El día 12 de octubre une para la historia a España y a las naciones de habla hispana del mundo impresionantemente multiforme descubierto por Colón en el 1492.
Por la secular tradición, España fue evangelizada por el Apóstol Santiago, en el más bien corto espacio de tiempo entre Pentecostés y su muerte por espada mandada por el rey Herodes —el hijo de Aristóbulo y nieto de Herodes el Grande— en Jerusalén, en el año 44 de la era cristiana. Santiago el Mayor es uno de los hermanos Zebedeo, diferente del otro Santiago, hijo de Alfeo, que menciona la literatura neotestamentaria —recordado como Santiago el Menor— que gobernó la iglesia de Jerusalén hasta su muerte en el año 62 y autor de la carta canónica que lleva su nombre.
Vino, dice la misma tradición, a España –como otros fueron a Siria o a Etiopía– para poner por obra el mandato que Jesús les dio cuando marchó al Cielo, para desparramar por el mundo su doctrina y bautizar a los que creyeran y se salvaran. A pesar de ser Santiago uno de los temibles Boanarges, parece que sufrió el terror del desaliento por el escaso fruto de su actividad como predicador de la Nueva Buena salvadora. Por ello, a darle ánimos vino aún en carne mortal la Virgen María. Le animó en el mal momento y le pidió que hiciera una iglesia donde sería honrado su Hijo y Señor de todos, con la promesa de que no faltarían creyentes —eso encierra como símbolo la columna— en la dura tierra que el apóstol sembraba. Pocas cosas auguraban entonces que los descendientes de aquella pobre y terca gente pudieran disponer en el futuro de uno de los templos más visitados de la Cristiandad.
Las dificultades para aceptar como verdadera y ciertamente histórica esta tradición no han faltado ni son de poca entidad. Unas han nacido de personas que estrictamente requieren la presencia formal de aquellos elementos que postula la rama de saber que se llama Historia; otras dificultades provienen de quienes están llenos de prejuicios racionalistas que, por principio, se cierran a todo lo que tenga un presupuesto sobrenatural y convierten así sus conclusiones en un modo de saber práctico pero corto, por limitar a lo experimentable la verdad.
Solo aparecen documentos escritos en pro de la tradición aludida a partir del siglo IX. Antes de ese tiempo, todo es silencio en los escritores prolíficos Isacio, Orosio, Leandro, Isidoro, Julián de Toledo; no hay mención alguna en la liturgia mozárabe y silencia el origen del culto en el Pilar el mismo Prudencio, que era del terruño. A partir de la segunda mitad del siglo IX se dispone de abundante documentación que atestigua el culto dado a Santa María en el sitio del Pilar en la Hispania celtibérica: donaciones numerosas a Santa María la Mayor de Zaragoza, bula del papa Gelasio II concediendo indulgencias para reconstruir el templo destrozado por el poder musulmán, los reyes aragoneses se ponen bajo su protección, también lo hicieron Sancho el Fuerte de Navarra, el conde Berenguer de Barcelona y un largo etcétera. Cierto que, en apéndice manuscrito del códice gregoriano catedralicio Los Morales de San Gregorio Magno, se encuentra referencia de por qué en ese sitio se da culto a la Madre de Dios, con un lenguaje poco verosímil aunque encantador; se pensaba que el escrito era del siglo VI, pero la rica investigación histórica arrojó agua fría a los defensores a ultranza de la visita de la Virgen en carne mortal por datarlo, según criterios científicos, en el siglo XIII y, por tanto, no viene el códice en ayuda de explicar el tiempo anterior. ¿Es entonces invento de hombres la antigua tradición famosa? La ligereza para afirmarlo sería peligrosa sin tener en cuenta que lo que pudo escribirse también pudo quemarse cuando lo mandó hacer Diocleciano con todos los escritos cristianos de cualquier naturaleza; tampoco ha de extrañar que desaparecieran, de haber existido, con la acción destructora del tiempo (y aquí se estaría hablando del espacio de veinte siglos). También debe quedar claro que lo sobrenatural —en este caso se trataría de una traslación o de una bilocación— no ha de negarse ni afirmarse solo por el hecho subjetivo de que a alguien le parezca verosímil o inverosímil; ocasiones hubo y no pocas en que fue así, teste historia. Una cosa más. ¿Es necesario dejar por escrito como testimonio para la posteridad algo que se posee pacíficamente como verdad? Ni siquiera los archivos civiles que aseguran la referencia de la paternidad existieron desde siempre, y no por ello nacen los hijos sin padre conocido; perdón, sin padres conocidos.
El día que se celebraba en España la fiesta de Nuestra Señora del Pilar fue el mismo día en que la voz de Rodrigo de Triana dio el grito de ¡Tierra! Lo oyó el Almirante y sosegó a los hermanos Pinzón. Ponía fin aquella voz a la desesperación y al agotamiento del peregrinaje por el mar, cuando parecía a todos los expedicionarios que estaban abocados a la perdición sin remedio. La empresa, financiada desde España y mandada por el Almirante Colón, descubrió el 12 de octubre de 1492 para el mundo viejo una tierra nueva desconocida e inmensa. A la acción de gracias siguió la evangelización de sus gentes. A los indios llegó el Padrenuestro, la Salve, la lengua, la cultura, la fe en la Madre de Dios.
La fiesta vieja de España, honrando a la Virgen María del Pilar, por ser Ella y por vigilar su evangelización, se ensancha en Hispanidad nueva, por ser Ella y por velar por la extensión del Evangelio de su Hijo.