La palabra y el silencio - Alfa y Omega

La palabra y el silencio

Claro José Fernández-Carnicero

La Palabra está en el origen de todo lo creado, en el aliento y el latido de la vida misma. Dios Creador, nos dice san Juan al comenzar su evangelio, es la Palabra, «la luz de los hombres», que «luce en las tinieblas, aunque las tinieblas no le acogieron». La palabra, cuando es verdadera, es siempre luz que descubre y nos descubre, en cierta medida, desnudándonos de nuestra vanidad y de nuestras muchas cobardías.

La palabra ilumina y ennoblece el rostro del ser humano, porque, al caracterizarle, le identifica. Recordemos el origen de nuestro propio acento en los primeros balbuceos, las primeras palabras celebradas por nuestro padres, ansiosos de su repetición ante parientes y amigos. Palabras de reconocimiento, padre, madre, sí, no.

Palabras para la oración y para el canto. Palabras espontáneas, cercanas, confidenciales, no discursivas. «Escúchame, Yavé, y ten piedad de mí», dice el salmista. «Escucha, hijo», prescribe el comienzo de la Regla de san Benito. Faustino Palacios, un monje benedictino de Silos, hoy postrado por la enfermedad, tras una larga entrega a la oración y al trabajo, nos recuerda que «Dios es silencio, pero todo habla de Dios». Y añade: «El ruido exterior e interior de esta sociedad dificulta la escucha del Misterio que nos envuelve».

El ruido, esa permanente lacra que nos aturde y atormenta, en la casa y en la calle, nos impide pensar serenamente, aprovechar el tiempo y disfrutar de la vida. Porque la vida es acción, movimiento, pero también armonía. Como la música, nuestro lenguaje más íntimo.

Por eso, la razón y el pensamiento asocian, como en un contrapunto indisoluble, la palabra al silencio que, por su escasez y valor, ha llegado a ser el gran lujo de nuestro tiempo.

Hoy, la palabra se suele degradar en verborrea incontenida, más propia de groseros bufones que de conversadores lúcidos, aquellos que todavía saben hablar con propiedad y con sentido. Vivimos asediados por un espectáculo de cháchara permanente, en el que la estética se agota en muecas desencajadas, como en El grito de Munch, gestos desesperados de quienes, quizás sin darse cuenta, han perdido el horizonte ético de la palabra y del silencio.