«Eres una vergüenza para España» - Alfa y Omega

«Eres una vergüenza para España»

La caída de la noche es un momento de mucha tensión para las personas sin hogar. Y no solo por el frío. Quien no ha sufrido una paliza ha visto como al de al lado intentaban quemarle vivo mientras dormía

Ricardo Benjumea
Charles P., rociado con gasolina y quemado mientras dormía en Málaga en diciembre de 2001. Logró sobrevivir. Foto: EFE/Rafael Díaz

Rafael Santamaría tenía 32 años cuando, en agosto de 2009, un grupo de jóvenes se lo encontró durmiendo en un fotomatón en Madrid. Lo siguiente que recuerda este zamorano es despertarse en un hospital. Le habían reventado a patadas el cráneo. Tenía suerte de seguir con vida, pero perdió la movilidad en parte de su cuerpo, además del habla.

El Movimiento contra la Intolerancia (MCI) llevó su caso a los tribunales. Esta entidad ha documentado 22 asesinatos desde 1992 de personas sin hogar, excluyendo casos como el de la dominicana Lucrecia Pérez, asesinada en Aravaca (Madrid) por el color de su piel, o la transexual Sonia Palmer, apaleada por unos individuos hasta la muerte en el parque de la Ciudadela de Barcelona.

Antonio Micol, George Muluta, Miguel García, María del Rosario Endrinal, Said Tarhaoui… son algunos de esos nombres que el MCI ha luchado por evitar que caigan en el olvido. Paralelamente, la ONG documenta el reguero constante de personas apaleadas o rociadas con gasolina y quemadas mientras dormían en la calle pero que han tenido la suerte de poder contarlo. La mayoría de las agresiones no sale a la luz pública, advierte el presidente del MCI, Esteban Ibarra, también secretario general del Consejo de Víctimas de Delitos de Odio y Discriminación, constituido por una veintena de ONG. Los casos quedan archivados como reyertas entre indigentes, nada que a nadie le interese. «Pero a veces –añade– hay indicios como que el cadáver ha aparecido en un cubo de basura, algo muy característico de los grupos neonazis», que así buscan expresar su desprecio por estas personas. El MCI visita además hospitales para detectar crímenes de odio y ofrecer asistencia a las víctimas, un modus operandi pionero en Europa, oficializado desde hace dos años mediante un convenio con la Secretaría General de Inmigración y Emigración.

«¿Por qué me tratan así?»

La modalidad de crimen de odio dirigida contra los transeúntes tiene desde diciembre un nombre reconocido en el mundo de habla hispana: aporofobia, la «fobia a las personas pobres o desfavorecidas». Nunca antes había sido tan celebrada por el tercer sector una decisión de la Real Academia de la Lengua. La fundación RAIS, la primera organización en España para la erradicación del sinhogarismo, lo considera una oportunidad para poner el foco sobre una realidad a la vez «brutal» e «invisible», en palabras de Cristina Hernández, responsable del departamento de Incidencia.

A través del Informe Hatento, RAIS ha elaborado la primera aproximación empírica a la violencia que, según este estudio, han sufrido el 47 % de las 31.000 personas sin hogar en nuestro país. El 60 % de las agresiones se produjeron mientras las víctimas dormían; en dos terceras partes de los casos los hechos fueron presenciados por testigos, que como norma general no prestaron ninguna ayuda (excluidos como testigos otras personas sin hogar, un 80 % pasó de largo, y solo un 2,7 % llamó a la Policía). El 10 % de los agresores resultaron ser miembros de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad, un factor que disuade de presentar denuncias, unido a que, en un 70 % de los casos, la atención recibida en la comisaría fue «poco o nada satisfactoria». En los 114 casos pormenorizadamente recogidos en su investigación por RAIS, solo 15 víctimas presentaron denuncia. Ninguna acabó en sentencia condenatoria.

Una de las líneas de acción de RAIS es ejercer una interlocución entre estas personas y la Policía. La organización ha llevado también a cabo programas de formación en derechos humanos para el personal de las Fuerzas de Seguridad.

Para Cristina Hernández es igualmente necesario cambiar la percepción ciudadana. «Hay que romper mitos. Algunos evitan pasar por la noche por donde hay personas sin hogar durmiendo. Presuponemos que nos van a robar; las ponemos en la lista de agresores potenciales, no de víctimas, cuando la realidad es que estas personas viven atemorizadas, especialmente por la noche». Algunas se dedican a pasear durante esas horas. Otras se han acostumbrado a dormir con un ojo abierto.

Los mensajes de hostilidad que reciben son habituales. El informe Hatento recoge expresiones como «si volvemos a verte por aquí te quemamos vivo»; «aquí no puedes dormir porque das mala imagen»; «yonqui de mierda»; «vete a tu país»; «eres una vergüenza para España»…

Pero lo que más les duele a estas personas no es siempre el insulto grueso. Lo que terminó de hundir, por ejemplo, a un hombre de 53 años que llevaba tres meses en la calle fue que una mujer le dijera simplemente: «Qué asco das», mientras él recogía sus pertenencias tras pasar la noche en un cajero.

«Me siento furioso. Soy una persona como ellos pero que he tenido mala suerte de perder a mi familia. ¿Por qué me tratan así?», dice un joven de 24 años que perdió a sus padres y a su hermana en un accidente y estuvo tutelado por la Administración hasta que cumplió los 18 y se vio de golpe en la calle.

Víctimas que ayudan a otras víctimas

Más que de miedo, Esteban Ibarra se ha encontrado con reacciones de verdadero pánico ante la sugerencia de denunciar un crimen de odio. Mientras visitaba a un joven subsahariano, Patrick, con su cuerpo quemado prácticamente al completo, conoció en la unidad de quemados a un hombre sin hogar cuyo caso no había llamado la atención de nadie, atribuido a la agresión de «unos gamberros». Al presidente del Movimiento contra la Intolerancia le bastaron un par de preguntas para intuir que detrás había un grupo neonazi. Por su experiencia, constata que en muchos casos atribuidos por la Policía a «jóvenes de fiesta» aparecen vínculos con grupos de ultraderecha cuando se indaga en la historia. Su sorpresa fue que, en cuanto se pudo poner en pie, aquel hombre abandonó a hurtadillas el hospital. «No se fían de nadie: ni de la Policía, ni de las instituciones, ni siquiera de las ONG. Saben que nadie les va a creer. Su estrategia defensiva es cambiar de barrio. El anonimato. Pasar desapercibidos». Especialmente cuando no dominan el idioma o padecen alcoholismo y adicciones.

Para sortear ese muro de incomunicación Ibarra y sus colaboradores ofrecen la máxima empatía a la víctima. Buena parte del personal del MCI ha perdido incluso a amigos y familiares en crímenes de odio. Es el caso de la hija de Lucrecia Pérez o de otra compañera cuyo hermano fue asesinado por motivos racistas en Costa Polvoranca (Alcorcón, Madrid).

«No es fácil», dice Ibarra. «La víctima, cuando ya ha superado el juicio, tiende a cerrar el caso. Por eso hay que agradecerles a ellas que hagan esta pedagogía: mostrar que la venganza no es una alternativa. Que contra el odio, contra la ignorancia, hay que levantar la bandera de la tolerancia, de la dignidad y de los derechos humanos».

Así se cierra el círculo. La víctima que al principio no se atrevía a denunciar acaba ayudando a otras personas golpeadas por el odio. Es la manera –dice el presidente del MCI– de hacer que funcione de verdad el Estado de Derecho, y de que se genere una confianza en las instituciones, que es lo que se consigue cuando se ponen del lado de las víctimas».

«Te doy cinco euros si…»

Las mujeres son una minoría entre las personas sin hogar (el 20 %), pero sufren formas muy duras de violencia. Algunas han sido brutalmente violadas, según recoge el informe Hatento. Las situaciones de acoso son continuas, junto a proposiciones del tipo: «Te doy un euro por aparcar, pero si me la chupas te doy cinco». Las hay que, a cambio de poder dormir bajo techo una noche y asearse, acceden a ese tipo de demandas. Otras, como estrategia defensiva, mantienen relaciones no deseadas con hombres que viven como ellas en la calle. En sus respuestas a la encuesta se superponen sentimientos de miedo, culpa y vergüenza. La situación resulta todavía más dolorosa al comprobar la realidad de la que proceden. «Los datos del INE nos dicen que aproximadamente una de cada cuatro mujeres ha acabado en la calle por haber sufrido violencia ellas o sus hijos», explica Cristina Hernández, de RAIS. «Nuestra impresión, cuando hablamos con ellas, es que todas tienen detrás un cuadro de violencia, familiar o de otro tipo».

Los salidos, los insultos…

Laura, Ana y Natalia (nombres cambiados) desayunan en el comedor del Ave María. Las tres han sufrido, de una forma u otra, la violencia y el rechazo. Uno de los incidentes que más recuerda Laura tuvo lugar a la entrada del cine Capitol, en la Gran Vía madrileña. «Yo estaba en mi saco de dormir y pedí un cigarro a un señor que entró a mirar la cartelera. Me dijo: “Si me enseñas una teta te doy un euro”. Hay mucho salido. En general los maderos te ayudan. Luego, claro, hay otros polis hijos de… que también te pegan».

A Ana y su marido los han echado petardos, han orinado encima, lanzado botellas… Pero también duelen las miradas de desprecio y los insultos. «Parece que por estar en la calle ya eres una yonqui, da igual que lo seas o no. Les pides cualquier cosa y las mujeres se agarran el bolso. No se paran a pensar qué problemas has tenido para acabar ahí», lamenta antes de narrar, de forma entrecortada, una vida llena de malos tratos, rupturas familiares y enfermedades. «Yo ya no tengo ganas de vivir», concluye.

Natalia y sus hijos no viven en la calle, pero ella ha tenido que mendigar alguna vez en la puerta de algún centro comercial. «Me han llamado pedigüeña, negra, me han dicho que no valgo nada y que me vaya a mi país porque aquí venimos a quitar el trabajo –recuerda–. Oye, no es culpa mía que no haya trabajo, es el Gobierno que ha hecho las leyes mal».

M. M. L.