20 años del nombramiento de monseñor Antonio María Rouco: Hombre de Dios a carta cabal - Alfa y Omega

20 años del nombramiento de monseñor Antonio María Rouco: Hombre de Dios a carta cabal

«El arzobispo es un hombre libre, capaz de buscar y lograr el diálogo y la colaboración de todos. Buen organizador, sabe movilizar todas las energías y recursos al servicio de la misión de la Iglesia y del bien común de la sociedad». El 29 de julio de 1994, en una Tercera de ABC, con el título Un nuevo arzobispo en Madrid, presentaba así el cardenal Suquía a monseñor Rouco, tras hacerse pública la noticia de que el hasta entonces arzobispo de Santiago le sucedería en la archidiócesis de Madrid. Éste es un amplio fragmento de aquel artículo:

Colaborador
Don Ángel Suquía y el joven obispo Antonio María Rouco, ante la catedral de Santiago de Compostela

El día 22 de julio de 1936, fiesta de Santa María Magdalena, al comienzo de la guerra civil española, es la fecha que una bala perdida dejó grabada en mí a fuego. Aquella bala dejó de un golpe sin vida, en el puente del Kursal de San Sebastián, el cuerpo frágil de mi hermana Josefa que, por la primavera, había cumplido sus quince graciosos años. Ese mismo día, a distancia de cincuenta y ocho años, se me comunicaba con sencillez y sobriedad -ni una palabra de más ni de menos- que el Santo Padre había aceptado la renuncia que yo había presentado. Y que había nombrado arzobispo de Madrid a monseñor Antonio María Rouco Varela, hoy arzobispo de Santiago. La noticia, tanto de la aceptación de la renuncia como la del nombramiento, habría de hacerse pública en Roma el 28 de julio a las doce horas del día. (…)

Con la publicación de la noticia el día 28 se han cortado por sí mismos todos los rumores que nos ponían más o menos nerviosos a todos. Ahora es cuestión de enfrentarnos activamente con la nueva realidad. Una es la venida del nuevo arzobispo de Madrid, en plena madurez de sus cincuenta y ocho años, por el camino de Santiago. Otra es la partida del arzobispo casi ochentón, que se va de Madrid a su tierra de origen, el País Vasco. Uno y otro lo hacemos en el nombre del Señor. Siempre han de estar activas, en ejercicio y acción, las virtudes teologales del cristiano: la fe la esperanza y la caridad. Sin ellas, el cristiano no se realiza en su vida, ni puede ser libre y feliz. (…)

¿Quién y cómo es el arzobispo que viene en nombre del Señor? Nos conocemos hace bastantes años. Entonces él era Vicerrector de la Universidad Pontificia de Salamanca. Vino a verme a Santiago, de paso para Villalba de Lugo, donde pensaba descansar unos días con la familia. El Concilio Pastoral de Galicia había abierto pocos meses antes su primera sesión general, con el esquema sobre el ministerio de la palabra o la educación de la fe. Le invité a participar en nuestro Concilio Pastoral como experto. Lo aceptó sin vacilaciones, vino, y nos dejó una gran impresión a todos. Era el otoño de 1974. El Vicerrector de Salamanca estaba estrenando por entonces sus treinta y seis años. Era un catedrático muy preparado en teología fundamental y Derecho canónico y civil. Discreto, familiar y cercano, un tanto tímido, hombre de Dios y de la Iglesia a carta cabal.

Veinte años después, yo destacaría en el nuevo arzobispo de Madrid su piedad cristiana, profundamente sentida y vivida en una familia de raíces gallegas y vascas. Su abuela materna había nacido en el caserío Aritz-Aundieta de Bidania, Guipúzcoa. Se llamaba Josefa Joaquín Otaegui. El arzobispo es un hombre libre, capaz de buscar y lograr el diálogo y la colaboración de todos. Buen organizador, sabe movilizar todas las energías y recursos al servicio de la misión de la Iglesia y del bien común de la sociedad. Yo admiro en él, entre otras cosas, su habilidad de salpicar las conversaciones con su poquito de sal, haciéndolas relajadas y graciosas.

Y del arzobispo que se va, ¿qué? (…) Puedo decir que estos once años vividos en Madrid han sido muy intensos. Quiero a Madrid, a sus gentes naturales, de aquí o venidas de toda España; quiero entrañablemente a sus comunidades cristianas, tan vivas muchas de ellas; a sus sacerdotes, a sus seminaristas; a sus religiosos y religiosas, que sirven a Dios y a los hombres con tanta generosidad; y a sus fieles seglares, hombres y mujeres que participan cada vez más vivamente en la vida y la misión de la Iglesia. He podido comprobar sus cualidades, su humanidad, su alma, que sabe abrirse caminos en medio de las dificultades de la vida de una gran ciudad. He palpado su sed de Dios, y el ardiente amor a Jesucristo y a la Iglesia de muchos de sus habitantes. Sé bien las posibilidades y las energías que hay en esta Iglesia para esa nueva evangelización a la que hoy somos llamados, y que los hombres necesitan para encontrarse a sí mismos, y para que la vida y la convivencia puedan ser plenamente humanas.

+ Ángel Suquía
Cardenal Arzobispo de Madrid