Peticiones en el corazón de París - Alfa y Omega

Cayó recientemente en mis manos un libro agotado hace tiempo y escrito por uno de los más grandes escritores católicos del siglo XX, el francés Jean Guitton. Su título lleva en francés una dirección en París, 140 rue du Bac, aunque en español fue distribuido como La superstición superada. Curiosa obra de reflexión histórica, filosófica y teológica. Todo gira en él hacia un acontecimiento sucedido en París el 27 de noviembre de 1830 precedido de otro similar en el 19 de julio del mismo año. Se trata de la aparición de la Virgen a la religiosa de las hijas de la Caridad, sor Catalina Labouré, y que marcó comienzo de la devoción de casi dos siglos a la medalla milagrosa. Fue en 1830, unos antes y después de la revolución de julio, que puso fin a la monarquía absoluta de los Borbones y llenó París de barricadas anunciando el nuevo mundo de los liberalismos y los nacionalismos. Pero, pese a todo, el hecho tuvo lugar en un país supuestamente emancipado de las supersticiones y en el que imperaba la razón. La era del positivismo de Comte y del socialismo tecnocrático de Saint Simon conocía sus mejores tiempos.

Sucedió en una pequeña capilla del Barrio Latino, que no llama mucho la atención externamente, y que se encuentra cercana a otros conventos e iglesias, en lo que Guitton llamaba el barrio místico de París. La Ciudad Luz precedió a otros lugares de Francia, como La Salette y Lourdes, en la crónica de las apariciones marianas. En pocos años se difundirá la devoción por Francia y por todo el mundo, y el pueblo sencillo calificará a su símbolo de medalla milagrosa. Con todo, alguien podría preguntarse como un intelectual de la talla de Guitton, amigo de papas como Juan XXIII y Pablo VI, y el único laico que tomó la palabra ante los padres conciliares, dedicó un libro a una devoción mariana que algunos, por un deseo de renovación eclesial mal comprendida, hubieran querido arrinconar. Guitton se remite a los hechos: a los miles de personas que visitan anualmente la capilla de París para presentar sus peticiones, aspecto completado hoy por todos aquellos que en la web del santuario las presentan electrónicamente.

No estamos ante un cristianismo pasivo, que se limita a pedir por sus propias necesidades y se olvida de las de los demás. Quien entienda así las peticiones de tanta gente en los lugares de culto no ha comprendido por qué el propio Jesús invita a pedir: «Pedid y recibiréis; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá, porque todo el que pide recibe, y el que busca encuentra, y al que llama se le abre» (Mt 7, 7-8). Y además la invocación a María en la medalla milagrosa es muy evidente: «¡Oh, María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos!». Es comprensible que Guitton encontrara en la capilla la oración en estado puro, una mezcla de silencios y murmullos, en la que las personas no hablan entre sí sino que todas dirigen su mirada a la imagen de la Milagrosa en actitud de petición porque están convencidas de que en ella encontraran el consuelo y la esperanza que necesitan. Son, en definitiva, creyentes en una promesa, manifestación del amor contenido en los dos corazones, de Jesús y de María, que están grabados en el reverso de la medalla milagrosa.

Donde hay petición surge la caridad, que es un olvidarse de sí mismo para ponerse en el lugar de los demás. No es casual que la Milagrosa esté vinculada a las hijas de la Caridad, un carisma surgido en el siglo XVII en una Francia poderosa en lo externo, en lo político, lo económico y lo cultural, pero que no podía ocultar las miserias morales y materiales de su sociedad, cuando el propio predicador de Luis XIV, Bossuet, tenía que denunciar, partiendo de la propia Escritura, la situación de pobreza en la que vivían muchas gentes. Era un tiempo en que la caridad apremiaba y de ahí que aparecieran dos santos excepcionales: san Vicente de Paúl y santa Luisa de Marillac. La caridad y la Milagrosa están unidas para siempre.

El siempre recordado cardenal Lustiger, en una homilía pronunciada en la capilla de la Milagrosa en 1991, hizo una acertada definición de la compasión. No es una mera piedad emocionada. Es la manera en que Dios nos ama en su misericordia infinita. La compasión requiere de una mirada semejante a la del buen samaritano que se inclina ante el hombre malherido y abandonado, lo carga sobre sus hombros y lo lleva a la posada para que se recupere. Se me ocurre añadir que no deberíamos pensar que nadie sale de la capilla de la Milagrosa con las manos vacías. La mediadora por excelencia, María, nunca se olvida de los que la invocan. Es madre de misericordia, tan misericordiosa como su Hijo.

Antonio R. Rubio Plo / COPE