Juan Pablo II, razón y persona - Alfa y Omega

Juan Pablo II, razón y persona

Don Joaquín Navarro-Valls, director de la Sala de Prensa del Vaticano desde 1984, ha sido galardonado recientemente con el Premio Luca Brajnovic, que concede la Universidad de Navarra, y tambien ha sido investido doctor honoris causa por la Universidad Cardenal Herrera-CEU, de Valencia. Alfa y Omega recoge un extracto de su discurso de investidura

Joaquín Navarro-Valls
Don Joaquín Navarro-Valls. Foto: REUTERS/Tony Gentile

Hoy en día, una de las dificultades mayores para la transmisión y la comunicación de valores -y, concretamente, de valores trascendentes- es la desaparición de un sistema común de referencias. Si es posible entendernos, cuando hablamos, se debe a que las palabras que empleamos habitualmente ocupan un lugar preciso en un cuadro de referencias compartido por una comunidad en un determinado momento histórico y cultural. Durante siglos, en lo que se ha dado en llamar Occidente cristiano, existió un acuerdo en el significado de aquellas palabras. El arte, la Historia, la literatura de aquellas épocas así nos lo confirman. Actualmente, la situación en este punto ha cambiado de raíz. Las sociedades occidentales han perdido su homogeneidad cultural y diversos sistemas de referencia conviven juntos en una misma comunidad, empañando de este modo el significado último de las palabras que utilizamos; los conceptos se vacían y la realidad se torna vaga y huidiza. La cuestión se podría formular así: cuando hay un sistema cristiano de referencias, Dios es la referencia para el hombre. Cuando se considera a Dios irrelevante, el hombre se hace autorreferencial. Y el resultado es que el ser humano se convierte en una pregunta sin respuesta y un enigma para sí mismo. Ésta es una situación relativamente difundida hoy en el mundo. Y en este contexto resulta problemática la transmisión de verdades, y, particularmente, de la verdad cristiana.

Pero la dificultad no es sólo funcional a los procesos comunicativos, sino que también se hace sentir a nivel teórico y práctico, porque el problema es que al hombre le resulta imposible pensar fuera del lenguaje. Por eso, en ausencia de un vocabulario de valores, se elabora otro lenguaje alternativo. El clima cultural hoy reduce la racionalidad a una dimensión simplemente instrumental, utilitarista, calculadora o estadístico-sociológica. El pensamiento, reducido a un estado de debilidad, no puede entender ya al ser humano si no es desde una perspectiva relativa y pragmática. Todo, en definitiva, se convierte en opinión.

Pues bien, el pontificado de Juan Pablo II ha emprendido la tarea de reconstruir aquel vocabulario común, imprescindible para que pueda entenderse hoy la realidad humana y el universo de valores cristianos. Es decir, para que el Evangelio pueda ser, primero, entendido y, luego, aceptado y practicado. Este modo de presentar la verdad cristiana era ya una señal distintiva en los escritos y la actividad pastoral de Karol Wojtyla, y lo ha seguido siendo en la inmensa obra magisterial de Juan Pablo II, en cuyos documentos esta misma voluntad de reconstrucción conceptual me parece evidente. El carácter sintético de esta reflexión me permite mencionar dos ejemplos en esta perspectiva.

La encíclica Fides et ratio crea el sistema de referencias adecuado para enfocar uno de los temas no resueltos de la modernidad: el pesimismo engendrado por la supuesta incapacidad de la razón humana para conocer verdades fuera del campo de lo experimental. En este paisaje cultural, Juan Pablo II argumenta la capacidad de la razón humana para alcanzar -de acuerdo con la naturaleza limitada de lo humano- las verdades fundamentales de la existencia: la espiritualidad e inmortalidad del alma; la posibilidad de formular juicios no sólo auténticos, sino sobre todo verdaderos; la capacidad de captar el bien y de seguir la norma moral. Es decir, de responder racionalmente a aquellas cuestiones últimas ante las que el conocimiento científico-experimental permanece mudo. No es, por lo tanto, extraño el interés también académico y alejado de la geografía católica, con que fue recibido aquel documento.

Tal vez una de las esferas semánticas a las que el Papa haya dedicado mayor esfuerzo clarificador sea la del amor humano, la relación amorosa interpersonal y todo lo que con ella se relaciona: la familia, el matrimonio, o la sexualidad humana. La comprensión de la moral cristiana acerca de esas realidades se hace hoy extraordinariamente difícil, como consecuencia de la confusión antropológica. Lo verdaderamente problemático no es la estructura de la norma moral, sino la debilidad de la reflexión sobre los conceptos de naturaleza humana y de persona. Consciente de esta situación, Juan Pablo II dedicó una larga serie de audiencias a explicitar detalladamente los fundamentos antropológicos, filosóficos y escriturísticos del tema del amor.

Por todo esto, la enseñanza de Juan Pablo II no es la repetición de una serie de postulados dogmáticos, ni se identifica con la formulación condensada de un catecismo de afirmaciones. El mensaje que Juan Pablo II comunica en el campo de la moral no carga al hombre de deberes que no entiende, sino que le ayuda a entender que la aceptación de determinadas responsabilidades morales es el único modo para llegar a ser lo que se es; es decir, persona humana. Naturalmente, esta gigantesca tarea de rehacer los parámetros conceptuales de una época exigía medios extraordinarios, puesto que de lo que se trataba era de invertir una de las más populares pretensiones culturales de nuestra época que, como ustedes saben, es la subjetivización del hecho religioso.

Quizás su última gran tarea de rehacer un sistema común de referencias la haya realizado Juan Pablo II con su ancianidad, su enfermedad y su muerte. La decadencia biológica del ser humano aparece silenciada a menudo en nuestro paisaje cultural. Problematizada, como está, la debilidad física es señalada como escándalo. Creo que él ha transmitido nítidamente la verdad de que la vida humana conduce a la muerte como a su final, pero no como a su sentido último. Es más, que la vulnerabilidad física, y los límites que ella trae consigo, son una revelación de la estructura de lo humano desde la que recibe nueva luz el sentido de la responsabilidad de la propia vida. Y que ignorar esa revelación es lo mismo que resignarse a vivir en un nivel inferior a lo humano.