de corsés ideológicos.

En tu novela cuentas cómo en esos años se podía maltratar a un gato, pero en cambio a nadie se le ocurría insultar a una anciana. Prácticamente al revés que hoy.
Es el resultado de la pérdida de anclaje con la tradición del humanismo cristiano. Cuando eso sucede, el hombre se vuelve estúpido desde el punto de vista racional. Se produce una desconexión con lo real. Eso es lo que estamos viviendo ahora. ¿Cómo es posible que nuestra sociedad se conmueva con el dolor de los animales, que es una cosa justísima, pero le resulte indiferente la muerte de gente a masas en el Mediterráneo? ¿O que nos interesen tanto los cachorros de perro y su adopción pero que una mujer abandonada aborte a su hijo nos deje indiferentes?

¿Cómo te planteas la respuesta a a esos retos desde tu trabajo en COPE?
COPE es un testimonio de que ser cristiano hoy en día no solamente es posible sino enormemente eficaz. A mí la fe me facilita el diálogo con otras personas en posiciones antagónicas, me abre horizontes y me muestra la belleza incluso en medio del mal. Cuando hemos ido a Lesbos o al Kurdistán, hemos podido reconocer esa belleza de la existencia en mitad de la guerra y del dolor, gracias, en último extremo, a la positividad de la realidad que es Cristo. Así que, según mi experiencia, el cristianismo te hace la vida más fácil y te permite una relación con la realidad que es muy excitante.

¿A contracorriente cultural, o ya no tanto?
Creo que sí hubo un momento muy duro, en parte por cierta forma de pedantería, con propuestas muy sarcásticas y cínicas, pero no creo que el gran público siga comprando eso. Está harto de eso. Si pensamos, por ejemplo, en el cine francés de hoy, se me ilumina la mirada: se estrenan todos los años un montón de películas que verdaderamente te dan ganas de vivir. Y hay fenómenos similares en el cine más comercial, como Clint Eastwood, con un cine enormemente propositivo. O si pensamos en los últimos fenómenos literarios, tenemos Imperofobia y la leyenda negra, de María Elvira Roca Barea, o Patria, de Aramburu, dos superventas que van también en esa línea. Por tanto, sí percibo cambios en las corrientes predominantes, un renacer de una literatura y de un arte en general más propositivo. Como si, rotas ya las barreras ideológicas, el hombre pudiera decir: «Es que a mí lo que me interesa es la belleza, la alegría, la esperanza».

¿Porque ahora es posible elegir?
No, porque estamos hechos así. Estamos hechos para la paz, no para la guerra. Estamos hechos para la belleza, no para la fealdad. Estamos hechos para la fidelidad, no para la traición… No sé por qué, pero es una de las grandes pruebas de la existencia de Dios. Estamos hechos así. Y cuando desparecen las razones ideológicas que nos obligan a elegir lo feo y lo malvado, es más fácil que la persona elija aquello que le hace respirar y mirar el horizonte con esperanza. Evidentemente, no se trata de proponer una ingenuidad naif, porque la vida está hecha también de un dolor profundo. Pero no es verdad que la palabra última sobre la realidad sea el fracaso. Eso es más fácil de comprender para un cristiano, porque tiene la experiencia de la resurrección en mitad del dolor, de la enfermedad o de la muerte de un hijo. Pero son cosas que el mundo de una forma intuitiva también las sabe, y por eso la Iglesia una y otra vez se constituye en propuesta.

Maica Rivera / Ricardo Benjumea