Ángel Pérez Pueyo: «Hay necesidad de Dios» - Alfa y Omega

Ángel Pérez Pueyo: «Hay necesidad de Dios»

El hasta ahora rector del Pontificio Colegio Español San José, de Roma, el sacerdote operario Ángel Pérez Pueyo, toma el domingo posesión como obispo de Barbastro-Monzón

Ricardo Benjumea

Acaba de volver de unos Ejercicios en Tres Cantos (Madrid), con el jesuita Germán Arana. «Han sido unos días de mucha paz y serenidad», cuenta. Por momentos, se ha sentido «verdaderamente quebrado emocionalmente, asombrosamente bendecido por la gracia». Ante cualquier atisbo de miedo o incertidumbre, en los pequeños detalles, «sientes que Él te dice: Mira, esto es obra mía, tú tranquilo, no te preocupes».

Te basta mi gracia [su lema episcopal]
Ése es un poco el reflejo de mi vida: una persona tan frágil, con tantas imperfecciones, que ve que el Señor le va conduciendo siempre. He hablado muchas veces de mi situación familiar, con mi hermana minusválida, y las preocupaciones de mis padres. Pero en medio de las dificultades, siempre se abrían nuevos cauces. Aprendí a fiarme de Él, y a dejar que me utilizara para su obra de salvación.

Usted ha estado siempre vinculado a la pastoral vocacional y a la formación de sacerdotes [formador en el Seminario Menor de Tarragona, Director General de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos del Corazón de Jesús, Secretario Técnico de la Comisión de Seminarios de la CEE, Rector del Colegio Español…] ¿Qué tipo de curas quiere en Barbastro?
Los que Dios nos regale. Dios nos regala los sacerdotes que necesitamos en cada momento. En el Colegio Español, me ha conmovido ver a tantos sacerdotes jóvenes llenos de ilusión, con unos desafíos extraordinarios, y al mismo tiempo tan humanos, tan cercanos… Hoy necesitamos curas así, hombres con entrañas de misericordia, capaces de salir a los caminos para responder a la necesidad real que tiene la gente, que es de Dios mismo, aunque algunas personas no lo sepan. Yo estoy convencido de que existe esa gran necesidad, frente a la gran estafa de una sociedad en la que hemos privado al hombre de la trascendencia, y lo hemos dejado minusválido.

Cito una idea suya: Benedicto XVI puso el énfasis en el centrarse [en Cristo]. Francisco anima al descentrarse [hacia las periferias]. ¿Cómo afrontan los sacerdotes este cambio?
Juan XXIII descubre que el hombre necesita a Dios, pero no estamos sabiendo dárselo. A Pablo VI le toca conducir el Concilio, con sus convulsiones, porque los partos siempre son traumáticos, pero se abren a la vida. Y llega Juan Pablo II, que hace de su púlpito el mundo entero. Después, el Señor nos viene a decir: «Ya tenemos una Iglesia misionera que ha dejado atrás sus complejos. Ahora, volvamos al centro, a Jesús». Tras Benedicto XVI, el siguiente paso era llevar ese centro a todos los rincones del mundo. Porque, desgraciadamente, tenemos hoy a más hijos fuera que dentro de casa, y hay que salir y ofrecer de nuevo esas puertas abiertas, lo que no significa disminuir las exigencias. El reto es ofrecer a Jesucristo con la máxima entrega: no con ideas ni ideologías, sino con un estilo de vida que conlleva renuncias, pero que nos llena de alegría, vitalidad, ilusión, esperanza… Un sacerdote me decía: «¿Te has dado cuenta de que este Papa siempre nos riñe a los curas? Yo le dije: «No, sólo nos riñe a los curas casposos, a los que vivimos el ministerio como si fuera una especie de funcionariado».

Vuelve usted a Aragón.
Sí, pero, aunque Barbastro no está lejos de Ejea de los Caballeros, mi pueblo, nunca había estado allí. Sí en Monzón y en el Alto Aragón, donde hay un denominador común en el estilo de la gente: personas recias, aguerridas, que han tenido que luchar contra tantas inclemencias, ahora contra la despoblación y el envejecimiento… Me siento bendecido por que el Papa me eligiera para esta diócesis, que sin duda es, en todas sus vertientes, periférica, humilde, y con unos sacerdotes entregados, abnegados por su pueblo.

Hereda usted la patata caliente de los bienes de la Franja. ¿Eso tiene arreglo?
Yo conocía el tema sólo por los medios, y como aragonés era sensible al problema. Es un tema que acojo sin que me asuste, y también con la humildad de que, si mis predecesores no lo han resuelto, entiendo que la cosa no es fácil. Pero, por otro lado, ahora quisiera centrarme en los problemas de fondo, no en las quejas. Para analizarlo objetivamente, querría tomarme un tiempo. Antes de volver de Roma, pedí audiencia con el Secretario de Estado, para saludarlo y ponerme a su disposición, y para pedirle información sobre este tema, así que imagino que me encontraré en mi despacho de Barbastro un informe sobre el estado de la cuestión. A partir de ahí, intentaré dialogar con unos y con otros. Me parece que este tema no debe ser nunca en la Iglesia un arma arrojadiza.

La suya fue una vocación muy temprana. Con 9 años, le dijo a sus padres que quería irse al Seminario. ¿De dónde surge su vocación?
El don de la fe se lo debo, en primer lugar, a mis padres, gente muy humilde y sencilla. Yo nazco justo cuando mis padres están viviendo el drama de la enfermedad de mi hermana, dos años mayor que yo, y veo que son capaces de entender y afrontar la enfermedad y el sufrimiento con ojos de fe. Todo eso yo creo que me ayudó como caldo de cultivo. El detonante de la vocación fue un Hermano de San Juan de Dios, que pasó por mi escuela a contar su experiencia, y al final, como era habitual, hizo la pregunta fatídica: «¿Alguno queréis ser sacerdote?». Levanté la mano. Mis padres hablaron con el cura de mi pueblo, y él me llevó al Seminario Menor.

El día que entró al Seminario —según le contó a usted su madre—, su padre se prendió una cruz en la solapa de la chaqueta, y cada noche se ponía de rodillas ante el crucifijo de su habitación para pedir por usted…
Ésta ha sido de las cosas que más me han conmovido… Yo ya me había olvidado de aquella cruz, de aquel traje. Años después, cuando voy a amortajarlo, y me encuentro con aquella cruz en la solapa…