Los límites de la tolerancia - Alfa y Omega

Se abusa mucho, en nuestros días, de las reclamaciones de tolerancia. La palabra ha llegado a convertirse en un tópico y, así, se vacía de sentido. Pues todo el mundo se sitúa inconscientemente en el plano del que tolera —¡qué hermosa actitud hacia el «otro»!— pero evita situarse en la posición del que es tolerado. Si alguien le invita a hacerlo así, comienza a sentirse incómodo pues es evidente que sólo lo que es malo, molesto, peligroso, se convierte en materia de «tolerancia». ¿Recuerdan que en otro tiempo así eran llamadas las casas de lenocinio? O ¿de qué modo los médicos hacen referencia al límite de tolerancia frente a la nicotina? Estamos, pues, ante una curiosa actitud, relación entre dos factores, el «tolerante» que se llena de nobleza, y el «tolerado» que debe resignarse a ser simplemente soportado. Los documentos de las postrimerías de la Edad Media, cuando se referían a los judíos empleaban como sinónimas dos palabras, afirmando que debían ser «tolerados y sufridos».

Aplicando la cuestión al terreno religioso, es evidente que el peligro que acecha puede hacerse mayor, pues si la religión debe ser objeto de tolerancia, es evidente que no se reconoce en ella el valor sustancial que posee. La religión es el modo cómo los hombres establecen su relación con Dios; nada hay que pueda equipararse a ella en valor. El ateismo es, por su propia definición, una carencia, en la práctica, una inhibición; el agnosticismo, que ahora se proclama como eje sustancial de tolerancia, consiste apenas en eludir el problema, tratando de esconder la cabeza, como dicen que hacen las avestruces. En el decurso histórico aprendemos por experiencia que, en relación con las religiones, se empieza siempre con la tolerancia: de este modo se las define como algo negativo, molesto o, si se prefiere, un estorbo. Basta con que pase el tiempo: la eliminación del estorbo llegará como una consecuencia inevitable.

No estoy hablando de utopías: los católicos tienen, en este placentero siglo XX —el más cruel y sanguinario de la historia— una amplia experiencia. Los siete mártires trapenses son apenas una manifestación resplandeciente porque ha encontrado eco abundante en la prensa: pero son muchos los que experimentan la silenciosa marca de la marginación que se esconde tras la tolerancia. Se han invertido los términos y se confunde tolerancia con transigencia: pues lo primero que del «tolerado» se exige, es que no pretenda reclamar para la verdad que profesa un derecho a ser considerada como lo que es; simplemente se trata de una opinión privada y, como tal, debe reducirse a defenderla.

Así los generosos tolerantes de nuestros días piden carta de legitimidad para el concubinato, la homosexualidad, el aborto, el hedonismo materialista y tantas cosas más. Construyen un mundo a semejanza e imagen de sus propios valores, premian y exaltan a quienes los defienden y propagan. Luego, volviéndose a los que tratan de defender la Ley de Dios, que está ínsita en el orden del universo, les dicen: ¿de qué os quejáis?, ¿no os estamos autorizando a que privadamente mantengáis vuestras ideas? No pretendáis moldear al mundo. Sois, simplemente, «tolerados». Y en el alma de quien así se contempla surge la pregunta: ¿hasta cuándo?

Entonces queda al descubierto la realidad. Toda tolerancia se ejerce desde un orden de valores que no tolera que se le discutan. Si alguien pretende hacerlo le acusarán de fanático. Es hora ya de que los católicos alcen su voz y digan que ellos tienen una virtud -verdadera virtud- que es el amor. Se debe amar al prójimo, a todo hombre, a pesar de sus defectos: desde luego que el amor no se extiende a los vicios ni a los males; si verdaderamente amo al «otro», no puedo limitarme a dejarle en un rincón rumiando sus desdichas. Debemos rescatar a ese prójimo, por amor suyo, porque tenemos el deber de amarle como a nosotros mismos, de los males que le rodean, de los vicios que le enferman, de la mentira que le envilece. Sabemos que sólo la Verdad hace el hombre libre. Pero esa Verdad no es un capricho de los hombres. Está ahí, Dios la ha establecido, Él es la Verdad.