Ser voluntario es darse uno mismo - Alfa y Omega

Ser voluntario es darse uno mismo

Quien no se da a sí mismo da demasiado poco. Queremos jugar con los niños huérfanos, queremos sentar a un pobre a nuestra mesa, queremos construir dispensarios en mitad del desierto, pero ¿cuántas veces nos preguntamos si a quien necesitan es a mí? Ante el Día Internacional del Voluntariado, responde a estas preguntas el director de Formación de la Fundación IUVE y Vicepresidente de la Federación de Entidades de Voluntariado de la Comunidad de Madrid

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A nadie le pasa desapercibido —y aún menos en tiempos de crisis económica— que nuestra sociedad está sustentada por un modelo que crea, tolera y amplifica las desigualdades sociales. Rápidamente advertimos que hay un sistema de precios cuestionado y un sistema de valores a veces olvidado. También a veces se tiende a confundir estos dos sistemas y convertimos en un problema de números lo que es, ante todo, una cuestión de principios. Un sistema de valores —aunque a algunos huela a armario viejo y naftalina— es algo que toda persona configura a lo largo de su vida. Otorgamos valor a unas realidades y luego damos primacía a unas frente a otras, del modo más natural. Otra cosa es descubrir cuál es la realidad más valiosa que las orienta, dando un determinado sentido a nuestra vida y a nuestros actos. Sin embargo, este descubrimiento es fundamental para hacer de nuestra vida algo extraordinario.

El Día Internacional del Voluntariado nos recuerda una tarea fundamental, llevada a cabo por millones de personas en el mundo: entregarse a los demás. Puede que pensemos que nuestra ayuda más eficaz ha de ser de tiempo o de dinero. Ambos son muy necesarios, pero insuficientes, si falta la entrega personal… Escucho preguntar con frecuencia si se ha hecho notar la crisis en los fondos que reciben las organizaciones del Tercer Sector. Antes de responder, suelo hacer un breve silencio, en el que me pongo a pensar en la generosidad y en la gratuidad de la entrega de los voluntarios. Y diciendo lo que pienso, añado que otro ingrediente fundamental es la creatividad. Esa misma creatividad de la que hacen glorioso alarde los más castigados por la miseria, por la pobreza, por los regímenes totalitarios y por tantas otras penurias de nuestro tiempo. ¿No sería irónico que pretendiéramos ayudarles nosotros de otra forma, a ellos que saben ser felices en lo poco, y que desafían a la vida con las manos en la tierra y con los ojos vueltos a la Providencia?

«La comunidad de amor», de la que habla Benedicto XVI en su primera encíclica (Deus caritas est), es «una expresión de un amor que busca el bien integral en el ser humano». Así, quien quiera hacer de su amor a los demás una donación de ese bien integral, comprenderá que, con lo que dé, tiene que darse a sí mismo, sin reservarse nada para sí. Nos podremos comprometer con una tarea o con una organización, pero si no estamos dispuestos a salir de nosotros mismos, con nuestras virtudes y con nuestras miserias, corremos el riesgo de hacer ineficaces los proyectos más viables. Queremos jugar con los niños huérfanos, queremos sentar a un pobre a nuestra mesa en Navidad, queremos construir dispensarios en mitad del desierto, pero ¿cuántas veces nos preguntamos si a quien necesitan es a mí? También en esto, los voluntarios y todas las demás personas que han consagrado su vida a los demás pueden ayudarnos a comprender que el misterio de la entrega reside en la entrega total, así como Cristo entregó su vida por todos los hombres. De la colaboración surge la experiencia, pero de la entrega integral puede surgir la vocación, como respuesta a la interpelación que la vida me hace a través de los demás.

Además, la verdadera donación de uno mismo nos ayuda a vivir el servicio a los demás con mayor autenticidad. En ocasiones, podemos correr el riesgo de ver en la autosatisfacción una de las únicas motivaciones para seguir haciendo algo por los demás. No cabe duda que quien se da a sí mismo, lejos de perderse, se encuentra a él y al otro. Pero esta riqueza es el resultado de la búsqueda sincera de encontrarme con el otro, no algo a lo que yo deba tender como a un fin.

Tampoco sólo nuestra entrega resulta suficiente para rescatar el verdadero espíritu de comunión que se nos pide para estos tiempos. Incluso en los grupos más predispuestos vamos a encontrar momentos de desánimo y de fracaso. Aun cuando hayamos descubierto un ideal valioso que oriente nuestra vida, si pensamos que ya lo hemos alcanzado todo, estaremos a un paso de arrojar la toalla. Esto sucede a menudo cuando se quieren cambiar las cosas, cuando se pretende transformar la sociedad y sólo pensamos que basta con cambiar las estructuras o continuar aquello que otros empezaron, como si nuestra vida tratara sólo con cosas hechas.

Una conquista diaria

Nuestra vida es una conquista diaria. Cada día tenemos que renovar nuestro a cada una de las realidades valiosas con las que nos comprometemos. Y lejos de pensar que sea sólo para cada uno de nosotros, quien hace de su vida una conquista, descubre que su vida es más libre y más plena cuanto más la orienta a los demás, cuanto más hace de su felicidad el buscar la felicidad de los demás.

ón, haciendo eco del pensamiento del gran filósofo personalista, Martin Buber. Al situarme en relación, los dos nos ponemos al mismo nivel -nadie se sitúa en inferioridad o en superioridad- y se hace posible el diálogo. Al situarme en relación, se entiende mucho mejor que la forma más auténtica de dar es darse uno mismo. También se entiende por qué solemos recibir más de lo que damos y por qué ese diálogo debe ser algo vivo, renovado cada día. Ahora bien, lo que el cristiano encuentra aquí con mayor lucidez es el sentido de la verdadera esperanza. Porque quien ha vuelto su mirada hacia los demás y se ha encontrado con ellos -y en ese encuentro los ha amado de verdad-, tiene preparado el corazón para encontrarse con Cristo y reconocer -como dice también Benedicto XVI en su encíclica Spe salvi– que «la verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y nos sigue amando hasta el extremo, hasta el total cumplimiento».

Manuel Rupérez

El perfil del voluntario

España cuenta con más de un millón de voluntarios, personas que regalan su tiempo y su vida a los demás, a través de alguna organización. El perfil más habitual es el de una mujer menor de cuarenta años, con estudios superiores y empleada en el sector sanitario. En términos generales, el compromiso de los voluntarios y de las organizaciones en que colaboran está llamado a ser cauce de transformación social, en una búsqueda real y constante por un mundo más justo.

En primer lugar, contamos con el ejemplo de este más de un millón de personas. En estos días es justo reconocer y valorar adecuadamente su trabajo, silenciado a veces por actos conmemorativos que hacen más visibles a las organizaciones que a los propios voluntarios.

Aunque muchas de estas personas colaboran con la Iglesia, otras llevan a cabo su trabajo a través de otros cauces. A todas nos une el lenguaje de la solidaridad, que además de una palabra omnipresente y biensonante, es un cauce común para dirigir nuestros esfuerzos a quienes más lo necesitan. El mismo Papa hace notar en su primera encíclica que la solidaridad es uno de los valores más presentes en la sociedad civil y, por tanto, una oportunidad para estar cerca de todos los hombres.

En tercer lugar, sabemos que esta solidaridad tiene para el cristiano un sentido muy particular. Al reconocer que viene de Dios el amor con el que ama a los hombres, siente inexcusable la entrega total de sí hacia los demás, en cada cosa que hace. Por eso, en este tiempo de Adviento, si el ejemplo de otros hombres y mujeres nos lleva a dar a los demás lo mejor que tenemos —nosotros mismos—, reconozcamos sin miedo a Cristo, que nos dice: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado».