Un encuentro que lo cambia todo - Alfa y Omega

Este mes de noviembre celebramos la fiesta de Todos los Santos, hombres y mujeres de todas las edades, niños, jóvenes, adultos, ancianos que se dejaron llenar la vida por la fuerza del Espíritu Santo y de la Palabra; en diversas circunstancias, esto los llevó a contagiar a sus contemporáneos y a los que vivimos hoy de Jesucristo, haciendo posible que viésemos obras del Señor expresamente manifestadas en sus vidas. Ellos reconocieron la verdad del ser humano en Cristo, creyeron en Él como su Salvador, vieron que solo el seguimiento de su persona daba pleno significado a sus vidas y, entrando por caminos diversos al encuentro de los hombres, siguieron sus pasos. Escucharon aquellas palabras que un día Mateo, el recaudador de impuestos, escuchó: «Sígueme».

La presencia de Cristo Resucitado fue un factor imprescindible de su vida entregada y de todo su proceso de prestarla para que el rostro del Señor se manifestase. De acuerdo con el desarrollo de sus personas, por la edad que tenían, por las circunstancias en las que vivieron, por la pasión que el Señor ponía en su corazón, describieron con su propia sangre una página del Evangelio que los llevaba siempre a salir de sí mismos e ir a los demás en medio de las exigencias de la historia.

¿Cómo era su vida? Aunque formulada y vivida desde diversas realidades y épocas, en todos se dan unas dimensiones que ellos, en nombre de Jesucristo, nos animan a cultivar siempre. Conozco muchas vidas de santos, he leído mucho sobre ellos, y he llegado a la conclusión de que en todos hay unas dimensiones humanas que nacen de la visión del hombre que nos regala Jesucristo: la personal y comunitaria; la espiritual; la intelectual, y la misionera. Deseo hacer alguna reflexión sobre cada una de ellas:

Dimensión personal y comunitaria: todos los santos han asumido su propia historia y la historia de su tiempo para acercar a Jesucristo. Han sabido vivir esta dimensión en un mundo plural, siempre con gran equilibrio, fortaleza y enorme serenidad a pesar de las dificultades que tuvieran y con una gran libertad interior. Son personalidades que maduraron en contacto con la realidad y siempre abiertas a la misión en el tiempo que les tocó vivir.

Dimensión espiritual: ¡qué atractivo tiene contemplar en los santos esta dimensión! Siempre les ha conducido a Jesús, es la que da fundamento, raíces y vida. Tienen una experiencia profunda de Dios que los lleva a un encuentro radical con Jesucristo y a una maduración profunda de entrega absoluta de sus vidas. El Señor se encarga de dar diversos carismas que se arraigan en sus personas en su camino de vida y de servicio propuesto por Jesucristo, al que dan un estilo personal, con una adhesión sincera realizada desde la fe, haciéndolo como la Virgen María; que tuvo que pasar por los caminos gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos de Jesucristo, el Maestro y el Señor.

Dimensión intelectual: ¡qué fuerza y potencia da a la razón de los santos el encuentro con Jesucristo! Les hace ver el profundo significado que tiene la realidad cuando el ser humano se abre a Dios. Ellos piensan con la luz que les da la fe y ven la verdad de lo que hay que hacer con la profundidad que da a la inteligencia quien nos ha dicho que es el Camino, la Verdad y la Vida. En los santos entendemos la novedad que trae el encuentro con Jesucristo para dialogar con la realidad y con la cultura.

Dimensión misionera: Cristo ha sido quien ha movido a los santos a anunciarlo de todas las maneras, en los ambientes diversos en los que el Señor los situó. En todos los lugares que estaban y en todas las ocasiones en las que se movían sus vidas eran discípulos misioneros. Ellos nos hacen ver que el mejor servicio que se puede hacer al mundo está en la proyección que nuestras vidas alcanzan cuando, a partir del encuentro con Cristo, salimos y presentamos un estilo y modo de vivir atrayente, que comunica vida, que nos compromete en la transformación del mundo con responsabilidad, que hace que despierte nuestra vida con inquietud hacia los más necesitados, hacia los alejados, hacia los que no conocen al Señor y desconocen lo que Él hace en nuestras vidas cuando le dejamos entrar en ellas.

Irradiar la fe a los demás

Los santos nos enseñan que, para vivir esas dimensiones que los llevaron a la santidad de modos diferentes, se requiere un encuentro con Jesucristo que nos haga:

1. Reconocerlo: Dios nos ha mostrado cómo nos ama en Jesucristo y nosotros respondemos con ese mismo amor construyendo la fraternidad desde la donación, el perdón, la renuncia y la ayuda al hermano. Un amor que se nos muestra en el Hijo de Dios que se hizo hombre, muerto y resucitado. Que ofrece la salvación a todos los hombres como un don de la gracia y de la misericordia de Dios. Una salvación que se realiza en la comunión con el único Absoluto, Dios, que se nos ha revelado y manifestado en Cristo, que comienza en esta vida y tiene su cumplimiento en la eternidad. ¿Reconoces al Señor que te ama? ¿Te reconoces en el Señor, en su amor?

2. Acogerlo-interiorizarlo: descubrir en Cristo la Buena Noticia, descubrir y vivir lo que nos dice el libro del Apocalipsis [«He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5)], requiere acoger conscientemente e interiorizar la novedad que trae a nuestra vida el Bautismo y vivir la vida según el Evangelio. Esto cambia nuestra vida, nos hace dar una versión nueva a la misma: convierte nuestra conciencia, las actividades en las que estamos, nuestras vidas y los ambientes concretos en los que nos movemos.

3. Anunciarlo: a Cristo hay que proclamarlo mediante el testimonio, desde la capacidad de comprensión y de aceptación, de comunión de vida y de destino con los demás, en la solidaridad con los esfuerzos de todos en todo aquello que existe de noble y bueno, irradiando con espontaneidad la fe que lleva valores más allá de los corrientes, que hace posible que los que rodean se pregunten ¿por qué son así? ¿Por qué viven de esta manera? ¿Quién los inspira? ¿Por qué están de nuestra parte, con nosotros? Pero también hay que hacer un anuncio explícito, claro e inequívoco de Jesucristo: de su nombre, de su doctrina, de su vida, de sus promesas, reino y misterio.