El celo de tu Casa - Alfa y Omega

El celo de tu Casa

Tercer domingo de Cuaresma

Juan Antonio Martínez Camino
La purificación del templo, de El Greco. Parroquia de San Ginés, Madrid

Cerca de donde escribo, la parroquia madrileña de San Ginés guarda en su rico patrimonio artístico la última versión de la expulsión de los mercaderes del templo pintada por El Greco. Hasta finales de abril, está fuera de casa, en la gran exposición a Su imagen, que no habría que dejar de saborear, en la plaza de Colón.

El pintor griego era muy devoto de esta escena. Se conservan por lo menos cinco versiones de su mano y otras cuantas de su taller. Meditó el misterio de la purificación del templo a lo largo de toda su carrera, ya desde sus años italianos hasta esta soberbia pintura de San Ginés, creada después de 1610, en los últimos años de su vida. Algunos piensan que en este tema habría que buscar una de las claves decisivas de la personalidad del gran pintor del Siglo de Oro.

No parece que fuera un interés moralista el que centrara la atención de El Greco en esta escena, pintada no sólo por el evangelio de Juan, sino también por los tres evangelios sinópticos. Una escena que pertenece, por tanto, al corazón del Evangelio, de la buena noticia de Dios que trae Jesucristo. El Evangelio implica una moral, pero no es una moral. Es, ante todo, eso: una novedad divina que mueve al alma hacia el verdadero futuro que Dios le depara.

Dicen que El Greco, en el espíritu de la Reforma católica, habría visto en esta fuerte acción de Jesús la inspiración para la obra de limpieza de las costumbres, tan necesaria entre los eclesiásticos y el pueblo fiel. Empuñando el látigo frente a los mercaderes del templo, el Maestro pone ciertamente de relieve la urgencia de limpiar la vida cristiana de las ambiciones mundanas, que oscurecen el testimonio apostólico y corrompen la vida eclesial y social.

Pero El Greco ha ido más allá. Hace también la lectura teológica del gesto del Salvador, que no ha venido principalmente a decirnos lo que tenemos que hacer. Eso ya lo decía la Ley de Moisés. Ha venido, ante todo, a darnos la libertad y la fuerza para vivir de acuerdo con nuestra vocación divina y, por tanto, para actuar en verdad.

Es la lectura que se significa en la intensa conversación que Pedro y los otros discípulos sostienen en el lado derecho de la escena, protegidos por la mano del Señor. ¡Le devorará el celo por la Casa del Padre!: palabras del salmo que musitan escudriñando su sentido. La clave de éste la da el artista en el gran Adán, en blanco marmóreo, que apunta a Jesús desde su nicho, sobre una peana en la que se representa al ángel expulsando a los primeros pecadores del Paraíso. Sí, el viejo Adán crece, liberado por el nuevo Adán, Jesucristo, que, efectivamente, será crucificado por causa de su amor al Padre y del celo por su Casa. Con su cruz y su resurrección destruirá el pecado y reconstruirá al hombre caído, abriéndole un templo limpio para el encuentro con Dios. Su cuerpo glorioso es ese nuevo templo. En la versión de Londres, en lugar del gran Adán, figura de Cristo resucitado, El Greco había pintado a Isaac en su sacrificio, prototipo de Cristo crucificado a causa de su obediencia y por causa de nuestra libertad.

Evangelio / Juan 2, 13-25

En aquel tiempo se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: El celo de tu Casa me devora.

Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?»

Pero Él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.

Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque Él sabía lo que hay dentro de cada hombre.