Unamuno: la filosofía de no morir - Alfa y Omega

Unamuno: la filosofía de no morir

Colaborador

Desde su conversión religiosa en 1897, el pensamiento de Unamuno gira en torno al gran anhelo que descubre en sí mismo y que no es simplemente el deseo de inmortalidad, sino lo que él, haciendo uso de una expresión del clásico espiritual español Alonso Rodríguez, llama apetito de divinidad. Su visión de la filosofía y la razón no fue una excepción. Por ello, no debe sorprendernos que, para él, la filosofía esté más cerca de la poesía, de la poiesis, de la creación, que de la ciencia, que incluso la considere casi poesía.

Mientras que la ciencia tiene su finalidad en los conocimientos, la filosofía tiene además una finalidad extrínseca a sí misma, pues trata del destino del hombre, de la actitud ante la vida y ante la realidad. Pero el destino, más que pensarse, se siente. Así pues, para Unamuno, el sentimiento ocupa, en el filosofar, un lugar central, incluso fundante. La filosofía, a primera vista, podría parecer responder a la necesidad que tiene el hombre de formarse una concepción unitaria y total de la vida y del universo y, como consecuencia de esta concepción, es como se formaría un sentimiento que lo llevase a una actitud íntima y a la acción. Pero, en su opinión, este sentimiento, no es la consecuencia, sino la causa de esa concepción.

El filósofo, lo mismo que el poeta, se encuentra, por tanto, con cuestiones que quedan fuera de los sentidos, que no son percibidas, sino sentidas, por tanto, cognoscibles por vía imaginativa, pues es necesario darles perceptibilidad para conocerlas o, lo que es lo mismo, es necesario crearle fiducialmente una forma a ese fondo que escapa a los sentidos externos. Por eso, para Unamuno, el filósofo, en la medida que actúa como poeta, como creador, nos da, antes que un sistema racional, un mundo por él personalizado: lo más de la metafísica es metalógica.

En la poética filosófica, lo propio es crear la perceptibilidad con la lógica. Hay un uso de ésta al que Unamuno llama, tal vez con poca fortuna, abogacía. En este modo, la lógica pretende demostrar algo; primero toma una tesis, y luego busca pruebas en que apoyarla. El filósofo es, por ello, un poeta de la abogacía trascendente, pues, como tesis, toma el sentimiento sobre la realidad y el destino humano, aunque el filósofo pueda no reconocerlo por estar afectado por el intelectualismo. Trata, por tanto, de justificar racionalmente algo que, según Unamuno, no es racional, pues el sentimiento ni nace de la razón ni ésta puede abarcarlo. Así pues, la filosofía es algo que hace el hombre entero, algo que no se hace solamente con la razón, sino con el corazón y la cabeza, y, por ello, la Historia de la filosofía viene ritmada por los vaivenes de la prevalencia de una y otro. Aunque, para Unamuno, la prelación debería de tenerla el corazón: «¿Hay una filosofía española, mi Don Quijote? Sí, la tuya, la filosofía de Dulcinea, la de no morir, la de creer, la de crear la verdad. Y esta filosofía ni se aprende en cátedras ni se expone por lógica inductiva ni deductiva, ni surge de silogismos, ni de laboratorios, sino surge del corazón. […] Todos los conceptos de vida, todos los conceptos eternos, manan del amor».

Filosofar para vivir

Como el filósofo es, ante todo, un hombre, filosofa para vivir. Y así el punto de partida de toda filosofía es personal y más práctico que teórico. Las grandes preguntas que el filósofo se hace son las del hombre, las del origen personal y el de todo, las de su destino y el significado de ello. Pero, sobre todo, está el para qué; porque nos interesa saber a dónde vamos, queremos saber de dónde venimos. «¿Por qué quiero saber de dónde vengo y a dónde voy, de dónde viene y a dónde va lo que me rodea, y qué significa todo esto? Porque no quiero morirme del todo, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene sentido». Por ello, la metafísica, para él, solamente tiene valor en la medida en que trata de explicar cómo puede realizarse o no el deseo de eternidad, cómo puede saciarse o no el apetito de divinidad. Siempre habrá -piensa- dos metafísicas en conflicto, una racional y otra vital; desde aquélla, el último para qué y el último porqué son inasequibles y absurdos, pero, desde una posición vital, éstas son cuestiones insoslayables: «Y la Causa Suprema, Dios, ¿qué es sino el Supremo Fin?» Así, desde el anhelo de divinidad, Unamuno nos invita a que, en poética creación, la filosofía se abra a Dios, para él, el único garante de vida eterna y, por eso, de sentido en la presente.

Alfonso García Nuño