Los fogones, lugar del Misterio - Alfa y Omega

Los fogones, lugar del Misterio

Javier Alonso Sandoica

Entro sin prolegómenos, porque estoy deseando contar lo que me ocurrió el viernes pasado. Yo de las artes de la cocina conozco bien poco, sé que hay que comprar viandas cuando en el frigorífico escasean, pero más por lo que dicta la necesidad que por lo que mandan los cánones de la cultura. El humor culinario me lo enseñó Julio Camba en La casa de Lúculo, me reí con gusto porque de los genios hay que aprovecharlo todo. No he visto Master Chef, ni leído las recetas de Simone Ortega. Como se advierte, un auténtico descalabro. Mientras como, aprovecho para leer, con lo que la conciencia de comer es muy ligera. Pero digo que el viernes pasado me ocurrió algo enteramente nuevo.

Estuve con mi familia y amigos asistiendo a un curso de la Escuela de cocina Telva, dirigida por Sesé San Martín. La anfitriona nos hizo pelar tomates, remover el arroz para el risotto, convertir el pan en migajas, así, sin anestesia. Mi sobrino, con la presión de sus dedos, moldeaba el borde de la empanada de atún, muy serio y muy entrado en faena. De los 20 huéspedes, todos colaboramos con nuestras peculiaridades, porque cada uno aporta siempre su carácter a cuanto toca.

La directora San Martín nos habló de la necesidad de la familia reunida en torno a la mesa, ya que es una escuela activa de aprendizaje verdaderamente humano. Allí sale todo, la escucha, el respeto, el equilibrio y tono de la conversación, los orgullos, etc. Y es asunto de máxima prioridad para un cristiano, ya que Cristo nos da noticias del más allá como Banquete y, cuando tenía ganas de un verdadero encuentro con los judíos de su tiempo, se los llevaba a la mesa. Se forma una comunión implícita entre los que preparan la mesa. Allí se transfiguran las piezas que andan sueltas y, por la alquimia de la cocina, se transforman en… salmorejo. Pero la materia sigue siendo materia, los ingredientes están ahí, con todo su pringue, pero la proximidad humana los eleva.

No hay una dicotomía entre materia y espíritu, sino una danza de compenetración necesaria, como ese cuadro de Matisse en el que las figuras se dan la mano como a punto de emprender el vuelo. Y, como en toda alegría humana, hay una atmósfera latente de trascendencia. Igual que en Auschwitz postulamos una maldad mayor que sobrevuela las decisiones humanas, el viernes todos intuimos el Misterio de Bien que se esconde en esa comunión humana, más allá de la estricta comida.