Álvar Núñez Cabeza de Vaca: La aventura de amar a Dios y servir a España - Alfa y Omega

Álvar Núñez Cabeza de Vaca: La aventura de amar a Dios y servir a España

En estos momentos de crisis apática, viene bien recordar la figura de un antepasado nuestro, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, quien, apoyándose firmemente en la fe, convirtió uno de los mayores desastres de la Historia en nada menos que el descubrimiento de la mitad de lo que hoy día son los Estados Unidos, desde Florida hasta California, bautizando de camino a decenas de miles de indios. Escribe don Juan Sánchez Galera, autor del libro El último caballero (ed. Sekotia)

Juan Sánchez Galera
Monumento a Cabeza de Vaca en Houston, Texas (Estados Unidos)

No se puede explicar la intrepidez que caracterizó la vida de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, sin antes hacer mención a su gran antepasado: un vulgar pastor de cabras de Sierra Morena, llamado Martín Alhaja, que, en 1212, en la batalla de las Navas de Tolosa, accedió hasta el mismísimo Alfonso VIII de Castilla para convencerle de cuál había de ser la táctica ideal para, con apenas 60.000 cristianos agotados, luchar contra los más de 200.000 almohades descansados y bien parapetados: atacar desde una ventajosa meseta debidamente señalizada por el pastor clavando en su entrada una estaca coronada por una llamativa calavera de vaca. Tras la victoria, el rey le hizo trocar al pastor su cayado por la espada, y el sayal por la cota de maya, ordenándolo caballero con el nuevo apellido de Cabeza de Vaca.

Durante los siglos siguientes, el nuevo linaje de caballeros se asentará en Jerez de la Frontera, y es allí donde nace Álvar. En 1512, Álvar parte para Italia, y allí luchará por el control del Milanesado, enfrentándose a la engreída caballería francesa. De regreso a Sevilla, se reincorpora al servicio de la Casa Ducal, donde el nuevo duque le nombra caballero. En 1520, cuando salta la rebelión de los comuneros, Álvar recibe el encargo de recuperar el Alcázar de Sevilla. Y, concluido el problema de los comuneros, Álvar intercepta, en el Puente de la Reina, a la retaguardia del ejército francés, que se había lanzado a la conquista de Pamplona.

Un infinito de posibilidades

En estos años, las Indias ya no son un puñadillo de islas, sino todo un infinito de posibilidades; las Américas se muestran ahora como la única posibilidad de Álvar de hacer honor al apellido que se ha jurado honrar. En 1527, Álvar es nombrado tesorero real en la expedición que Don Pánfilo de Narváez está preparando para la conquista de la Florida.

Nada más arribar la expedición a Santo Domingo, una cuarta parte de los hombres desertan; y, al llegar a Cuba, unas tormentas les sorprenden, perdiendo un barco y casi un centenar de hombres. Es el principio de una larga serie de desastres, que se acentúan al llegar a la Bahía de Tampa, desde donde se adentran al descubrimiento de la Florida. Allí, el hambre, la enfermedad y las flechas serán sus compañeros inseparables. Meses más tarde, se da por finalizada la exploración como el más absoluto de los desastres; de nuevo, en la Bahía de Tampa, sólo queda la opción de una vuelta deshonrosa, pero los barcos ya no están allí. Seguramente, les han dado por muertos.

No queda otra opción que utilizar las corazas, espadas, herraduras, y hasta lo más inimaginable, para fabricar nuevos barcos con los que retornar, antes de que los indios, que les atacan todas las noches en la playa con flechas envenenadas, acaben con el último de ellos. Los escasos supervivientes se comen el último caballo que les queda el mismo día que se echan a la mar con los primeros barcos fabricados en lo que hoy día son los Estados Unidos. A los pocos días de partir, el agua se echa a perder, muriendo buena parte de la tripulación. Otros tantos morirán flechados por los indios, y ya los últimos desaparecerán tragados por las corrientes de un inmenso río al que los indios llaman Missisipi.

Con apenas ya un par de docenas de hombres, Álvar consiguió desembarcar en una isla -la actual San Luis-, en la que quedaron a merced de los indios como esclavos durante seis años. Sin embargo, Álvar consiguió una notable capacidad de movimiento, tras granjearse su confianza como médico y comerciante.

Es entonces cuando Álvar busca a los supervivientes que todavía puedan quedar, pero sólo encuentra tres: Andrés Dorantes, Alonso del Castillo y Estebanico, apodado el Negro. Con ellos, empieza el camino de vuelta a casa recorriendo, en un periplo de cinco años, los actuales Estados de Louisiana, Texas, Nuevo México, Arizona, y California. Las muchas dificultades que encontraron no fueron obstáculo a Álvar para ganarse la confianza de los diversos pueblos indios, hasta el punto de precederle siempre su fama por quienes empezaban a llamarle El hijo del sol.

En un convento de Sevilla

Cuando, después de 11 años y 18.000 kilómetros, consigue volver a tierra de cristianos, a Nueva España -el actual México-, lo hace rodeado de centenares de indios de las diversas tribus Apaches, que le seguían embelesados escuchándole hablar de que «todos los hombres somos hermanos en un mismo Dios Padre, que nos ama».

En 1539, Álvar regresa de nuevo a Sevilla, y en el remanso de un patio andaluz escribe Naufragios, un impresionante relato de sus aventuras en América, que llamó de tal forma la atención de Carlos V, que le nombró Gobernador del Río de la Plata. Con unos cincuenta años de aquel entonces (unos 80 de hoy), nuestro héroe parte a la pacificación de las actuales Argentina, sur de Brasil, Uruguay y Paraguay. Allí, conforme a las Leyes de Indias, su obsesión será la conquista pacífica y la conversión de los indios, pero las envidias lo devuelven a España cargado de cadenas. Tras ser condenado a destierro en Argel, Felipe II lo absuelve de los injustos cargos, y le recompensa nombrándolo Juez de la Casa de Contratación, cargo al que unos años más tarde renuncia, para entregar sus últimos días a Dios en un convento de Sevilla.

El último caballero
Autor:

Juan F. Sánchez Galera

Editorial:

Sekotia