Retorno a Guardini, testigo de la verdad - Alfa y Omega

Retorno a Guardini, testigo de la verdad

Alfonso López Quintás

Para muchas personas de cierta edad, Romano Guardini fue un maestro de vida espiritual. Él les hizo ver la jugosidad y profundidad de la acción litúrgica, les hizo familiar la grandeza de la figura de Jesús, les mostró la riqueza del rezo del Rosario, les descubrió el sugerente simbolismo de los «signos sagrados», les dio claves certeras para interpretar las grandes figuras de la cultura universal: Platón, san Agustín, Dante, Pascal, Morike, Rilke, Dostoyevski… Tras el Concilio Vaticano II y la muerte del profesor (1968), éste fue dejado un tanto de lado, en favor de otros autores más consagrados a los temas del momento. Actualmente, se observa una renovación del interés por su pensamiento existencial, su ethos de verdad, su fidelidad inquebrantable a un ideal de vida cristiana, entendida con flexibilidad de espíritu, pero sin la menor adulteración. Su forma peculiar de aplicar el método fenomenológico al análisis de problemas éticos y temas religiosos conserva hoy día todo su poder persuasivo y orientador.

Esta «vuelta a Guardini» es debida en buena medida a la edición de sus Obras Completas (promovida por la Academia Católica de Baviera), entre las que figuran varias póstumas, como Cartas a un amigo teólogo y La existencia del cristiano. Esta última, que incluye las últimas lecciones dadas por el profesor en la universidad de Munich, y El contraste, la obra filosófica de la que parte toda su producción, acaban de ser publicadas por la BAC.

Guardini solía hablar muy poco de sí mismo, debido a su innata timidez, pero nos legó un par de Diarios que nos revelan ciertos aspectos de su intimidad. En sus actuaciones públicas, Guardini producía una impresión de seguridad y vitalidad. Su talante era siempre constructivo y su doctrina constituía una positiva afirmación de la vida en todos sus valores. El oyente tendía a pensar que se hallaba ante un triunfador sin fisuras, sin la menesterosidad de quienes tienen que ganar su equilibrio espiritual a través de mil dificultades. Sus Diarios nos muestran a un hombre de salud quebradiza que afronta esforzadamente, hasta el límite de sus fuerzas, los grandes retos que le impuso su voluntad de servir a los demás en el plano pastoral e intelectual. Más de una vez pareció rendirse a la fatiga y sentir como una liberación al cesar en su actividad de conferenciante y escritor. Pero la conciencia de que «lo más importante estaba todavía por hacer» acrecentaba sus fuerzas.

Guardini se inserta en la mejor tradición cultural europea

Este mayor conocimiento de la fragilidad del admirado profesor nos acerca su figura y la torna más entrañable y modélica. Ahora podemos leer entre líneas sus obras y entrever el esfuerzo que implicó para él el clarificar la forma cristiana de ver el mundo y sus manifestaciones culturales. En plena juventud, sufrió una crisis espiritual que lo alejó de la vida religiosa. Tras un proceso de búsqueda, se sintió inundado de luz al meditar a fondo una sentencia evangélica: Quien quiera salvar su alma, la perderá; quien la dé, la salvará. La fuerza que encierra esta frase, aparentemente paradójica, impulsó la vida entera de Guardini y su obra. Una vez y otra insiste en la necesidad de abrirse a la verdad; bien entendido que la verdad originaria del hombre radica en el Creador. Por eso todo su pensamiento se centra en un opúsculo titulado Sólo el que conoce a Dios conoce al hombre. «Fui creado desde el bien y para el bien. La verdad a la que estoy destinado, el bien hacia el que estoy dirigido, se llama semejanza con el que me creó. La sede del sentido de mi vida no está en mí, sino por encima de mí. Vivo de lo que está por encima de mí. En la medida en que me encierro en mí o -lo que viene a ser lo mismo- me encierro en el mundo, me desvío de mi trayectoria» (La existencia del cristianismo). El hombre que centra su existencia en Dios vive «en estado de paraíso».

Nada extraño que antes de entrar en coma, Guardini haya orado largamente con las palabras -para él entrañables- de san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en Ti». Esta tensión hacia lo alto, típica del talante melancólico que tanto sufrimiento le deparó a lo largo de su vida, otorga a sus obras un hálito de vida espiritual que tan aleccionador resulta para quien desea superar la cortedad de miras del espíritu mundano.