A las orillas del Tíber - Alfa y Omega

A las orillas del Tíber

«Jesucristo no se bajó de la Cruz»: así responde Juan Pablo II a cuantos le preguntan por qué no renuncia. Su extraordinaria respuesta parece hacerse eco de los mismos sentimientos del primer Pedro, que pide con toda humildad ser colocado, cabeza abajo, a los pies de su Maestro, pero clavado, y bien clavado, a la misma Cruz redentora. Con su sangre, hecha una sola cosa con la que Cristo, Pedro y Pablo plantaron en Roma la única Iglesia, que permanece por los siglos sólidamente cimentada en la Roca del Sucesor de Pedro. Es la Iglesia de los mártires, testigos privilegiados del poder salvador del Crucificado. Un poeta español de los primeros tiempos cristianos, Aurelio Prudencio Clemente, cantó con ardor a la Iglesia de los mártires. Ofrecemos en esta página uno de sus himnos al Martirio de los apóstoles Pedro y Pablo, en vísperas del Día del Papa, como expresión de cariño y adhesión filial a Su Santidad Juan Pablo II; y asimismo unos expresivos versos dedicados a san Pablo por dos poetas españoles de hoy

Redacción
Pedro y Pablo, Lello Scorzelli. Museo Vaticano de Arte Moderno

Los fieles se reúnen en más número que de ordinario; dime, amigo, ¿qué pasa? Por toda Roma discurren y dan gritos de vítor. Este día nos ha devuelto la fiesta del triunfo de los apóstoles Pedro y Pablo, nobles por su sangre. Un mismo día, pero de año distinto, vio a uno y a otro laureado con su muerte victoriosa.

Sabe muy bien al largo tiberino, que tiene sus orígenes junto al río, el césped consagrado por los dos trofeos, el del testigo de la cruz (Pedro) y el de la espada (Pablo), porque regando a tales trofeos corrió dos veces la lluvia de la sangre por las mismas hierbas.

La primera sentencia arrebató a Pedro, condenado por las leyes de Nerón a ser colgado de una elevada cruz. Él, sin embargo, temiendo con la emulación de la gloriosa muerte buscar la misma suerte del gran Maestro, exige que le claven con la cabeza abajo y los pies arriba para tocar el pie de la cruz con el cerebro. Clavan, pues, las manos abajo y los pies arriba, hacia la cúspide; por esto es mayor en el alma cuanto más se achica en el cuerpo. Sabía que desde cuanto más abajo, antes se suele subir al cielo, y abajo su rostro por emetir su alma.

Y cuando el redondo orbe recorrió en su órbita el camino del año y el sol nacido trajo el mismo día, Nerón vomitó su crudo furor sobre la cerviz de Pablo, y manda herir al Apóstol de los gentiles. Él se había anunciado así mismo el próximo fin: «Hay que volver a Cristo; ya me estoy acabando», dijo. Y no tuvo que esperar; lo cogen, lo castigan y le cortan la cabeza; no le falló al profeta ni el día ni la hora.

Crucifixión de san Pedro, Filippino Lippi. Santa María del Carmine, Florencia

El Tíber separa el cuerpo de los dos, sagrado en ambas orillas, porque corre entre los dos sepulcros. El litoral derecho, abundante en olivos y en fuentes de agua, posee a Pedro bajo dorados techos. En la otra parte, la vía Ostiense conserva el sepulcro de Pablo por donde el Tíber recome el césped de la izquierda. El lugar está adornado con regia munificencia; un buen emperador dotó estos lugares santos y adornó el recinto con oro precioso.

He aquí los dos tesoros que el Padre Eterno dio a venerar a la ciudad togada. Mira cómo afluye toda la ciudad de Rómulo por dos distintas calles; un mismo esplendor festivo pulula en ambos sepulcros. Dirijámonos nosotros con rapidez alegre y disfrutemos de unos y de otros cánticos. Iremos lo primero a la orilla derecha, pasando por el puente Adriano; luego nos dirigiremos a la orilla izquierda. El sacerdote madrugador sacrifica, ante todo, en el transtiberino Vaticano, acude luego a la otra orilla y renueva su sacrificio.

Ya has aprendido bastante en Roma; ahora, volviendo a tu patria, acuérdate de celebrar esta doble festividad.

Al apóstol Pablo

Si del caballo caíste
fue para elevarte más.
De hoy por siempre seguirás
al Cristo que perseguiste.
Ruega por mí, ciego y triste,
que Saulo de errores fui.
Si en el pecado me hundí,
pueda seguirte en tu vuelo.
¡Desde el fulgor de tu cielo,
san Pablo, ruega por mí!

Ángel Valbuena Prat

En tempestad de ardor del cielo airado,
relámpago de luz selló tu vida,
y el dardo que te hirió dejó en tu herida
el honor del Señor cicatrizado.

José María López-Picó