I. Plenitud y definitividad de la revelación de Jesucristo - Alfa y Omega

I. Plenitud y definitividad de la revelación de Jesucristo

El Santo Padre Juan Pablo II, en la audiencia del día 16 de junio del año 2000, concedida al Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Joseph Ratzinger, ratificó y confirmó, con ciencia cierta y con su autoridad apostólica, la Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesús y de la Iglesia, y ordenó esta Declaración, cuyo texto integro Alfa y Omega ofrece a sus lectores

Papa Juan Pablo II
Iglesia de San Clemente de Taüll (Cataluña, siglo XII)
Iglesia de San Clemente de Taüll (Cataluña, siglo XII).

I. PLENITUD Y DEFINITIVIDAD DE LA REVELACIÓN DE JESUCRISTO

5. Para poner remedio a esta mentalidad relativista, cada vez más difundida, es necesario reiterar, ante todo, el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo. Debe ser, en efecto, firmemente creída la afirmación de que en el misterio de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, el cual es el Camino, la Verdad y la Vida (cf. Jn 14, 6), se da la revelación de la plenitud de la verdad divina: Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar (Mt 11, 27). A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha revelado (Jn 1, 18); porque en Él reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2, 9-10).

Fiel a la palabra de Dios, el Concilio Vaticano II enseña: La verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación[9]. Y confirma: Jesucristo, el Verbo hecho carne, «Hombre enviado a los hombres», «habla palabras de Dios» (Jn 3, 34) y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió (cf. Jn 5, 36; 17, 4). Por tanto, Jesucristo —ver al cual es ver al Padre (cf. Jn 14, 9)—, con su total presencia y manifestación, con palabras y obras, señales y milagros, sobre todo con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos, y finalmente, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con el testimonio divino […] La economía cristiana, como la alianza nueva y definitiva, nunca cesará; y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo (cf. 1 Tm 6, 14; Tit 2, 13)[10].

Por esto, la encíclica Redemptoris missio propone nuevamente a la Iglesia la tarea de proclamar el Evangelio, como plenitud de la verdad: En esta Palabra definitiva de su revelación, Dios se ha dado a conocer del modo más completo; ha dicho a la Humanidad quién es. Esta autorrevelación definitiva de Dios es el motivo fundamental por el que la Iglesia es misionera por naturaleza. Ella no puede dejar de proclamar el Evangelio, es decir, la plenitud de la verdad que Dios nos ha dado a conocer sobre sí mismo[11]. Sólo la revelación de Jesucristo, por lo tanto, introduce en nuestra historia una verdad universal y última que induce a la mente del hombre a no pararse nunca[12].

6. Es, por lo tanto, contraria a la fe de la Iglesia la tesis del carácter limitado, incompleto e imperfecto de la revelación de Jesucristo, que sería complementaria a la presente en las otras religiones. La razón que está a la base de esta aserción pretendería fundarse sobre el hecho de que la verdad acerca de Dios no podría ser acogida y manifestada en su globalidad y plenitud por ninguna religión histórica, por lo tanto, tampoco por el cristianismo ni por Jesucristo.

Esta posición contradice radicalmente las precedentes afirmaciones de fe, según las cuales en Jesucristo se da la plena y completa revelación del misterio salvífico de Dios. Por lo tanto, las palabras, las obras y la totalidad del evento histórico de Jesús, aun siendo limitados en cuanto realidades humanas, sin embargo, tienen como fuente la Persona divina del Verbo encarnado, verdadero Dios y verdadero hombre[13] y por eso llevan en sí la definitividad y la plenitud de la revelación de las vías salvíficas de Dios, aunque la profundidad del misterio divino en sí mismo siga siendo trascendente e inagotable. La verdad sobre Dios no es abolida o reducida porque sea dicha en lenguaje humano. Ella, en cambio, sigue siendo única, plena y completa porque quien habla y actúa es el Hijo de Dios encarnado. Por esto, la fe exige que se profese que el Verbo hecho carne, en todo su misterio, que va desde la encarnación a la glorificación, es la fuente, participada mas real, y el cumplimiento de toda la revelación salvífica de Dios a la Humanidad[14], y que el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo, enseña a los Apóstoles, y por medio de ellos a toda la Iglesia de todos los tiempos, la verdad completa (Jn 16, 13).

7. La respuesta adecuada a la revelación de Dios es la obediencia de la fe (Rm 1, 5: Cf. Rm 16, 26; 2 Co 10, 5-6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando «a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad», y asistiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él[15]. La fe es un don de la gracia: Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da «a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad»[16].

La obediencia de la fe conduce a la acogida de la verdad de la revelación de Cristo, garantizada por Dios, quien es la Verdad misma[17]. La fe es, ante todo, una «adhesión personal» del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente «el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado»[18]. La fe, por lo tanto, don de Dios y virtud sobrenatural infundida por Él[19], implica una doble adhesión: a Dios que revela y a la verdad revelada por Él, en virtud de la confianza que se le concede a la persona que la afirma. Por esto, no debemos creer en ningún otro que no sea Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo[20].

Debe ser, por lo tanto, firmemente retenida la distinción entre la fe teologal y la creencia en las otras religiones. Si la fe es la acogida en la gracia de la verdad revelada, que permite penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensión coherente[21], la creencia en las otras religiones es esa totalidad de experiencia y pensamiento que constituyen los tesoros humanos de sabiduría y religiosidad, que el hombre, en su búsqueda de la verdad, ha ideado y creado en su referencia a lo divino y al Absoluto[22].

No siempre tal distinción es tenida en consideración en la reflexión actual, por lo cual a menudo se identifica la fe teologal, que es la acogida de la verdad revelada por Dios Uno y Trino, y la creencia en las otras religiones, que es una experiencia religiosa todavía en búsqueda de la verdad absoluta, y carente todavía del asentimiento a Dios que se revela. Éste es uno de los motivos por los cuales se tiende a reducir, y a veces incluso a anular, las diferencias entre el cristianismo y las otras religiones.

'Maiestas Domini'. Panteón Real de San Isidoro, León (siglo XII)
Maiestas Domini. Panteón Real de San Isidoro, León (siglo XII).

8. Se propone también la hipótesis acerca del valor inspirado de los textos sagrados de otras religiones. Ciertamente es necesario reconocer que tales textos contienen elementos gracias a los cuales multitud de personas, a través de los siglos, han podido y todavía hoy pueden alimentar y conservar su relación religiosa con Dios. Por esto, considerando tanto los modos de actuar como los preceptos y las doctrinas de las otras religiones, el Concilio Vaticano II -como se ha recordado antes- afirma que, por más que discrepen en mucho de lo que ella [la Iglesia] profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres[23].

La tradición de la Iglesia, sin embargo, reserva la calificación de textos inspirados a los libros canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento, en cuanto inspirados por el Espíritu Santo[24]. Recogiendo esta tradición, la Constitución dogmática sobre la divina Revelación del Concilio Vaticano II enseña: La santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn 20, 31; 2 Tm 3, 16; 2 Pe 1, 19-21; 3, 15-16), tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia[25]. Esos libros enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras de nuestra salvación[26].

Sin embargo, queriendo llamar a sí a todas las gentes en Cristo y comunicarles la plenitud de su revelación y de su amor, Dios no deja de hacerse presente en muchos modos, no sólo en cada individuo, sino también en los pueblos, mediante sus riquezas espirituales, cuya expresión principal y esencial son las religiones, aunque contengan «lagunas, insuficiencias y errores»[27]. Por lo tanto, los libros sagrados de otras religiones, que de hecho alimentan y guían la existencia de sus seguidores, reciben del misterio de Cristo aquellos elementos de bondad y gracia que están en ellos presentes.