Homilía íntegra del Cardenal arzobispo de Madrid, en la fiesta del Corpus - Alfa y Omega

Homilía íntegra del Cardenal arzobispo de Madrid, en la fiesta del Corpus

Antonio María Rouco Varela

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

I. En sentida y profesada comunión con toda la Iglesia presidida en su unidad por el Sucesor de Pedro, nuestro querido Santo Padre Benedicto XVI, celebramos en este nuevo año Litúrgico 2012 en Madrid la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. El Sacramento de su inefable presencia: real, substancial, única, no superada ni superable por ninguna otra forma de hacerse presente entre nosotros. El Sacramento memorial de su Pasión, en la que su Sacrificio de la Cruz se confía a la Iglesia por el ministerio de los sacerdotes para que lo pueda vivir siempre actualizadamente en todos y cada uno de los momentos de la historia y así experimentar constantemente en la vida de sus hijos e hijas el fruto de la redención. El Sacramento, por tanto, que abre al hombre la fuente inagotable de la verdad, de la esperanza y del amor. Si el hombre es y ha sido en todos los tiempos, después de su primer pecado, un hambriento y sediento del pan y del agua que sostiene y reconforta el cuerpo, más aún lo ha sido del alimento y de la bebida espiritual que sana y eleva el alma. El hambre y la sed de la verdad de Dios, de la esperanza en sus promesas y del don del amor, han constituido el ansia más profunda del ser humano y de la familia humana a lo largo y ancho de toda la historia. Un ansia que se manifiesta en el momento presente con una gravedad y unas características singulares. Hoy, como en pocas veces en el pasado más reciente y en el más lejano, se nos ha desvelado cómo las causas más profundas de las carencias materiales y de la pobreza física tienen profundamente que ver con los fallos morales y la indigencia espiritual. Por ello, portando por las calles de nuestro entrañable y viejo Madrid el Santísimo Sacramento, ¡a Cristo Sacramentado!, proclamamos y mostramos a todos nuestros ciudadanos -¡a la sociedad y al mundo!- que hay verdad, que hay esperanza, que hay auténtico amor: ¡que hay salvación! La salvación es Cristo «que ha venido como sacerdote de los bienes definitivos…» y «que, en virtud del Espíritu Eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, (y que) podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo» y que «por esa razón, es mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza» (cfr. Heb 9, 11-15).

II. Nuestra proclamación será tanto más creíble, cuanto más vaya acompañada y sustentada por una actitud de adoración y se exprese y testimonie con tal devoción y pureza interior que invite y mueva al que la oye y recibe con buena voluntad, a responder creyendo y adorando; es decir, acogiéndose humildemente al perdón misericordioso y a la gracia del Señor. En la noche de la gran Vigilia Eucarística de Cuatro Vientos en la JMJ 2011, el 20 de agosto último, preparándonos para la solemnísima celebración de la Eucaristía -de la Santa Misa- que presidiría el Papa a la mañana siguiente del domingo como su conclusión jubilosa, Jesucristo –«el amigo, el hermano, el Señor»– nos facilitaba, providencialmente, sirviéndose de la guía admirable de Benedicto XVI y de la respuesta sobrecogedora y emocionante de los jóvenes católicos de todo el mundo, el poder conocer y vivir una honda y conmovedora forma de adorarle a Él en el Santísimo Sacramento del Altar. La extraordinaria y riquísima lección espiritual y apostólica recibida aquella noche no podemos ni queremos ni debemos olvidarla nunca en nuestra propia experiencia personal de la vida de oración; tampoco en la configuración de una piedad y una espiritualidad eucarística renovada y, menos aún, en la concepción inspiradora de todos nuestros proyectos y propósitos de Nueva Evangelización. ¿Cuántos serían los presentes aquella noche tormentosa y emocionante de la adoración eucarística de Cuatro Vientos a los que se les abrieron los ojos del alma y reconocieron y adoraron a Jesucristo, el Salvador? ¿Cuántos que siguieron el acto por televisión u otros medios audio-visuales, se sintieron conmovidos e impulsado al sí de la fe? ¡Que el modelo eucarístico de la asamblea eucarística juvenil de Cuatro Vientos sea nuestro modelo en esta procesión del Corpus Christi madrileño del 2012 que va a tener lugar a continuación de la celebración de la Santa Misa! Ya no es posible en el hoy de la Iglesia de la Exhortación postsinodal Sacramentum Caritatis de Benedicto XVI ignorar o pasar de largo ante la verdad de la relación intrínseca entre la Santa Misa y la adoración del Santísimo Sacramento. Nuestro Santo Padre Benedicto XVI la subrayaba con especial énfasis: «En efecto, en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia. Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos». ¡Qué importante es para la renovación interior de la vida de la Iglesia y de sus fieles -¡de todos nosotros!- el que cuidemos en la forma externa de comulgar y en la acción de gracias subsiguiente la adoración silenciosa y compartida! (Sacramentum Caritatis, 66/67).

III. La adoración y la comunión eucarística, por la naturaleza misma de las cosas, van estrechamente entrelazadas en la vivencia de una auténtica piedad litúrgica, en la experiencia más espiritual de la oración individual y comunitaria y, muy señaladamente, a la hora del testimonio de la fe y de la profesión del amor fraterno. El Papa no duda en señalar que en la comunión eucarística, «en este acto personal de encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos de los otros» (Sacramentum Caritatis, 66).

En la comunión eucarística recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo ofrecidos como oblación y sacrificio por nuestros pecados. «Tomad esto es mi cuerpo»… «Ésta es mi sangre, sangre de la alianza derramada por todos» (cfr. Mc 14, 22-25), les dice el Señor a sus discípulos en la noche de la cena pascual al repartirles el pan y la copa del vino que Él bendice y entrega, anticipando lo que iba a hacerse realidad plena y consumada en la Cruz. Comulgando, con el alma arrepentida y perdonada de nuevo en el Sacramento de la Penitencia, participamos plenamente en el Sacrificio del Calvario y, por tanto, comulgamos «con el amor de donación de Cristo» y nos capacitamos y comprometemos «a vivir esta misma caridad en todas (nuestras) actitudes y comportamientos de vida» (Veritatis splendor, 107).

En la comunión eucarística, «el cáliz de nuestra acción de gracias, ¿no nos une a todos en la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo porque comemos todos del mismo pan» (1 Cor 10, 16-17). Sí, Cristo, Cabeza y Pastor de su Iglesia, continúa operando y haciendo presente la obra de su amor salvador entre los hombres contando con el amor de todos los miembros de su Cuerpo, ¡sus fieles! bautizados en el agua y en el Espíritu. El mandato del amor fraterno -¡amar hasta dar la vida por los hermanos!- nace del Corazón eucarístico del Salvador y se cumple cuando nos dejamos abrazar y abrasar por su gracia. En definitiva, «en el culto mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amado y el amar a los otros. Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma» (Deus Caritas est, 14).

En este Corpus Christi de 2012, en el que la palabra crisis sigue descubriendo -y ocultando a la vez- tanto sufrimiento en la vida de las personas y de las familias de Madrid, de toda España y de tantos otros países del mundo, la vivencia interior del ser amado por el Señor-Eucaristía que proclamamos como nuestro Salvador y la voluntad renovada de amar a los otros como Él nos amó, son condición indispensable -¡sine qua non!- para la autenticidad cristiana y la fecundidad humana y espiritual de nuestra celebración.

IV. Amar y ser amados por Cristo y en Cristo eucarístico implica, sobre todo, en la actual coyuntura histórica:

El respeto exquisito y el trato esmerado de la dignidad de toda persona humana, desde que es concebida en el seno de su madre hasta su muerte natural; especialmente aplicado a la que sufre pobreza, marginación, enfermedad, exclusión social. Sus víctimas principales son los niños, los jóvenes, los ancianos, los discapacitados y -tenemos que reconocerlo con mucho dolor- ¡las familias! La preocupación por el bien integral de la persona es inseparable del cuidado solícito y solidario que merece y necesita la familia, constituida sobre la mutua entrega y donación amorosa del padre y de la madre, fecunda en el don de los hijos.

La búsqueda y el servicio al bien común, tarea primordial y responsabilidad primera de la comunidad política y de los que en ella ejercen la autoridad; pero, también, exigencia básica para el comportamiento justo y solidario de todos los que depende el futuro de la sociedad por los cargos y responsabilidades asumidas y protagonizadas en los campos de la economía, de las finanzas, de la empresa, de los sindicatos y de las organizaciones sociales en general. Y, por supuesto, criterio imprescindible de acción y de conducta para cualquier persona que quiera responder coherentemente a las exigencias éticas de la moral natural y, no digamos, de la moral cristiana. Para cualquier hijo o hija de la Iglesia se trata de un urgente imperativo de compromiso social con lo que Benedicto XVI llama la coherencia eucarística (Sacramentum Caritatis, 83).

Una defensa incondicional de la dignidad de la persona humana y un impulso y fomento decidido del bien común, apoyados en principios y estilos de conducta y de convivencia marcados por la gratuidad, que en realidad sólo se hace posible cuando se está dispuesto a amar al prójimo, dándose; es decir, sacrificándose por el bien de los demás. Sacrificio que ha de ser tanto más grande, cuanto más y mejores sean la condición y las posibilidades materiales y espirituales de cada uno. ¡El que más tiene, más ha de dar!

Se trata de tres actitudes ante la problemática individual, familiar y social de nuestro doloroso día a día que urge recuperar y actualizar en todos los ámbitos de la vida privada y, muy principalmente, de la vida pública. A la vista de la gravedad de la situación por la que atraviesan tantas familias y tantos conciudadanos hermanos nuestros, hay que intentar con todas las energías morales y espirituales de que disponemos -o podemos disponer- a partir de la vivencia fiel de lo que exige en la práctica la coherencia eucarística, instaurar una verdadera cultura del bien común, acompañada e impregnada de una cultura de la gratuidad. No hay duda: ¡nos encontramos ante una exigencia primordial de la caridad cristiana auténticamente vivida!

V. Llevar, cantando jubilosamente, a Jesucristo Sacramentado por nuestras calles y plazas de Madrid, en este año de crisis, pero también de gracia, que es el año 2012, nos está pidiendo, sobre todo, a los que lo portamos y mostramos -pero, no menos, a los que lo ven pasar y lo contemplan- una disposición interior para la conversión: a Él, que en el Sacramento de la Eucaristía nos ofrece vivir la Caridad en la Verdad: en la verdad del Amor, que es Dios, y que Él, Cristo, su Hijo encarnado y muerto por nosotros en Cruz después de una crudelísima Pasión, nos descubre y nos regala como el más precioso tesoro y don de su amor, que no pasa nunca. Testigos de ese amor debemos y queremos ser para todos los que pasan a nuestro lado, para los que viven en la proximidad de nuestras casas y de nuestros lugares de trabajo, para los que lo han perdido y/o lo buscan agobiadamente; en una palabra, para todos los que por necesidades del cuerpo y/o del alma precisan de mucho amor. En el Año de la Fe que se aproxima y en la Misión Madrid que vamos a convocar, queremos responder con todas las consecuencias de vida cristiana y de acción pastoral precisas, desde hoy mismo, día de la procesión pública con el Santísimo Sacramento de la Eucaristía por las calles del Madrid histórico, al reto evangelizador que nos propone Benedicto XVI de que «la fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino» (Porta Fidei, 14).

VI. La Iglesia cree, contempla y vive el Misterio de Jesucristo Sacramentado, amparada, guiada y alentada por el amor maternal de la Virgen María, Madre de Jesucristo y Madre de la Iglesia. Ella es la gran Maestra de la adoración de su divino Hijo presente en la Eucaristía. Ella es la que nos enseña a comulgar su Cuerpo y su Sangre con la debida disposición del alma, ofreciéndonos al Padre como Ella lo hizo. Ella es la que nos ayuda eficazmente a compartir el don de la gracia que nos santifica, imitándola y siguiéndola en la disponibilidad de su fiat el día de la Anunciación. A Ella, Virgen de La Almudena, encomendamos hoy la eficacia evangélica de nuestro testimonio eucarístico de fe, de esperanza y de caridad, a fin de que todos nuestros hermanos de Madrid crean, se sientan acogidos y amados en el amor humano-divino de su Hijo Jesucristo, real y substancialmente presente en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía; y así puedan y quieran amar.

Amén.