II. El Logos encarnado y el Espíritu Santo en la obra de la Salvación
El Santo Padre Juan Pablo II, en la audiencia del día 16 de junio del año 2000, concedida al Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Joseph Ratzinger, ratificó y confirmó, con ciencia cierta y con su autoridad apostólica, la Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesús y de la Iglesia, y ordenó esta Declaración, cuyo texto integro Alfa y Omega ofrece a sus lectores
II. EL LOGOS ENCARNADO Y EL ESPÍRITU SANTO EN LA OBRA DE LA SALVACIÓN
9. En la reflexión teológica contemporánea, a menudo emerge un acercamiento a Jesús de Nazaret como si fuese una figura histórica particular y finita, que revela lo divino de manera no exclusiva, sino complementaria a otras presencias reveladoras y salvíficas. El Infinito, el Absoluto, el Misterio último de Dios se manifestaría así a la Humanidad en modos diversos y en diversas figuras históricas: Jesús de Nazaret sería una de esas. Más concretamente, para algunos Él sería uno de los tantos rostros que el Logos habría asumido en el curso del tiempo para comunicarse salvíficamente con la Humanidad.
Además, para justificar, por una parte, la universalidad de la salvación cristiana y, por otra, el hecho del pluralismo religioso, se proponen contemporáneamente una economía del Verbo eterno válida también fuera de la Iglesia y sin relación a ella, y una economía del Verbo encarnado. La primera tendría una plusvalía de universalidad respecto a la segunda, limitada solamente a los cristianos, aunque si bien en ella la presencia de Dios sería más plena.
10. Estas tesis contrastan profundamente con la fe cristiana. Debe ser, en efecto, firmemente creída la doctrina de fe que proclama que Jesús de Nazaret, hijo de María, y solamente Él, es el Hijo y Verbo del Padre. El Verbo, que estaba en el principio con Dios (Jn 1, 2), es el mismo que se hizo carne (Jn 1, 14). En Jesús el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16) reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2, 9). Él es el Hijo único, que está en el seno del Padre (Jn 1, 18), el Hijo de su amor, en quien tenemos la redención […] Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la plenitud, y reconciliar con Él y para Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos (Col 1, 13-14. 19-20).
Fiel a las Sagradas Escrituras y refutando interpretaciones erróneas y reductoras, el primer Concilio de Nicea definió solemnemente su fe en Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día, subió a los cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos[28]. Siguiendo las enseñanzas de los Padres, también el Concilio de Calcedonia profesó que uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, es él mismo perfecto en divinidad y perfecto en humanidad, Dios verdaderamente, y verdaderamente hombre […], consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad […], engendrado por el Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad[29].
Por esto, el Concilio Vaticano II afirma que Cristo nuevo Adán, imagen de Dios invisible (Col 1, 15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado […] Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En Él Dios nos reconcilió consigo y con nosotros, y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios «me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2, 20)[30].
Al respecto Juan Pablo II ha declarado explícitamente: Es contrario a la fe cristiana introducir cualquier separación entre el Verbo y Jesucristo […]: Jesús es el Verbo encarnado, una sola persona e inseparable […] Cristo no es sino Jesús de Nazaret, y éste es el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos […] Mientras vamos descubriendo y valorando los dones de todas clases, sobre todo las riquezas espirituales que Dios ha concedido a cada pueblo, no podemos disociarlos de Jesucristo, centro del plan divino de salvación[31].
Es también contrario a la fe católica introducir una separación entre la acción salvífica del Logos en cuanto tal, y la del Verbo hecho carne. Con la Encarnación, todas las acciones salvíficas del Verbo de Dios se hacen siempre en unión con la naturaleza humana que Él ha asumido para la salvación de todos los hombres. El único sujeto que obra en las dos naturalezas, divina y humana, es la única persona del Verbo[32].
Por lo tanto, no es compatible con la doctrina de la Iglesia la teoría que atribuye una actividad salvífica al Logos como tal en su divinidad, que se ejercitaría más allá de la humanidad de Cristo, también después de la Encarnación[33].
11. Igualmente, debe ser firmemente creída la doctrina de fe sobre la unicidad de la economía salvífica querida por Dios Uno y Trino, cuya fuente y centro es el misterio de la encarnación del Verbo, mediador de la gracia divina en el plan de la Creación y de la Redención (cf. Col 1, 15-20), recapitulador de todas las cosas (cf. Ef 1, 10), al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención (1 Co 1, 30). En efecto, el misterio de Cristo tiene una unidad intrínseca, que se extiende desde la elección eterna en Dios hasta la parusía: [Dios] nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor (Ef 1, 4). En Él, por quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su voluntad (Ef 1, 11). Pues a los que de antemano conoció [el Padre], también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera Él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó (Rm 8, 29- 30).
El Magisterio de la Iglesia, fiel a la revelación divina, reitera que Jesucristo es el mediador y el redentor universal: El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor […] es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos[34]. Esta mediación salvífica también implica la unicidad del sacrificio redentor de Cristo, sumo y eterno Sacerdote (cf. Heb 6, 20; 9, 11; 10, 12-14).
12. Hay también quien propone la hipótesis de una economía del Espíritu Santo con un carácter más universal que la del Verbo encarnado, crucificado y resucitado. También esta afirmación es contraria a la fe católica, que, en cambio, considera la encarnación salvífica del Verbo como un evento trinitario. En el Nuevo Testamento, el misterio de Jesús, Verbo encarnado, constituye el lugar de la presencia del Espíritu Santo y la razón de su efusión a la Humanidad, no sólo en los tiempos mesiánicos (cf. Hch 2, 32-36; Jn 20, 20; 7, 39; 1 Co 15, 45), sino también antes de su venida en la Historia (cf. 1 Co 10, 4; 1 Pe 1, 10-12).
El Concilio Vaticano II ha llamado la atención de la conciencia de fe de la Iglesia sobre esta verdad fundamental. Cuando expone el plan salvífico del Padre para toda la Humanidad, el Concilio conecta estrechamente, desde el inicio, el misterio de Cristo con el del Espíritu[35]. Toda la obra de edificación de la Iglesia a través de los siglos se ve como una realización de Jesucristo Cabeza, en comunión con su Espíritu[36].
Además, la acción salvífica de Jesucristo, con y por medio de su Espíritu, se extiende más allá de los confines visibles de la Iglesia y alcanza a toda la Humanidad. Hablando del misterio pascual, en el cual Cristo asocia vitalmente al creyente a sí mismo en el Espíritu Santo, y le da la esperanza de la resurrección, el Concilio afirma: Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual[37].
Queda claro, por lo tanto, el vínculo entre el misterio salvífico del Verbo encarnado y el del Espíritu Santo, que actúa el influjo salvífico del Hijo hecho hombre en la vida de todos los hombres, llamados por Dios a una única meta, ya sea que hayan precedido históricamente al Verbo hecho hombre, o que vivan después de su venida en la Historia: de todos ellos es animador el Espíritu del Padre, que el Hijo del hombre dona libremente (cf. Jn 3, 34).
Por eso el Magisterio reciente de la Iglesia ha llamado la atención, con firmeza y claridad, sobre la verdad de una única economía divina: La presencia y la actividad del Espíritu no afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la Historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones […] Cristo resucitado obra ya por la virtud de su Espíritu […] Es también el Espíritu quien esparce «las semillas de la Palabra» presentes en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo[38]. Aun reconociendo la función histórico-salvífica del Espíritu en todo el universo y en la historia de la Humanidad[39], sin embargo confirma: Este Espíritu es el mismo que se ha hecho presente en la encarnación, en la vida, muerte y resurrección de Jesús y que actúa en la Iglesia. No es, por consiguiente, algo alternativo a Cristo, ni viene a llenar una especie de vacío, como a veces se da por hipótesis, que exista entre Cristo y el Logos. Todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones, tiene un papel de preparación evangélica, y no puede menos de referirse a Cristo, Verbo encarnado por obra del Espíritu, «para que, hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas»[40].En conclusión, la acción del Espíritu no está fuera o al lado de la acción de Cristo. Se trata de una sola economía salvífica de Dios Uno y Trino, realizada en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios, llevada a cabo con la cooperación del Espíritu Santo, y extendida en su alcance salvífico a toda la Humanidad y a todo el universo: Los hombres, pues, no pueden entrar en comunión con Dios si no es por medio de Cristo y bajo la acción del Espíritu[41].