Nació Santa Eulalia en Barcelona hacia el siglo IV, hija de unos padres que gozaban de buena posición social y que le inculcaron la fe. Le tocó vivir a santa Eulalia la época en que el Emperador Diocleciano había enviado al prefecto Daciano a la Hispania Romana con una misión precisa: intensificar la persecución contra los cristianos. Barcelona no fue una excepción.
De ahí que santa Eulalia, cuando consideró que había llegado el momento, abandonó su hogar, recorrió una larga distancia y se presentó ante Daciano. De acuerdo con la tradición, le preguntó: «Juez inicuo ¿cómo te atreves a sentarte para juzgar a los cristianos? ¿Acaso no temes al único Dios verdadero?». Ahí no terminó la acusación: santa Eulalia siguió. Estupefacto y furioso, el prefecto mandó azotarla como primera fase de una serie de tormentos. La santa aguantó todos y cada uno de ellos. Al final, fue crucificada, siendo su cuerpo cubierto por la nevada por lo que no se cumplió la orden de Daciano: «Que sea suspendida en una cruz hasta que las aves de rapiña no dejen ni los huesos».