III. Unicidad y universalidad del misterio salvífico de Jesucristo
El Santo Padre Juan Pablo II, en la audiencia del día 16 de junio del año 2000, concedida al Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Joseph Ratzinger, ratificó y confirmó, con ciencia cierta y con su autoridad apostólica, la Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesús y de la Iglesia, y ordenó esta Declaración, cuyo texto integro Alfa y Omega ofrece a sus lectores
III. UNICIDAD Y UNIVERSALIDAD DEL MISTERIO SALVÍFICO DE JESUCRISTO
13. Es también frecuente la tesis que niega la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo. Esta posición no tiene ningún fundamento bíblico. En efecto, debe ser firmemente creída, como dato perenne de la fe de la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único salvador, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, que tiene en Él su plenitud y su centro.
Los testimonios neotestamentarios lo certifican con claridad: El Padre envió a su Hijo, como salvador del mundo (1 Jn 4, 14); He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29). En su discurso ante el sanedrín, Pedro, para justificar la curación del tullido de nacimiento realizada en el nombre de Jesús (cf. Hch 3, 1-8), proclama: Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos (Hch 4, 12). El mismo apóstol añade, además, que Jesucristo es el Señor de todos; está constituido por Dios juez de vivos y muertos; por lo cual todo el que cree en él alcanza, por su nombre, el perdón de los pecados (Hch 10, 36.42.43).Pablo, dirigiéndose a la comunidad de Corinto, escribe: Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros (1 Co 8, 5-6). También el apóstol Juan afirma: Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él (Jn 3, 16-17). En el Nuevo Testamento, la voluntad salvífica universal de Dios está estrechamente conectada con la única mediación de Cristo: [Dios] quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos (1 Tm 2, 4- 6).
Basados en esta conciencia del don de la salvación, único y universal, ofrecido por el Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo (cf. Ef 1, 3-14), los primeros cristianos se dirigieron a Israel mostrando que el cumplimiento de la salvación iba más allá de la Ley, y afrontaron después el mundo pagano de entonces, que aspiraba a la salvación a través de una pluralidad de dioses salvadores. Este patrimonio de la fe ha sido propuesto una vez más por el Magisterio de la Iglesia: Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos (cf. 2 Co 5, 15), da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo, a fin de que pueda responder a su máxima vocación, y que no ha sido dado bajo el cielo a la Humanidad otro nombre en el que sea posible salvarse (cf. Hch 4, 12). Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro[42].
14. Debe ser, por lo tanto, firmemente creída como verdad de fe católica que la voluntad salvífica universal de Dios Uno y Trino, es ofrecida y cumplida, una vez para siempre, en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios.
Teniendo en cuenta este dato de fe, y meditando sobre la presencia de otras experiencias religiosas no cristianas y sobre su significado en el plan salvífico de Dios, la teología está hoy invitada a explorar si es posible, y en qué medida, que también figuras y elementos positivos de otras religiones puedan entrar en el plan divino de la salvación. En esta tarea de reflexión la investigación teológica tiene ante sí un extenso campo de trabajo, bajo la guía del Magisterio de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, en efecto, afirmó que la única mediación del Redentor no excluye, sino suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única[43]. Se debe profundizar el contenido de esta mediación participada, siempre bajo la norma del principio de la única mediación de Cristo: Aun cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y orden, éstas sin embargo cobran significado y valor «únicamente» por la mediación de Cristo, y no pueden ser entendidas como paralelas y complementarias[44]. No obstante, serían contrarias a la fe cristiana y católica aquellas propuestas de solución que contemplen una acción salvífica de Dios fuera de la única mediación de Cristo.
15. No pocas veces algunos proponen que en teología se eviten términos como unicidad, universalidad, absolutez, cuyo uso daría la impresión de un énfasis excesivo acerca del valor del evento salvífico de Jesucristo con relación a las otras religiones. En realidad, con este lenguaje se expresa simplemente la fidelidad al dato revelado, pues constituye un desarrollo de las fuentes mismas de la fe. Desde el inicio, en efecto, la comunidad de los creyentes ha reconocido que Jesucristo posee una tal valencia salvífica, que Él sólo, como Hijo de Dios hecho hombre, crucificado y resucitado, en virtud de la misión recibida del Padre y en la potencia del Espíritu Santo, tiene el objetivo de donar la revelación (cf. Mt 11, 27) y la vida divina (cf. Jn 1, 12; 5, 25-26; 17, 2) a toda la humanidad y a cada hombre.
En este sentido, se puede y se debe decir que Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un significado y un valor singular y único, sólo de Él propio, exclusivo, universal y absoluto. Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos. Recogiendo esta conciencia de fe, el Concilio Vaticano II enseña: El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, «punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la Historia y de la civilización », centro de la Humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. Él es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos[45]. Es precisamente esta singularidad única de Cristo la que le confiere un significado absoluto y universal, por lo cual, mientras está en la Historia, es el centro y el fin de la misma: «Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin» (Ap 22, 13) [46].