13 de junio: san Antonio de Padua, nueve años fulgurantes de un absoluto desconocido - Alfa y Omega

13 de junio: san Antonio de Padua, nueve años fulgurantes de un absoluto desconocido

Pasó desapercibido para todos durante la mayor parte de su vida y solamente sus últimos nueve años los dedicó a la predicación, pero pocos santos hay en el mundo tan conocidos como san Antonio de Padua

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
‘San Antonio de Padua, predicando a los peces’. Obra de Josep Benlliure y Gil.

El caso de san Antonio de Padua es sorprendente, porque poco después de ser enterrado acudieron miles de peregrinos a rezar ante él, con una devoción tan grande que los más grandes señores de la época se descalzaban ante su tumba. Pero no fue siempre así. Antonio nació en 1195 en Lisboa. Poco se sabe de su familia y de su infancia, hasta que con apenas 15 años entró como religioso en la Orden de los Canónigos Regulares de San Agustín en Lisboa. Allí vivió como estudiante, hospedero y ayudante en la cocina, sin llamar la atención de nadie, hasta que un día un grupo de seis franciscanos llamó a las puertas de su convento para pedir comida.

«Eran seis frailes enviados por el mismo san Francisco de Asís para predicar en Marruecos. Allí fueron martirizados y el rey Pedro de Portugal trajo sus reliquias de vuelta a su país, donde el pueblo las recibió de manera triunfal», cuenta Felipe Barandiarán, director editorial de El pan de los pobres, la revista que lleva 125 años difundiendo la devoción a san Antonio. «Ese hecho le impresionó profundamente, hasta el punto de desear ser mártir él también», añade.

El pan de los pobres

Cada ejemplar de El pan de los pobres, la revista dedicada a la devoción a san Antonio de Padua, cuenta con varias páginas que recogen gracias y favores por su intercesión. En abril de 1896, hace ahora 125 años, salía su primer número en Bilbao siguiendo el impulso del sacerdote paduano Antonio Locatelli de reunir a los devotos del santo en una iniciativa que une oración y caridad.

Con este propósito, en 1220 ingresó en la familia fundada por san Francisco y se embarcó hacia Marruecos. Allí enfermó de gravedad y se tuvo que volver a casa, pero a la vuelta una violenta tempestad desvió su barco a Sicilia. Se enteró de que iba a tener lugar en Asís el que luego fue conocido como el Capítulo de las Esteras, y hasta allí se fue.

«Los frailes se debieron de preguntar: “¿Qué hacemos con este?”, y como era sacerdote le mandaron a la ermita de Montepaolo, pero no le ofrecieron aún ninguna atención», asegura Barandiarán. Hasta que un día faltó el predicador dominico que se esperaba en una ordenación sacerdotal, y el obispo le ordenó pronunciar el sermón. «Cuando empezó a hablar, todo el mundo se dio cuenta de que tenía una sabiduría impresionante, que podía citar la Sagrada Escritura con elocuencia y fuerza». Cuando eso llegó a los oídos de san Francisco, le encargó instruir a los novicios de la orden y predicar contra la herejía cátara en el sur de Francia y en el norte de Italia. La fama de sus sermones se extendió con tal rapidez que el mismo Papa Gregorio IX lo llamó a Roma para predicar a la Curia.

Lo que siguieron fueron nueve años «evangelizando de un lugar a otro y realizando milagros portentosos, con mucha similitud con los tres años de vida pública del Señor», afirma Barandiarán.

Entre los signos que acompañaron su vida hay de todo: una mula que se arrodilló ante el Santísimo Sacramento para demostrar la verdad de la Eucaristía a un hereje, resurrecciones de muertos, miembros amputados que renacían de nuevo, bilocaciones, o la gracia de acunar al Niño Jesús. Pero, sobre todo, san Antonio logró muchas, innumerables, conversiones: «Todos sus favores los hacía acompañados de la petición de que la gente se acercara a los sacramentos», afirma Fernando Barandiarán.

En el año 1231, con apenas 36 años, san Antonio enfermó de hidropesía y se retiró a Padua, donde murió el 13 de junio. La noticia produjo enseguida un aluvión de peregrinos y penitentes hacia la ciudad italiana, donde los frailes no daban abasto para confesar a todo el mundo. Todas estas manifestaciones populares, unidas al conocimiento personal que tenía del santo, movieron al Papa Gregorio IX a canonizarle apenas once meses después de morir.

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