«El peor pecado contra los pobres es la indiferencia» - Alfa y Omega

«El peor pecado contra los pobres es la indiferencia»

Andrés Beltramo Álvarez
Un momento de la comida del Papa Francisco con las personas pobres en el aula Pablo VI, el domingo 19 de noviembre. Foto: REUTERS/Max Rossi

Evitar el mal no basta. Solo indignarse, menos. Porque Dios mirará la diferencia. Él preguntará: ¿Cuánto bien hiciste? No en teoría, sino en lo concreto. Es muy fácil decir «es culpa de la sociedad» y mirar para otro lado. Pero la indiferencia «es el peor pecado contra los pobres». Por eso, el Papa quiso dar el ejemplo. Celebró la Misa en San Pedro para miles de personas sin hogar o con extremas necesidades, espirituales y materiales. Ordenó abrir el Vaticano y compartió con ellos un almuerzo. En una mesa de manteles largos. Como en las mejores ocasiones.

«Dios no es un revisor que busca billetes sin timbrar, sino un Padre que sale a buscar hijos para confiarles sus bienes y sus proyectos», explicó Francisco durante la Eucaristía por la I Jornada Mundial de los Pobres. Desde el altar mayor de la basílica vaticana, reflexionó sobre lo incómodo que puede llegar a ser el mensaje cristiano. Advirtió ante la tentación de pensar que las dificultades de los demás no le conciernen a uno.

Un discurso para nada banal, en tiempos de individualismo extremo y de indignación a distancia. «Dios, sin embargo, no nos preguntará si nos hemos indignado con razón –pero sin hacer nada–, sino si hicimos el bien», precisó el Pontífice, hablando en italiano. Es la tentación de vivir el Evangelio sin los pobres, como si esa parte del mensaje cristiano no existiese.

De ahí la advertencia del Papa. El «peor pecado» contra los pobres tiene un nombre: se llama indiferencia y es un pecado de omisión. No porque el necesitado necesite solo pan, sino porque ignorándole se cierra la puerta a quien está «sediento de amor». «No busquemos lo superfluo para nosotros, sino el bien para los demás, y nada de lo que vale nos faltará. Amar al pobre significa luchar contra todas las pobrezas, espirituales y materiales», pidió.

Y aportó una recomendación, casi como un desafío: «Nos hará bien acercarnos a quien es más pobre que nosotros, tocará nuestra vida». Estar con ellos, precisó, ayudará a recordar lo que verdaderamente cuenta: «amar a Dios y al prójimo». «Solo esto dura para siempre, todo el resto desaparece».

Como un banquete nupcial

Su discurso no se quedó solo en eso. Tras la Misa, Francisco rezó el ángelus con una multitud congregada en la plaza de San Pedro y se dirigió hasta el aula Pablo VI, la sala más grande del Vaticano. Allí le esperaban alrededor de 1.500 personas. Familias enteras que no pueden llegar a fin de mes. Migrantes y abandonados, residentes en casas de Cáritas, sin techo y pobres de Italia y otros países europeos.

El Pontífice entró en el salón con paso firme. Parecía apurado por encontrarse con sus huéspedes. Dentro, decenas de mesas redondas habían sido dispuestas cual banquete nupcial. Con manteles blancos y sillas recubiertas con fundas de tela. En la puerta, la banda de música de la Gendarmería Vaticana amenizó la entrada de los comensales. Muchos llegaban en sillas de rueda o con muletas. Todos lo hacían con una sonrisa.

Francisco fue recibido con un aplauso entusiasta. Nada más entrar en la sala fue acaparado por Michelle, que emocionado le pidió un selfi. Ante la respuesta afirmativa le acercó su móvil a Rino Fisichella, el presidente del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización del Vaticano. El teléfono era tan austero que la foto salió borrosa. Inmediatamente después, una ola humana casi sepulta al obispo de Roma. Abrazos, besos, saludos y apretones de mano, durante todo el camino hasta la mesa donde le habían reservado una silla.

Era rectangular, grande, en medio de la sala. Ubicada al mismo nivel de las demás. «Preparémonos para este momento juntos, cada uno de nosotros con el corazón lleno de buena voluntad, de amistad hacia los demás, compartir el almuerzo deseándonos lo mejor los unos a los otros», dijo, antes de dar su bendición. Y saludó a la distancia a otros tantos miles, que fueron invitados a comer en parroquias y comedores de Roma.

Unos 40 diáconos de la capital y 150 voluntarios de las parroquias de la ciudad sirvieron ñoquis con tomate, aceitunas y queso, albóndigas con verduras, polenta y brócoli. De postre, tiramisú, agua, refresco de naranja y café. Todo amenizado por las melodías del coro de niños Las dulces notas.

Un gesto que va más allá del alimento obsequiado. Como lo explicó Alejandro Díaz, oficial del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización: «No es solamente darles de comer sino comer con ellos, es decir, responder a la necesidad de compañía que también tienen. No es solamente darles el pan material, sino también el pan espiritual».