Unidos a Cristo, don para el mundo - Alfa y Omega

Unidos a Cristo, don para el mundo

En la mañana del sábado, Benedicto XVI presidió, en la catedral de Milán, la celebración de la Liturgia de las Horas con sacerdotes, religiosas y religiosos, monjas de clausura y seminaristas, a los que dirigió estas palabras:

Redacción
Un momento del encuentro de Benedicto XVI, en la catedral de Milán, con sacerdotes, seminaristas y consagrados.

¡Queridos hermanos y hermanas! Nos hemos reunido en oración, respondiendo a la invitación del Himno ambrosiano de la Hora Tercia: «Es la hora tercera, Jesús Señor sube injuriado a la cruz». Es una clara referencia a la amorosa obediencia de Jesús a la voluntad del Padre. El Misterio Pascual ha dado inicio a un tiempo nuevo: la muerte y resurrección de Cristo recrea la inocencia en la Humanidad y hace que brote la alegría. Prosigue, de hecho, el himno: «Aquí empieza el tiempo de la salvación de Cristo —Hic iam beata tempora coepere Christi gratia—». Estamos reunidos en la basílica catedral, en este Duomo que es verdaderamente el corazón de Milán. Desde aquí, nuestro pensamiento se extiende a la vastísima archidiócesis ambrosiana, que durante siglos y también en los tiempos recientes ha dado a la Iglesia hombres insignes en la santidad de su vida y en su ministerio, como san Ambrosio y san Carlos, y algunos Pontífices de inusual talla, como Pío XI y el Siervo de Dios Pablo VI, y los Beatos cardenales Andrea Carlo Ferrari y Alfredo Ildefonso Schuster.

¡Estoy muy contento de detenerme un poco con vosotros! Dirijo un afectuoso saludo a todos y cada uno en particular, y quisiera hacerlo llegar de forma especial a los que están enfermos o son muy ancianos. Saludo con viva cordialidad a vuestro arzobispo, el cardenal Angelo Scola, y le agradezco sus amables palabras; saludo con afecto a vuestros pastores eméritos, los cardenales Carlo María Martini y Dionigi Tettamanzi, junto a los demás cardenales y obispos presentes.

En este momento vivimos el misterio de la Iglesia en su expresión más alta, la de la oración litúrgica. Nuestros labios, nuestros corazones y nuestras mentes, en la oración eclesial, se hacen intérpretes de la necesidad y de los anhelos de toda la Humanidad. Con las palabras del Salmo 118, hemos suplicado al Señor en nombre de todos los hombres: «Inclina mi corazón a tus preceptos… Que tu gracia venga sobre mí, Señor». La oración cotidiana de la Liturgia de las Horas constituye una labor esencial del ministerio ordenado en la Iglesia. También a través del Oficio divino, que prolonga en la jornada el misterio central de la Eucaristía, los presbíteros están unidos de modo particular al Señor Jesús, vivo y operante en el tiempo. El sacerdocio: ¡qué precioso don! ¡Vosotros, queridos seminaristas que os preparáis para recibirlo, aprended a gustarlo desde ahora y vivid con compromiso el tiempo precioso en el Seminario! El arzobispo Montini, durante las Ordenaciones de 1958, decía así, precisamente en este Duomo: «Comienza la vida sacerdotal: un poema, un drama, un misterio nuevo, fuentes de perpetua meditación, siempre objeto de descubrimiento y de maravilla; el sacerdocio es siempre novedad y belleza para quien os dedica amoroso pensamiento, es reconocimiento de la obra de Dios en nosotros» (Homilía en la Ordenación de 46 Sacerdotes, 21 de junio de 1958).

Si Cristo, para edificar su Iglesia, se confía a las manos del sacerdote, éste, a su vez, se debe confiar a Él sin reserva: el amor por el Señor Jesús es el alma y la razón del ministerio sacerdotal, como fue premisa para que Él le asignase a Pedro la misión de apacentar su propio rebaño: «Simón, ¿me amas más que estos? Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 15). El Concilio Vaticano II recordó que Cristo «permanece siempre como principio y fuente de la unidad de los presbíteros. Para alcanzarla, éstos tendrán, por tanto, que unirse a Él en el descubrimiento de la voluntad del Padre y en el don de sí por el rebaño a ellos confiado. Así, representando al Buen Pastor, en el ejercicio mismo de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que realizará la unidad en su vida y actividad» (Decreto Presbyterorum Ordinis, 14). Precisamente sobre esta cuestión se expresó: en las diversas ocupaciones, de hora en hora, cómo encontrar la unidad de la vida, la unidad del ser sacerdote justo a partir de la fuente de la amistad profunda con Jesús, de la íntima unión con Él. No hay oposición entre el bien de la persona del sacerdote y su misión; es más, la caridad pastoral es elemento unificador de vida, que parte de una relación cada vez más íntima con Cristo en la oración, para vivir el don total de sí mismos por la grey, de modo que el pueblo de Dios crezca en la comunión con Dios y sea manifestación de la comunión de la Santísima Trinidad. En efecto, cada acción nuestra tiene como finalidad conducir a los fieles a la unión con el Señor y hacer crecer así la comunión eclesial por la salvación del mundo. Las tres cosas: unión personal con Dios, bien de la Iglesia, bien de la Humanidad en su totalidad, no son cosas distintas u opuestas, sino una sinfonía de la fe vivida.

Benedicto XVI acoge un emocionado saludo, tras el rezo de la Liturgia de las Horas, en la catedral de Milán.

Celibato y virginidad

Signo luminoso de esta caridad pastoral y de un corazón indiviso son el celibato sacerdotal y la virginidad consagrada. Hemos cantado en el Himno de san Ambrosio: «Si en ti nace el hijo de Dios, conservarás la vida sin culpa». «Acoger a Cristo —Christum suscipere—» es un motivo que torna a menudo en la predicación del santo obispo de Milán; cito un pasaje de su Comentario a san Lucas: «El que acoge a Cristo en lo íntimo de su casa es saciado de las alegrías más grandes» (Expos. Evangelii sec. Lucam, V, 16).

El Señor Jesús fue su gran atractivo, el argumento principal de su reflexión y predicación, y, sobre todo, el término de un amor vivo y confidente. Sin duda, el amor por Jesús vale para todos los cristianos, pero adquiere un significado singular para el sacerdote célibe y para quien ha respondido a la vocación a la vida consagrada: sólo y siempre en Cristo se encuentra la fuente y el modelo para renovar cotidianamente el a la voluntad de Dios. «¿Con qué lazos es retenido Cristo?», se preguntaba san Ambrosio, que con intensidad sorprendente predicó y cultivó la virginidad en la Iglesia, promoviendo también la dignidad de la mujer. Y respondía: «No con los nudos de cuerda, sino con los vínculos del amor y con el afecto del alma» (De virginitate, 13, 77). Y, precisamente, en un célebre sermón a las vírgenes, les dijo: «Cristo es todo para nosotros: si deseas curar tus heridas, Él es médico; si estás angustiado por la sequedad de la fiebre, Él es fuente; si te encuentras oprimido por tu culpa, Él es justicia; si tienes necesidad de ayuda, Él es potencia; si tienes miedo de la muerte, Él es vida; si deseas el paraíso, Él es camino; si rehúyes las tinieblas, Él es luz; si estás buscando comida, Él es alimento» (Ibid., 16, 99).

Queridos hermanos y hermanas consagrados, os doy gracias por vuestro testimonio y os animo: mirad el futuro con confianza, contando con la fidelidad de Dios, que no os faltará nunca, y el poder de su gracia, capaz de obrar siempre nuevas maravillas, también en nosotros y con nosotros. Las antífonas de la salmodia de este sábado nos han llevado a contemplar el misterio de la Virgen María. En ella podemos, de hecho, reconocer la «clase de vida virginal y pobre que para sí escogió Cristo Nuestro Señor y abrazó su Madre, la Virgen» (Lumen gentium, 46), una vida en plena obediencia a la voluntad de Dios.

Una vez más, el Himno nos ha reclamado las palabras de Jesús en la cruz: «Desde la gloria de su patíbulo, Jesús habla a la Virgen: Mujer, aquí tienes a tu hijo; Juan, he aquí a tu madre». María, madre de Cristo, extiende y prolonga en nosotros su divina maternidad, a fin de que el ministerio de la Palabra y de los sacramentos, la vida de contemplación y la actividad apostólica, en sus múltiples formas, perseveren, sin cansancio y con valor, al servicio de Dios y de la edificación de su Iglesia.

En estos momentos, quiero dar gracias a Dios por la multitud de sacerdotes ambrosianos, de religiosos y religiosas que han gastado sus energías al servicio del Evangelio, llegando en ocasiones al supremo sacrificio de la vida. Algunos de ellos han sido propuestos para el culto y la imitación de los fieles también en tiempos recientes: los Beatos sacerdotes Luigi Talamoni, Luigi Biraghi, Luigi Monza, Carlo Gnocchi, Serafino Morazzone; los Beatos religiosos Giovanni Mazzuconi, Luigi Monti y Clemente Vismara, y las religiosas María Anna Sala y Enrichetta Alfieri. Por su común intercesión, pedimos confiados al Dador de todo don que haga siempre fecundo el ministerio de los sacerdotes, que refuerce el testimonio de las personas consagradas, para mostrar al mundo la belleza de la donación a Cristo y a la Iglesia, y que renueve las familias cristianas según el designio de Dios, para que sean lugares de gracia y de santidad, terreno fértil para las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Amén. Gracias.