Amazonas: el Papa abre una ventana al futuro de la Iglesia - Alfa y Omega

Amazonas: el Papa abre una ventana al futuro de la Iglesia

La visita de Francisco a la Amazonia poco tuvo de anecdótica o de folclórica. El Papa no solo quiso poner la mirada del mundo en aquellos peculiares aborígenes, víctimas cada día de la ambición económica de las multinacionales. Indicó también un derrotero para toda la Iglesia. Lo hizo en Puerto Maldonado, en el corazón de su visita apostólica a Chile y Perú. Un viaje difícil, que Francisco quiso afrontar con franqueza, sin ocultar los problemas, pero concentrándose en lo importante: la esperanza, la unidad y la paz

Andrés Beltramo Álvarez
El Papa se dirige a los pueblos amazónicos, el 19 de enero, en el coliseo regional Madre de Dios. Foto: AFP Photo/Vincenzo Pinto

«Una Iglesia de rostro amazónico, de rostro indígena». Eso pidió el Pontífice en la mañana del viernes 19 de enero en el coliseo Madre de Dios de Puerto Maldonado. Casi una extensión de su famosa frase nada más ser elegido Papa: «Cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres». Allí, en su encuentro con las poblaciones de la Amazonia, logró algo al alcance de ningún político: ser investido con las insignias de jefe aborigen. Escuchó el clamor de aquella gente y denunció la iniquidad de un sistema perverso.

El Papa habló de las amenazas del «neoextractivismo», la avidez de los grandes capitales por petróleo, gas, madera, oro y monocultivos agroindustriales. Pero también de la perversión de los falsos movimientos de conservación, que acaparan la selva con la excusa de protegerla, pero sofocan a sus verdaderos pobladores.

Multiforme pulmón de la tierra, en aquellos territorios habitan unos nueve millones de personas esparcidos por nueve países. Para Francisco, no se trata de preservar tradiciones como la idealización de un hombre primitivo que fue o como una «especie de museo de un estilo de vida de antaño». Como explicó en su discurso, él apuesta por el encuentro fecundo con esas dinámicas culturas, que el mundo moderno parece incapaz de comprender y aceptar.

A fin de cuentas, el trato dado hacia el Amazonas y su gente, en buena parte aislada y vulnerable a los ojos de la sociedad financiera e industrial, resulta un termómetro de ese mundo en crisis denunciado por Bergoglio en su carta encíclica Laudato si. Por eso ha convocado para 2019 una asamblea del Sínodo de los Obispos sobre el tema. Un proceso de reflexión que inició en Puerto Maldonado, con el primer encuentro presinodal.

Será un Sínodo mundial; no solo incluirá a Sudamérica, sino también a los países de donde provienen las empresas con jugosos intereses en la región. Y será el momento del compromiso, de asumir «el grito de esta gente, que muchas veces está silenciada o se le quita la palabra». Es, como dijo el Papa, la «profecía de la Iglesia, que nunca dejará de clamar por los descartados y por los que sufren»; es su «opción primordial por la vida de los más indefensos».

Corrupción y abusos sexuales

Francisco es consciente de que una de las principales amenazas contra el Amazonas y los países sudamericanos es la corrupción. «Cuánto mal le hace a nuestros pueblos latinoamericanos y a las democracias de este bendito continente ese virus social, un fenómeno que lo infecta todo, siendo los pobres y la madre tierra los más perjudicados», clamó en Lima, dirigiéndose a las autoridades políticas y a la nación entera desde el Palacio de Gobierno. Lo hizo ante el presidente peruano, Pedro Pablo Kuczynski, envuelto él mismo en el escándalo Odebrecht.

«¿Qué pasa en Perú que todos sus presidentes están presos?», se preguntó, luego, el Pontífice en un encuentro con obispos peruanos. Respondiendo a una pregunta se mostró convencido de que la trama que involucra a la empresa constructora, acusada de sobornar a políticos de 12 países, «es solo una anécdota chiquita», porque la política latinoamericana «está muy enferma».

Como ocurrió con la corrupción, durante su periplo (que inició el lunes 15 de enero con el viaje de Roma a Santiago de Chile) el Papa no esquivó otros delicados asuntos. Como la crisis por los abusos sexuales contra menores cometidos por clérigos. En su primer discurso en suelo chileno, la mañana del martes 16 en el Palacio de La Moneda, manifestó su «dolor» y «vergüenza» por el «daño irreparable» causado a las víctimas. Advirtió que «es justo pedirles perdón», y se comprometió a apoyarlas con todas las fuerzas y empeñarse en que esos casos no se vuelvan a repetir.

Palabras significativas en un país que lleva años lidiando con el escándalo del padre Fernando Karadima. No por casualidad, esas declaraciones del líder católico fueron recibidas con un sonoro aplauso, y captaron parte de la atención mediática sobre el tema. Era inevitable, por el activismo público de las víctimas de ese (otrora) poderoso sacerdote y la acusación abierta contra el obispo de Osorno, Juan Barros, de haber encubierto los abusos.

El Papa no quiso dejar a la Iglesia chilena sumida en la vergüenza. Él mismo lloró en privado con un grupo de víctimas, a las que consoló en la nunciatura de Santiago. Pero marcó un camino de esperanza, en un discurso a consagrados en la catedral. Usó tres imágenes para explicarse: el «Pedro abatido», el «Pedro misericordiado» y el «Pedro transfigurado». Reconoció las consecuencias de la crisis pública, como aquellos «insultos en el metro o caminando por la calle», o cuando el ir «vestido de cura» en muchos lados «se está pagando caro».

Instó a «aprender a escuchar» y a «no rumiar la desolación». A aceptar la propia dificultad. «La conciencia de tener llagas nos libera; sí, nos libera de volvernos autorreferenciales, de creernos superiores», estableció. Solo así es posible renovar el compromiso, dijo. Un compromiso «no con un mundo ideal», sino con las personas abatidas. Para que ellas puedan encontrarse con Jesús.

El Pontífice, a su llegada a la playa de Huanchaco, en Trujillo, para la Misa del día 20. Foto: REUTERS/Alessandro Bianchi

Perú fue una fiesta

Francisco quiso tocar otra herida abierta en el fin del mundo. Viajó a Temuco, en el corazón de la Araucanía y zona estratégica de la reivindicación mapuche de la tierra, reconocimiento cultural y autonomía productiva. Allí, donde las protestas se han cobrado vidas, defendió la lucha por los propios derechos, pero advirtió de que «la violencia termina volviendo mentirosa la causa más justa».

«No se puede pedir reconocimiento aniquilando al otro, porque esto lo único que despierta es mayor violencia y división. La violencia llama a la violencia, la destrucción aumenta la fractura y separación». Tan indicativas fueron sus palabras durante la Misa en el aeródromo Maquehue como su almuerzo después no solo con ocho exponentes del pueblo mapuche, sino también con una víctima de la violencia rural, un colono y un inmigrante reciente.

En Chile, sobre todo en Iquique, las multitudes que salieron al encuentro del Papa no fueron explosivas. Algo más bien previsible, en un país con una crisis tan patente en la Iglesia. Pero el mismo Pontífice rechazó considerar a la gira como «un fracaso». «¿Quién dijo eso? Son cuentos chinos…», dijo, bromeando, a una periodista en el vuelo de regreso a Roma. Cierto es que, en comparación, Perú se volcó en una gran fiesta en las calles. Imágenes de una Latinoamérica de religiosidad popular. Pero tampoco pueden ser desdeñables las 400.000 almas en el Parque O’Higgins de Santiago.

Tanto en Perú como en Chile, Francisco desafió a los jóvenes. Lo hizo en su idioma. Hablando del mundial de fútbol y de teléfonos móviles. Echó mano de todos los recursos posibles para hacerles creer en una Iglesia cercana, acogedora, que los necesita. Saludó una y mil manos, atravesó calles plagadas de fieles. Escuchó cánticos y vítores. Confortó enfermos y personas con discapacidad. Bromeó con religiosas, incluso de clausura. Se entregó a su pueblo, el «santo pueblo fiel de Dios».

Aquel que los medios parecen dar por descontado, haciendo desaparecer de sus pantallas y sus páginas a millones, como si carecieran de valor periodístico alguno.

Como en la última Misa del Papa, en la base aérea de Las Palmas, con más de un millón de personas. Ante ellas aseguró que Perú es «tierra de esperanza» por los jóvenes, que no son el futuro sino el presente. Por eso recordó: «Chicas y chicos, por favor, no se desarraiguen. Abuelos y ancianos, no dejen de transmitir a las jóvenes generaciones las raíces de su pueblo y la sabiduría del camino para llegar al cielo. A todos los invito a no tener miedo a ser los santos del siglo XXI.