Una enseñanza con autoridad - Alfa y Omega

Una enseñanza con autoridad

IV Domingo del tiempo ordinario

Daniel A. Escobar Portillo
Las muy ricas horas del duque de Berry, Folio 166r. El exorcismo del Museo Condé, Chantilly

Tras haber escuchado el domingo pasado la llamada de los primeros apóstoles, durante varios domingos Marcos nos presenta la vida cotidiana de Jesús. Es como si tratara de poner ante nosotros el programa de intervenciones del Salvador. El esquema del Evangelio de este domingo es bastante claro: Jesús enseña y realiza obras de salvación. Con ello Marcos subraya desde el primer capítulo del Evangelio que palabras y gestos intrínsecamente conectados entre sí serán el modo a través del cual Dios se nos manifiesta. En nuestros días, el Concilio Vaticano II ha recordado este método al hablar de la naturaleza y objeto de la revelación (Cf. Dei verbum 2). El Evangelio insiste en el asombro que producía la autoridad con la que enseñaba el Maestro, y concluye con la constatación de que su fama se extendió enseguida por la comarca entera de Galilea. Con la ciudad de Cafarnaún como punto de referencia para la predicación y la acción del Señor, estamos ante la primera actuación de Jesús en público, que destaca, sin duda, por el éxito y la admiración de los testigos.

El profeta

Durante el tiempo de Adviento hemos mirado a la esperanza del Mesías por parte del pueblo de Israel desde hacía siglos; un Ungido que procedería de la Casa de David. Pues bien, el pueblo tenía también la memoria del profeta por excelencia: Moisés, el que los había librado del poder del faraón y conducido hacia la tierra prometida. Es aquí donde entra en juego la primera lectura de este domingo, tomada del libro del Deuteronomio. Moisés promete para el futuro un profeta que predicaría en nombre de Dios. En el Evangelio comprobamos que ya ha llegado. El asombro que producen las palabras del Señor en la sinagoga no surge únicamente de la convicción con la que hablaba Jesús o la sintonía con sus oyentes, sino también de descubrir que tienen ante ellos al profeta esperado durante siglos. La autoridad con la que habla nace principalmente de ser quien es, mientras que, por el contrario, las enseñanzas de los escribas no tenían valor propio; provenían de la tradición, es decir, de lo que anteriormente habían enseñado Moisés, los profetas u otros escribas.

«Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor»

Desde el comienzo de la predicación de Jesús, sus afirmaciones no constituyen una opinión más entre las distintas voces que podían oírse en aquel tiempo. Por eso el salmo responsorial nos llama con claridad a escuchar la voz del Señor. No es, por lo tanto, opcional atender a lo que Dios comunica a través de su Hijo, puesto que, como nos manifiesta el último concilio en Dei verbum 4, aunque Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas, ahora, en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo (Hb 1, 1-2). La enseñanza de Jesucristo está fundamentada en la íntima relación con el Padre. Tenemos constancia, a través de múltiples pasajes, de que Jesús dedicaba largos espacios de tiempo a orar. No es algo accesorio en su vida. Tampoco es un mero cumplimiento un precepto. Se trata de responder a lo que es y a la misión que le ha sido confiada.

La Iglesia como depositaria de la autoridad

La vigencia de las palabras y acciones de Jesucristo no concluye con su muerte y resurrección, ya que el Señor ha querido que su autoridad siga presente en la Iglesia, tanto por su enseñanza como por su acción para librar de cualquier mal al hombre, siguiendo el modelo de la sanación del hombre que tenía un espíritu inmundo. Ello implica dos cosas: la Iglesia no puede, por falta de convicción o por miedo, renunciar a ejercer esta autoridad de palabra y de acción. En segundo lugar, hablar o actuar en nombre de Dios exige una enorme responsabilidad y pide de los cristianos, especialmente de quienes han recibido en la Iglesia el encargo de enseñar, santificar y gobernar, conformar especialmente su vida con la de aquel en cuyo nombre actúan.

Evangelio / Marcos 1, 21b-28

En la ciudad de Cafarnaún, y el sábado entró Jesús en la sinagoga a enseñar; estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas. Había precisamente en su sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar: «¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios». Jesús lo increpó: «¡Cállate y sal de él!». El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un grito muy fuerte, salió de él. Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y lo obedecen». Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.