El mártir del hospital que curó a su verdugo - Alfa y Omega

El mártir del hospital que curó a su verdugo

«¿Tú también, Enrique?». Impresionante relato del claretiano Juan Buxó, médico que rechazó la posibilidad de huir para quedarse atendiendo al miliciano más sanguinario de Cervera

Fran Otero

El padre Juan Buxó es uno de los 109 mártires claretianos beatificados este sábado en la basílica de la Sagrada Familia de Barcelona. Murió por odio a la fe junto a otros religiosos y enfermos con los que vivía en el Hospital de Cervera. El episodio que se vivió en este centro médico fue especialmente dramático, por la situación en la que e encontraban las personas que allí residían.

El padre Buxó nunca lo abandonó, aunque pudo hacerlo tras ser reclamado por sus compañeros de Barcelona. Él rechazó la invitación: «Mi puesto es al lado de mis hermanos enfermos», dijo, para quedarse en el hospital ejerciendo la labor de médico de guardia.

Su historia adquiere más valor todavía porque en los días previos a su martirio –normales, por otra parte; eso sí, de mucha oración– atendió a un miliciano. En concreto, a Enrique Ruana, el más feroz de la comarca. El padre Buxó, narra el ya fallecido claretiano Pedro García, «lo tomó por su cuenta con amor más que de madre y con una entrega heroica, pues, por atender a su paciente, no llegaba a dormir ni tres horas en toda la noche, ya que Enrique no le dejaba parar, conforme al diálogo conservado por varios testigos:

–Cúrame bien.

–Lo mejor que sepa.

–¡Cúrame, que ya se te acaba esto!

–Eso no es nada. Mañana ya no tendrás daño.

Así un día y otro. Y hasta le decía solemne el terrible asesino que no le pasaría nada, que él le iba a salvar».

Enrique mentía. Y lo peor de todo, él mismo se encargaría de ajusticiar al padre Buxó. Fue en la madrugada del 18 de octubre de 1936. Horas antes, todavía en el día 17, se llevaron a todos los enfermos y religiosos diciéndoles que les trasladaban a otro sanatorio, pero iban al cementerio, donde fueron masacrados. El padre Buxó, que por ser el médico de guardia dormía solo y aparte, fue alertado por una de las hermanas que cuidaban el hospital, Margarita. Impertérrito, dijo: «¡Alabado sea Dios! Son mártires. Se ve que se han olvidado de mí, no tardarán en volver».

Así fue, aparecieron los milicianos, tal y como narra Pedro García: «Entraron en la habitación sin avisar y el padre Buxó, al que nunca se le vio perder el control de los nervios ni por un instante, ahora dibujó en su rostro un gesto de extrañeza y dolor: «¿Tú también, Enrique? ¿Tanto daño te he hecho, que me tienes que matar? Enrique, el de la pierna rota, el que fue objeto de los cuidados paternales de Buxó.

Se lo llevaron para fusilar junto con tres seglares, por los que intercedió: «Que me matéis a mí, pase. Está bien. Pero, ¿por qué tenéis que matar a estos?».

Ya ante los fusiles, el padre claretiano pidió besar las manos de sus verdugos, que hicieron caso omiso. Pero sí les dejaron rezar. Y rezando y gritando «¡Viva Cristo Rey!» fueron asesinados.

Cierra la narración el padre García: «De todo lo narrado, no hay nada inventado. Los milicianos se encargaban de esparcir por los cuatro vientos las incidencias de aquella noche, haciéndonos para los procesos un favor inmenso, como aquel que decía: «Caían como moscas, pero todos gritando Viva Cristo Rey, y eran los jóvenes los que más fuerte gritaban. Son tozudos. Todos mueren con la misma exclamación. Ni uno siquiera ha querido decir lo que nosostros queríamos que dijesen, que era ¡Viva la Revolución!”».