Sor Teresa, monja dominica a los 23 años: ¿estás loca? - Alfa y Omega

Sor Teresa, monja dominica a los 23 años: ¿estás loca?

Sor Teresa, monja contemplativa del Real Monasterio de Santo Domingo en Caleruega, ha dado testimonio de su vocación en la web del Movimiento Juvenil Dominicano Internacional

Colaborador
Sor Teresa

En febrero de 1999, el Maestro de la Orden Timothy Radcliffe escribió una carta a los frailes y hermanas en formación inicial. Aunque yo entonces sólo tenía 5 años y ni pensaba en ser monja ni tenía ni idea quién era Domingo de Guzmán, se me ha ocurrido usar dicho texto para este pequeño escrito en el que os comparto un poco mi experiencia, mi corta experiencia en la Orden.

Mi nombre es Teresa, tengo 23 años y soy profesa temporal en el Monasterio de Santo Domingo de Caleruega. Si ya es raro que alguien se decida por la vida del claustro en este momento de la historia, supongo que debe resultar aún más sorprendente que lo haga en una Comunidad que supera los 70 años de edad media de sus miembros. ¿Estás loca?

Bueno, yo también me hago esa pregunta de vez en cuando y, no sé muy bien qué responder. Puede que haya perdido un poco la cabeza pero es precisamente en esta vida donde he podido encontrar la paz y la alegría que en mis 18 años anteriores, sensatos y prudentes, no conseguí hallar.

Cuando, en el año 2012, me despedí en mi perfil de Facebook, escribí: Me voy por alguien que hará todo por mí cuando yo no me sienta con fuerzas, me voy por alguien que me consolará en el sufrimiento, me voy a la vida fácil, al no hacer nada para que Él lo haga todo en mí. Y ahora que pretendo compartiros un poco mi día a día he querido empezar con esa misma verdad, no ya en esperanza, sino habiéndolo comprobado un poco: que es Dios quien hace la obra y precisamente por eso, porque la lleva Él, es posible, si no…

Decía Timothy: Las razones que nos han traído a la Orden quizá no sean las que nos llevan a permanecer en ella. Como católica y practicante, la vida de las monjas me pareció siempre muy respetable y valiosa para la Iglesia, pero jamás pensé que podía incluirme en su número, valiosa y respetable sí, pero no para mí. Esa «leyenda negra»” que sitúa a las monjas aún en la edad media, entre rejas y monasterios oscuros, con penitencias continuas, con poca cultura, sin conocimientos de nada tecnológico, con caras serias y estricto silencio, supuso un verdadero obstáculo que me echaba para atrás. Por eso, ante la posibilidad de que Dios podía estar llamándome a esta vida, me decidí a probar: así me quitaba pronto la duda de encima, que no me dejaba tranquila, y podía seguir con mis planes… Sobre todo pensaba que no era compatible con mi forma de ser, con mi manera de afrontar la vida, de verla, con mi ser hija del siglo XXI etc. Al principio sentía un gran peso y le preguntaba con frecuencia a Dios: ¿por qué me metes a mí en esto? Hasta que un día me di cuenta que había dejado de decir «el convento» para decir «mi casa»; había dejado de hablar de «las monjas» para decir «nosotras»… ¡pero si yo no quería! Desde luego que no fue de la noche a la mañana y conté con la ayuda de mis hermanas que creyeron en mí y en mi vocación cuando yo dudaba más que nadie de ella, pero así, poco a poco en palabras del mismo Radcliffe: me quedé porque este deseo se apoderó por completo de mí. Y tal cambio me parecía la mayor prueba de que esto no podía ser sólo algo mío.

Es verdad que no tenemos que reinventar la Orden en cada generación, pero fue parte del genio de Santo Domingo fundar una Orden con flexibilidad y adaptación como parte de su ser. Y es que no os voy a negar que vivir en una Comunidad de hermanas mayores tiene sus desafíos y sus luchas de cada día, pero aprendes y descubres cosas de enorme valor. Al principio, ante los malentendidos, una puede caer en el error de pensar con cierto victimismo ¡es que no me comprenden! O, incluso, sentirse juzgada, pero la vida de Comunidad es un continuo aprendizaje y si estás dispuesta a que Dios te cambie los esquemas, comprendes que las cosas quizá no sean exactamente como pensabas y que, por encima de las diferencias, (grandes, no lo voy a negar), nos une una misma llamada, algo a lo que apelar al final de cada discusión, algo que está por encima del ¿quién tendrá razón?: ¿qué es lo que Dios quiere de nosotras?

Así, yo descubrí que la convivencia con mis hermanas, no era algo que debía «tolerar porque no me quedara más remedio», sino el lugar de mi Predicación, la materia de mi Predicación, la homilía de mi vida que quiere entregarse en la Orden de Predicadores. ¿Si no fuera por Dios, qué sentido tendría esto? ¿No es Él quien nos ha convocado y nos sostiene? ¿Quién nos une, sino Dios? Aún con nuestras diferencias ¿no compartimos los mismos motivos, el mismo Motivo que nos tiene aquí?

Aun así, soy consciente de que yo pertenezco a otra época; No se trata sólo de un salto generacional, pienso que es algo mucho más novedoso. No tengo ni idea de cómo se conjuga, pero cada vez sospecho más que no se trata de un «cambio de costumbres» sino de una manera nueva –aunque siempre antigua– de ser monjas dominicas.

No es reinventar la Orden, sino discernir lo que el Espíritu está queriendo con todo esto que, humanamente hablando, no deja de ser una locura. Por eso estoy convencida que todo tiene una razón de ser mucho más profunda. Un desafío, una tensión, un ser fiel a Dios y la humanidad de la que formamos parte y a la que somos enviadas, juntas, como Comunidad.

En un mundo dividido y aislado, que descarta a los ancianos en las residencias y a los jóvenes les niega la oportunidad de un trabajo, de un futuro, ¿no es ahora más necesario que nunca un grito que despierte al mundo, un ¡es posible!? Pero no por nuestras fuerzas, sino porque es Dios el dueño de la empresa y por tanto: ¡peor para él si no nos echa una mano!

No os voy a negar que a veces me preocupe el futuro. Bueno, a veces no, siempre. Pero es una preocupación que al mismo tiempo me hace experimentar la libertad. Os pondré un ejemplo:

En el Parque de Atracciones de Madrid hay una montaña rusa llamada el Abismo. Al subirte y comenzar el viaje, el vagón lleva una lenta velocidad que te hace arrepentirte de haber montado mientras sube despacito una estructura completamente vertical que, en un ángulo de 180º acaba dejándote boca abajo. Mientras subes a velocidad lenta, crees ingenuamente que sujetándote bien, podrás agarrarte en caso de que los cinturones fallen y por eso te mantienes rígida, tensa y con dolor de espalda y de cuello. Cuando llega el momento y durante unos 3 segundos permaneces de cara al suelo, cuando escuchas el clic de los cinturones de seguridad y notas toda tu sangre en la cabeza, cuando reconoces que da igual lo mucho o poco que te sujetes pues aquello escapa a tus capacidades, entonces es cuando empiezas a disfrutar: te relajas, te dejas llevar, nada depende de ti, ¡tú sólo vive intensamente!

Así me ha sucedido en el convento. Cuando al principio creía que podía controlar algo, que (aunque fuera una parte muy pequeña de esta historia) había algo que estaba en mi mano, me mantuve tensa, rígida, preocupada, queriendo evitar la próxima curva del trayecto. Entonces vinieron las crisis y nada pudo evitar que me encontrara de cara al suelo. Daba igual que me sujetara, aquello escapaba a mi capacidad. Y sin embargo, no caí, me sujetó no ya el cinturón, sino las manos de Dios en las que puse mi vida y a las que dejé que guiaran mi trayectoria. A veces parece que tocas el cielo, que casi podrías volar, cuando el aire te roza las mejillas y desde allá arriba las vistas te resultan preciosas, otras, en cambio, estás por los suelos, notando el roce del coche en el carril de la atracción, la cabeza se te inclina y no ves apenas nada. No importa. Lo esencial es que te sabes en buenas manos, y eso te hace sentir libre. Disfrutando del hoy como lo único que te pertenece, y al mismo tiempo lo único que tienes para dar; sin buscar garantías de nada, ni calcular presupuestos.

En 1217, Santo Domingo dispersó a los frailes, porque “el grano almacenado se pudre”. Los envió por los caminos sin dinero, como a los apóstoles. Pero uno de los frailes, Juan de Navarra, rehusó viajar a París sin tener dinero en su bolsillo. Domingo invita a Juan a confiar, no con arrogante confianza en sí mismo, sino en el Señor, que cuidará de él durante el viaje, y en su hermano que lo envía. Cuando Domingo ve que todavía está lejos de conseguirlo, tiene misericordia de él.

–¿Qué pides?– Se nos pregunta en la toma de hábito y la profesión.

–La misericordia de Dios y la vuestra– respondemos cada día con el deseo de permanecer.

Sor Teresa, junto a sus hermanas y el arzobispo

Sor Teresa
Publicado originalmente en la web del Movimiento Juvenil Dominicano Internacional