«Buscamos al Dios cercano» - Alfa y Omega

«Buscamos al Dios cercano»

En la noche del viernes, tras escuchar la Novena Sinfonía de Beethoven, interpretada por la Orquesta y el Coro del Teatro alla Scala, bajo la dirección de Daniel Barenboim, el Papa reflexionó sobre la imagen ideal de la humanidad que proyecta esta obra, y una vez más, recordó el terremoto que golpeó, la pasada semana, a Italia

Redacción

En este histórico lugar quisiera recordar, sobre todo, un evento: era el 11 de mayo de 1946 y Arturo Toscanini alzó la batuta para dirigir un concierto memorable en la Scala, reconstruida tras los horrores de la guerra. Cuentan que el gran maestro, apenas llegado aquí a Milán, se dirigió de inmediato a este teatro y, en el centro de la sala, comenzó a aplaudir para probar si se había mantenido intacta su proverbial acústica, y escuchando que era perfecta, exclamó: «E’ la Scala, è sempre la mia Scala!».

En estas palabras, ¡Es la Scala!, se encierra el sentido de este lugar, templo de la Ópera, punto de referencia musical y cultural no sólo para Milán y para Italia, sino para todo el mundo. Y la Scala está ligada a Milán de manera profunda; es una de sus glorias más grandes, y he querido recordar aquel mes de mayo de 1946 porque la reconstrucción de la Scala fue una señal de esperanza para la recuperación de la vida de toda la ciudad, tras la destrucción de la Guerra.

Es, por tanto, un honor para mí estar aquí con todos vosotros y haber vivido, con este espléndido concierto, un momento de elevación del alma. Agradezco al alcalde, abogado Giuliano Pisapia, al superintendente, doctor Stéphane Lissner, también por haber organizado esta velada, pero sobre todo a la Orquesta y al Coro del Teatro de la Scala, a los cuatro solistas y al maestro Daniel Barenboim, por la intensa y cautivadora interpretación de una de las obras maestras de la historia de la música. La gestación de la Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven fue larga y compleja; desde los célebres primeros dieciséis compases del primer movimiento, se crea un clima de espera de algo grandioso, y la espera no defrauda.

Aun siguiendo sustancialmente las formas y el lenguaje tradicional de la sinfonía clásica, Beethoven hace percibir algo nuevo ya desde la amplitud sin precedentes de todos los movimientos de la obra, algo que se confirma con la parte final, iniciada por una terrible disonancia, de la cual se deriva el recitado de las famosas palabras: «Amigos, no estos tonos, entonemos otros más atrayentes y alegres». Son palabras que, en un cierto sentido, «dan vuelta a la página» e introducen el tema principal del Himno a la alegría.

Es una visión ideal de la Humanidad la que Beethoven diseña con su música: «La alegría activa en la fraternidad y en el amor recíproco, bajo la mirada paterna de Dios» (Luigi Della Croce). No es una alegría propiamente cristiana la que canta Beethoven; es el gozo, sin embargo, de la fraterna convivencia de los pueblos, de la victoria sobre el egoísmo, y el deseo de que el camino de la Humanidad esté marcado por el amor, casi como una invitación que dirige a todos, más allá de toda barrera y convicción.

Donación, no egoísmo

Sobre este concierto, que debía ser una alegre fiesta con ocasión de este encuentro de personas procedentes de casi todas las naciones del mundo, pesa la sombra del terremoto que ha causado gran sufrimiento a tantos habitantes de Italia. Las palabras tomadas del Himno a la alegría, de Schiller, suenan como vacías para nosotros; es más, no parecen verdaderas. No probamos en absoluto las centellas divinas del Elíseo. No estamos ebrios de fuego; más bien, paralizados por el dolor ante tanta y tan incomprensible destrucción que ha costado vidas humanas, que ha arrebatado a tantas personas su casa y cobijo. También la hipótesis de que sobre el cielo estrellado debe habitar un buen padre, nos parece discutible. El buen padre, ¿está sólo sobre el cielo estrellado? ¿Su bondad no llega aquí hasta nosotros? Nosotros buscamos un Dios que no se mantenga a distancia, sino que entre en nuestra vida y en nuestro sufrimiento.

En esta hora, las palabras de Beethoven: «Amigos, no éstos tonos…», las quisiéramos remitir precisamente a aquellas de Schiller. No estos tonos. No tenemos necesidad de un discurso irreal sobre un Dios lejano o una fraternidad que no se compromete. Nosotros buscamos al Dios cercano. Buscamos una fraternidad que, en medio de los sufrimientos, sostiene al otro y así le ayuda a seguir adelante.

Después de este concierto, muchos acudirán a la adoración eucarística, a adorar al Dios que se situó en medio de nuestro sufrimiento y continúa haciéndolo; al Dios que sufre con nosotros y por nosotros, y que así ha hecho a los hombres y mujeres capaces de compartir el sufrimiento del otro y de transformarlo en amor. Precisamente a esto nos sentimos llamados con este concierto.

Gracias, una vez más, a la Orquesta y al Coro del Teatro de la Scala, a los solistas y a cuantos han hecho posible esta velada. Gracias también al Maestro Daniel Barenboim, porque con la elección de la Novena Sinfonía de Beethoven nos permite lanzar con la música un mensaje que afirme el valor fundamental de la solidaridad, de la fraternidad y de la paz. Y me parece que este mensaje es precioso también para la familia, porque es en la familia donde se experimenta, por primera vez, que la persona humana no ha sido creada para vivir encerrada en sí misma, sino en relación con los demás; es en la familia donde se comprende que la autorrealización no consiste en ponerse en el centro de todo, guiados por el egoísmo, sino en el donarse; es en la familia donde se empieza a encender en el corazón la luz de la paz para iluminar nuestro mundo. Y gracias a todos vosotros por el momento que hemos vivido juntos. ¡Gracias de corazón!