De la muerte a la vida, enganchado a un balón - Alfa y Omega

De la muerte a la vida, enganchado a un balón

Número siete es el seudónimo de un joven que comenzó jugando en un equipo de barrio y acabó formando parte de un grupo de hinchas radicales cuyo modus operandi era ejercer la violencia a diestro y siniestro después de cada partido. Veinte años después y tras un proceso de conversión, alerta a las familias: la presión de los equipos de fútbol base y de los padres, que quieren que sus hijos sean futuros messis o casillas, puede hacer que los niños -como le ocurrió a él-, terminen confundiendo la violencia con diversión. Éste es su testimonio:

Colaborador

Mi relación con el fútbol se resume en una historia de amor y odio. Comencé a jugar al fútbol a nivel federado cuando cumplí exactamente 10 años. Por entonces, no era más que un chiquillo al que le encantaba hacer regates como los que veía por la televisión y marcar muchos goles para ser el mejor de todos. Año tras año, recibía ofertas de equipos grandes donde, supuestamente, podía aspirar a algo. Así, durante 8 años seguidos conseguí llevarme el trofeo de máximo goleador de la liga.

Jugar al fútbol era una liberación para mí: me divertía haciendo lo que más me gustaba y, de paso, iba asesinando, poco a poco, al gusanillo violento que revoloteaba por mis adentros. Mi padre era mi mejor aliado, él les gritaba violentamente a los árbitros y yo me llenaba de euforia al descubrir que quería a su pupilo hasta el punto de pelearse con quien fuera por mí.

A los 18 años y tras pasar por varios equipos casi profesionales, tenía una asignatura pendiente. Se llamaba violencia y, por más que intentaba quitármela de encima, seguía brillando con nombre propio en mi historial académico. Sin titubeos ni justificaciones, el fútbol había sacado lo mejor de mí para enseñarme que aquel deporte en el que tanto me divertía tenía muchas sorpresas preparadas para mí. Y no eran buenas…

Mi espíritu rebelde e inconformista no se contentaba con ser uno más del rebaño; quería destacar y, si era necesario, estaba dispuesto a cruzar cualquier barrera que importunase mi camino. En poco tiempo, el fútbol -disfrazado de malas compañías y aderezado con tintes de superioridad- me llevó a integrarme en un grupo radical que despuntaba de todos los demás. Yo me creía superior y eso me bastaba para estar por encima de todos los partidos que había perdido, y de todos los fracasos que habían acompañado mi carrera profesional.

Las peleas a las que me enfrentaba con doce o quince años, y donde un par de rasguños escocían mi orgullo, se convirtieron en batallas campales, acompañadas de carreras improvisadas, enemigos acérrimos y policías enfadados. Recuerdo partidos en que, una vez dentro del estadio, no miraba ni una sola vez el encuentro que disputaban y donde no me importaba lo más mínimo el resultado, ya que el mejor partido se disputaría en la calle tras el pitido final. Lunas rotas, vallas voladoras y porrazos aderezados con alcohol se convertían, partido tras partido, en el pan nuestro de cada ultra.

Era divertido, he de reconocer que lo era. Pero la vuelta a casa y el terrible silencio de la soledad resquebrajaban del principio al final mis sentidos. La adrenalina de cada reyerta escondía un veneno que, en frío, hacía tiritar por completo mi respiración. Podía ver entre espejismos a mi padre gritándome que no podía fallar ese gol, a mi primer entrenador castigándome en el banquillo por romperle la nariz a un contrario, o la mirada abatida de un niño con retraso al que humillé en el colegio delante de todos mis compañeros. Era una obsesión tan grande que, sin quererlo, me comencé a desengañar del fútbol -¡el amor de mi vida!- porque las alegrías que me proporcionaba eran tan efímeras que teñían de negro cada instante en que luchaba por ser feliz.

Soñaba con ser una estrella, y tenía pesadillas por haberme estrellado con la peor de las soledades. Ésa era mi vida, hasta que tropecé con la pistola de un camarada que, gracias a que Dios existe, jamás se llegó a disparar…

Hoy, veinte años después, miro a aquel entonces y tiemblo ante la actitud de tantos y tantos padres que, cada domingo, son capaces de ver cómo su hijo pierde la ilusión de vivir por un simple partido de fútbol. Veo niños llorando por perder un simple partido de aficionados y dejo de ver la palabra fútbol. Entiendo que la pasión y la rabia se apoderen de una inocencia que ronda una pubertad que no conoce, siquiera, de futuros o responsabilidades, pero no puedo tolerar el grito fanático de un padre profiriendo insultos hacia otros niños y pidiendo, incluso, a su hijo que le parta la cara a otro jugador. Es, entonces, cuando el fútbol deja de ser fútbol para convertirse en una guerra de clases y de poder, cuando pedir perdón a un contrario o darle la mano a la conclusión de un encuentro se deja sólo para los partidos amistosos, porque importa más un buen resultado que un rato de diversión sana al lado de amigos y compañeros.

Imagino que hemos llegado a estos límites obsesivos en España porque el fútbol se ha convertido en un deporte rey capaz de desbancar cualquier acontecimiento o circunstancia. Y nosotros, que pagamos unos precios galácticos por cada entrada que adquirimos para ver un partido, colaboramos con ello.

Sin embargo, no todo en el fútbol es malo. Hay valores que acompañan a este deporte y que dibujan la otra cara de la moneda. En mis años como aprendiz de futbolista, he encontrado grandes personas y buenos amigos, tanto dentro como fuera del terreno de juego. Disfrutar de la victoria es fácil, pero mucho más difícil es aprender de la derrota. Y eso es lo que, al final del camino y al atardecer de la vida, te hace crecer verdaderamente. He de reconocer que perder es lo más duro pero, a la vez, lo más gratificante, al descubrir que, detrás de dos equipos y un balón, se encuentra un trofeo mucho más apasionante: el hecho de vivir para poder ganar y perder.

Yo lo experimenté con el tiempo y por eso hoy, después de correr durante tantos años detrás de una pelota, sigo descubriendo que el mejor tesoro no está en los partidos que jugué, en los triunfos que conseguí o en las derrotas que coseché, sino en la vida que gané y que sólo se conquista amando y respetando a nuestros semejantes. Con la libertad del que ansía ser feliz sin presiones y sin ahogos. Y ése es, verdaderamente, el mejor título del mundo.

Número siete