Introducción
El Santo Padre Juan Pablo II, en la audiencia del día 16 de junio del año 2000, concedida al Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Joseph Ratzinger, ratificó y confirmó, con ciencia cierta y con su autoridad apostólica, la Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesús y de la Iglesia, y ordenó esta Declaración, cuyo texto integro Alfa y Omega ofrece a sus lectores
Introducción
1. El Señor Jesús, antes de ascender al cielo, confió a sus discípulos el mandato de anunciar el Evangelio al mundo entero y de bautizar a todas las naciones: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado (Mc 16, 15-16); Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 18-20; cf. también Lc 24, 46-48; Jn 17, 18; 20, 21; Hch 1, 8).
La misión universal de la Iglesia nace del mandato de Jesucristo y se cumple en el curso de los siglos en la proclamación del misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y del misterio de la encarnación del Hijo, como evento de salvación para toda la Humanidad. Es éste el contenido fundamental de la profesión de fe cristiana: Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador de cielo y tierra […] Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial con el Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato: padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin. Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro[1].
2. La Iglesia, en el curso de los siglos, ha proclamado y testimoniado con fidelidad el Evangelio de Jesús. Al final del segundo milenio, sin embargo, esta misión está todavía lejos de su cumplimiento[2]. Por eso, hoy más que nunca, es actual el grito del apóstol Pablo sobre el compromiso misionero de cada bautizado: Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! (1 Co 9, 16). Eso explica la particular atención que el Magisterio ha dedicado a motivar y a sostener la misión evangelizadora de la Iglesia, sobre todo en relación con las tradiciones religiosas del mundo[3].
Teniendo en cuenta los valores que éstas testimonian y ofrecen a la Humanidad, con una actitud abierta y positiva, la Declaración conciliar sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas afirma: La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y las doctrinas, que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres[4]. Prosiguiendo en esta línea, el compromiso eclesial de anunciar a Jesucristo, el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6), se sirve hoy también de la práctica del diálogo interreligioso, que ciertamente no sustituye, sino que acompaña la missio ad gentes, en virtud de aquel misterio de unidad, del cual deriva que todos los hombres y mujeres que son salvados participan, aunque en modos diferentes, del mismo misterio de salvación en Jesucristo por medio de su Espíritu[5]. Dicho diálogo, que forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia[6], comporta una actitud de comprensión y una relación de conocimiento recíproco y de mutuo enriquecimiento, en la obediencia a la verdad y en el respeto de la libertad[7].
3. En la práctica y profundización teórica del diálogo entre la fe cristiana y las otras tradiciones religiosas, surgen cuestiones nuevas, las cuales se trata de afrontar recorriendo nuevas pistas de búsqueda, adelantando propuestas y sugiriendo comportamientos, que necesitan un cuidadoso discernimiento. En esta búsqueda, la presente Declaración interviene para llamar la atención de los obispos, de los teólogos y de todos los fieles católicos sobre algunos contenidos doctrinales imprescindibles, que puedan ayudar a que la reflexión teológica madure soluciones conformes al dato de la fe, que respondan a las urgencias culturales contemporáneas.
El lenguaje expositivo de la Declaración responde a su finalidad, que no es la de tratar en modo orgánico la problemática relativa a la unicidad y universalidad salvífica del misterio de Jesucristo y de la Iglesia, ni el proponer soluciones a las cuestiones teológicas libremente disputadas, sino la de exponer nuevamente la doctrina de la fe católica al respecto. Al mismo tiempo, la Declaración quiere indicar algunos problemas fundamentales que quedan abiertos para ulteriores profundizaciones, y confutar determinadas posiciones erróneas o ambiguas. Por eso el texto retoma la doctrina enseñada en documentos precedentes del Magisterio, con la intención de corroborar las verdades que forman parte del patrimonio de la fe de la Iglesia.
4. El perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto hoy en peligro por teorías de tipo relativista, que tratan de justificar el pluralismo religioso, no sólo de facto, sino también de iure (o de principio). En consecuencia, se retienen superadas, por ejemplo, verdades tales como el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo, la naturaleza de la fe cristiana con respecto a la creencia en las otra religiones, el carácter inspirado de los libros de la Sagrada Escritura, la unidad personal entre el Verbo eterno y Jesús de Nazaret, la unidad entre la economía del Verbo encarnado y del Espíritu Santo, la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo, la mediación salvífica universal de la Iglesia, la inseparabilidad -aun en la distinción- entre el Reino de Dios, el Reino de Cristo y la Iglesia, la subsistencia en la Iglesia católica de la única Iglesia de Cristo.
Las raíces de estas afirmaciones hay que buscarlas en algunos presupuestos, ya sean de naturaleza filosófica o teológica, que obstaculizan la inteligencia y la acogida de la verdad revelada. Se pueden señalar algunos: la convicción de la inaferrablilidad y la inefabilidad de la verdad divina, ni siquiera por parte de la revelación cristiana; la actitud relativista con relación a la verdad, en virtud de lo cual aquello que es verdad para algunos no lo es para otros; la contraposición radical entre la mentalidad lógica atribuida a Occidente y la mentalidad simbólica atribuida a Oriente; el subjetivismo de quien, considerando la razón como única fuente de conocimiento, se hace incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser[8]; la dificultad de comprender y acoger en la Historia la presencia de eventos definitivos y escatológicos; el vaciamiento metafísico del evento de la encarnación histórica del Logos eterno, reducido a un mero aparecer de Dios en la Historia; el eclecticismo de quien, en la búsqueda teológica, asume ideas derivadas de diferentes contextos filosóficos y religiosos, sin preocuparse de su coherencia y conexión sistemática, ni de su compatibilidad con la verdad cristiana; la tendencia, en fin, a leer e interpretar la Sagrada Escritura fuera de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia.
Sobre la base de tales presupuestos, que se presentan con matices diversos, unas veces como afirmaciones y otras como hipótesis, se elaboran algunas propuestas teológicas en las cuales la revelación cristiana y el misterio de Jesucristo y de la Iglesia pierden su carácter de verdad absoluta y de universalidad salvífica, o al menos se arroja sobre ellos la sombra de la duda y de la inseguridad.