El valor de un esfuerzo pastoral - Alfa y Omega

El valor de un esfuerzo pastoral

Claro José Fernández-Carnicero
Enfrentamientos de aberztales contra miembros de la ertainzta durante una manifestación

Ante una opinión pública y una clase política expectantes, la Conferencia Episcopal Española acaba de aprobar una Instrucción pastoral sobre la Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias. Es un documento que merece, desde la lectura de la fe, la consideración del espíritu de magisterio católico que anima todos sus párrafos: ser un instrumento para la paz y la concordia.

Una vez más los obispos españoles, tratando de evitar el escándalo y la duda, se han comprometido explícitamente con el bien común. Ya en la introducción hay una condena clara del silencio ante el terrorismo: «Cuando la dignidad de la persona queda ultrajada porque se atenta contra su vida, contra su libertad o contra su capacidad para conocer la verdad, los cristianos no pueden callar». En consecuencia, el terrorismo se considera una lacra social a eliminar, que impide la consolidación de la convivencia en libertad, fin último de la doctrina social de la Iglesia en su aplicación al orden político.

La Instrucción pastoral, sin confundir la voz de nuestros pastores con la de los partidos o fuerzas políticas, trata de «ayudar a la formación de la conciencia de los cristianos», apelando al amor evangélico y condenando todo sistema totalitario inmanentista, preso del odio y del autismo excluyente.

La peor manifestación de esta exclusión deriva del terrorismo, acertadamente calificado como estructura de pecado que busca debilitar el orden político legítimo para imponer sus criterios por la fuerza, atropellando los derechos humanos más fundamentales, como la vida y la libertad; derechos personales que son siempre el límite moral y jurídico infranqueable de cualquier afirmación de una identidad colectiva. Porque nunca un pueblo puede pretender su reconocimiento permitiendo que se desconozcan, y violen flagrantemente, la dignidad y la libertad de todos y cada uno de sus ciudadanos.

La inmoralidad del fenómeno terrorista -añade el documento- «se extiende, en la debida proporción, a las acciones u omisiones de todos aquellos que, sin intervenir directamente en la comisión de atentados, los hacen posibles». Rechazo que alcanza a quien trate de obtener del terrorismo réditos políticos. En suma, el fin no justifica los medios.

La Conferencia Episcopal rechaza la violencia terrorista, no sólo por ser un fruto de la cultura de la muerte, tan denunciada por el actual Pontífice, sino también por condenar a los pueblos que la sufren al odio, al miedo y al silencio.

Los obispos recuerdan a los poderes públicos, frente a toda pusilanimidad o permisividad suicida, que «la autoridad legítima debe emplear todos los medios justos y adecuados para la defensa de la convivencia pacífica frente al terrorismo». Una reacción, añaden, que no debe verse nunca marcada por el odio indiscriminado que, al confundir el trigo y la cizaña, acaba dividiendo a la sociedad.

La Iglesia respeta la actuación legítima del Estado al imponer una pena, poniendo el acento en el olvido injusto que a veces sufren las víctimas del terrorismo, sin olvidar tampoco el respeto de la dignidad personal de los condenados por esa causa.

Los obispos reconocen el carácter marxista, anclado en un nacionalismo totalitario, de la ideología de ETA. Frente a este totalitarismo distinguen la soberanía espiritual de las nacionalidades históricas, entendidas como «ámbitos culturales del desarrollo de las personas», de la soberanía política, que no puede configurarse como el corolario o derecho absoluto de aquellas.

Imagen del atentado ocurrido en la plaza de Ramales, de Madrid

Desde una perspectiva de solidaridad, la Instrucción, fiel siempre a la doctrina social de la Iglesia, «reconoce un derecho real y originario de autodeterminación política en el caso de una colonización o de una invasión injusta, pero no en el de una secesión». Más claro, imposible.

Frente a la idolatría de la independencia política, alimentada por el nihilismo y el desprecio a otras realidades nacionales o estatales, la Conferencia Episcopal admite la legitimidad del nacionalismo, entendido como una opción política dentro de la moral y la justicia.

Los obispos, en vísperas del vigésimo cuarto aniversario de la Constitución española, la consideran «como el fruto maduro de una voluntad sincera de entendimiento, y como instrumento y primicia de un futuro de convivencia armónica entre todos». Su carácter obvio de norma modificable no excluye el lógico rechazo de cualquier alteración unilateral al margen del ordenamiento jurídico, un rechazo que va acompañado de la afirmación inequívoca de que «es necesario respetar y tutelar el bien común de una sociedad pluricentenaria». Es decir, de España, la nación común.

La Conferencia Episcopal invita al compromiso de todos, sobre todo los educadores, en la construcción de la paz a través del diálogo social y político en el que, como afirman nítidamente, ETA no puede ser nunca un interlocutor del Estado.

El documento concluye invocando el perdón, la esperanza y la oración por ofendidos y ofensores.

Ante este esfuerzo pastoral, los católicos españoles no podemos permanecer insensibles, ni caer en la simplificación de aquellos que habitualmente critican a la Iglesia cuando ésta no usa su propio lenguaje o se aparta de su estrategia partidaria.

La voz de los obispos, una voz libre entre ciudadanos libres, ayuda al cristiano, una vez más, a no caer en las redes del mal o del escándalo y a servir activamente a la comunión fraterna. En este caso, es una voz colegiada mayoritaria de la que se han desvinculado algunos pastores locales. Que Dios, Padre de unos y de otros, Señor del tiempo y por ello de la Historia, ilumine los corazones de todos.