Europa: raíces y sarmientos - Alfa y Omega

Europa: raíces y sarmientos

El 12 de mayo, se celebró el III Encuentro de movimientos cristianos Juntos por Europa, de forma simultánea en 130 ciudades. En un momento de gran confusión, se ha lanzado al continente un mensaje de esperanza: el cristianismo tiene potencia creadora para volver hacer de Europa un proyecto ilusionante. Lo cuenta, desde Viena, Gonzalo Moreno Muñoz

Gonzalo Moreno Muñoz

El 9 de mayo, se ha celebrado de nuevo el Día institucional de Europa, con las consabidas consignas oficiales para vender los logros políticos y económicos de la convivencia comunitaria. En los últimos años, desde que empezó la recesión, estos llamamientos se han hecho más angustiosos, porque cada vez surten menos efecto y el proyecto institucional europeo pierde adeptos según avanza la crisis. Se consolida la tendencia en los países de tradición euroescéptica, como el Reino Unido, y aparecen nuevas desconfianzas, como la italiana. Y es que es difícil atajar un problema yendo solamente a las consecuencias, sin trabajar las causas. Las nítidas ventajas económicas y las más difusas ventajas políticas se tambalean por igual cuando vienen tiempos recios, como se vence un árbol sin raíz profunda al soplar viento racheado.

Tres días más tarde del aniversario oficial, tuvo lugar, simultáneamente en 130 ciudades europeas, con actos centrales en el Square Meeting Centre de Bruselas, el tercer encuentro Juntos por Europa. La iniciativa, surgida en 1999 como un movimiento de movimientos cristianos de todas las confesiones, ha sido, una vez más, el espejo amargo y dulce de una mirada honesta a la Europa de nuestros días. Europa es una amalgama de lenguas y culturas con sangriento pasado, que no tiene orden ni concierto si no fuera porque la atraviesa un fenómeno integrador de vocación universal: el cristianismo. La concepción cristiana de la vida, con sus derivadas filosóficas, artísticas y políticas, es lo que ha dado a Europa nervio y cordura desde el Atlántico hasta los Urales. Así lo han proclamado incansablemente las sucesivas generaciones de prohombres europeos, desde el mártir Tomás Moro, hasta el banquero Jean Monnet, y así se ha demostrado en frutos fecundos esparcidos por todo el orbe. Poco importa que los socialdemócratas se queden en los valores abstractos de la paz y la justicia, mientras los democristianos apelen melosamente a los principios humanistas. La precisión de los conceptos no subvierte la realidad de las cosas.

Uno de los signos más alarmantes del estado actual de Europa es la confusión por doquier. La falta de criterio y de acción, pero sobre todo de claridad de ideas, es sintomático de esta fase que no es ni más ni menos difícil que otras, por la misma complejidad inherente a la empresa. Donde antes el Euro era santo y seña de la integración europea, ahora Grecia está al borde de abandonarlo. Francia, que fue corazón generoso, hoy amaga con ser miembro segundón. El proyecto de la UE que ha sido sinónimo mundial de excelencia, seriedad y fortaleza, hoy sólo es conocido por su debilidad e irrelevancia.

La antítesis de la confusión es la comunión. Esa comunión que posibilita abrirse al otro, dar en lugar de pedir, mirar en la misma dirección. Y que, si bien esto sólo se da en las relaciones interpersonales, es por ellas donde empieza cualquier diseño institucional. Ésa es la única bandera que puede agitar el alemán laborioso frente al griego despreocupado. Si no es así, los ciudadanos europeos que no saben de estabilidades presupuestarias ni de paquetes de rescates, no entenderán nada. Si nos quedamos sin argumentos, no habrá forma de dirigirnos a un hermano europeo, ni en el fondo ni en la forma, y el espíritu nefasto de Babel acabará con el edificio. La concreción técnico-jurídica de la Unión poco importa si la raíz no es lo suficientemente robusta como para aguantar un árbol creciente. Igual que cada invierno los sarmientos hay que podarlos para que brote renovado el nuevo ramaje, así deberá de ocurrir con las partes caducas del proyecto europeo.

El ministro italiano Andrea Riccardi dijo, en su intervención, que es hora del sano optimismo: «La esperanza debe de inundarlo todo; hay solución, y la vamos a encontrar». El cristianismo tiene potencia creadora para hacer de Europa otra vez esa casa ejemplar, atractiva y confortable, que sepa llevar a todo el mundo las virtudes que han dado vigor a su identidad.