Siendo una niña, Lucía de Siracusa juró dedicar su virginidad a Dios y más aún cuando sus padres la instaron a casarse con un pagano que la deseaba. Desconcertado e irritado por la negativa, el pretendiente denunció a Lucía ante el prefecto romano Pascasio; la joven terminó siendo llamada a juicio. Durante el interrogatorio, las palabras del prefecto se estrellaban una y otra vez contra la firmeza demostrada por la joven.
Cuando Pascasio la amenazó con llevarla a un prostíbulo, Lucía respondió: «Aunque el cuerpo no sea respetado, el alma no se mancha si no acepta ni consiente el mal». Inmediatamente, el prefecto ordenó el traslado al prostíbulo, pero los soldados no lograron moverla de su sitio, por lo que decidieron rodearla de una hoguera. De nuevo, Lucía resistió, dejando claro que no había llegado el momento de entregar su vida: «He rogado a mi Señor Jesucristo a fin que no me domine este fuego».
En un momento dado Lucía despareció entre las llamas, pero al apagarse éstas, sus agresores comprobaron que no había sufrido el menor daño. No les quedó más remedio que emplear los métodos más brutales: le arrancaron los ojos y le atravesaron el cuello con una espada. Era el 13 de diciembre del año 300. Santa Lucía es la patrona de los invidentes y de los modistas.