Se renueva la consagración de los jóvenes al Sagrado Corazón - Alfa y Omega

Se renueva la consagración de los jóvenes al Sagrado Corazón

Monseñor José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián y responsable de Juventud de la Conferencia Episcopal Española, presidió, el sábado 16 de junio, una Vigilia en el Cerro de los Ángeles, en la que se renovó la consagración de los jóvenes al Sagrado Corazón. Monseñor Munilla propuso la adoración como solución a la crisis espiritual que hoy padecemos. Éste es el texto de su intervención:

Redacción

Jesús nos ha hablado antes de hacerse sacramentalmente presente, y ahora que está aquí, nos quiere como a los apóstoles, a los que, después de hablar a todos en parábolas, a ellos se las explicaba. Tenía una escuela apostólica con aquellos doce, con los que tenía una especial intimidad. Estar hoy aquí es sentirse un íntimo del Señor, tener una vocación especial a la intimidad. Todos somos conscientes de ello.

Hemos proclamado un evangelio, que tiene lugar después de la Resurrección del Señor y de la pesca milagrosa. Relata ese encuentro que tenía Jesús pendiente con Pedro. Después de la triple negación de Pedro, se vuelven a encontrar, en una escena que tiene una reminiscencia eucarística muy clara. Tenemos que adorar. Tenemos que salir de esta crisis espiritual en la que estamos, creciendo en espíritu de adoración. Adorando, nos purificamos. Pero es importante que nos demos cuenta de que la adoración, en el fondo, no es una cosa distinta de la Misa, de la comunión. Es la comunión prolongada.

Ardor y brisa

La adoración es, después de haber comulgado, entrar en el Corazón de Cristo, de manera que el Señor -como dice la secuencia de Pentecostés-, dé «calor de vida en el hielo». Ponerse delante de Cristo, en la adoración eucarística, significa ser capaz de transformar esa frialdad que persiste en nosotros. Es decir, que nuestro corazón arda, que nos sacudamos la indiferencia con el celo del amor de Dios. Si nosotros no ardemos, el mundo morirá de frío. Cristo quiere que, en el momento de la adoración, nos ofrezcamos dispuestos para que su fuego prenda en nosotros; como cuando una antorcha le pasa el fuego a otra, y ésta prende con facilidad, porque la mezcla está perfectamente dispuesta. De eso se trata en la adoración: de que ardamos, de que tengamos celo, de que nos sacudamos la indiferencia: de que suframos por lo que merece la pena sufrir, y nos alegremos por lo que merece la pena alegrarse.

Y en segundo lugar, también dice la secuencia de Pentecostés: «Brisa en las horas de fuego». Un aire fresco en medio del bochorno. También la adoración eucarística es un soplo de Dios, un alivio en medio de nuestros agobios y una paz interior que nos da la gracia de tener paciencia, de saber sobrellevar las dificultades sin que nos veamos ahogados en ellas. Estas dos cosas pueden parecer contradictorias, pero son complementarias. Estar delante de Cristo supone arder y refrescarnos; tener celo por el amor de Dios, y al mismo tiempo tener paciencia. Un binomio totalmente necesario e indispensable en la vida cristiana. Es también como decir amor y misericordia, que son dos caras de lo mismo.

Sentir y pensar como Cristo

Eso es lo que buscamos cada vez que nos ponemos delante del Señor: entrar en Su Corazón, y compartir con Él estos sentimientos. Tu amor me devora, y a la vez me da paciencia, me da capacidad de esperar, me da cariño, me infunde misericordia. Pero no sólo queremos entrar en el Corazón de Cristo, también queremos entrar en su mente, en su juicio; compartir su mirada. Adorar a Cristo no sólo es sentir como Él siente, sino también es mirar el mundo como Él lo mira; juzgar el mundo con el juicio divino. Queremos querer conforme al querer de Cristo, y pensar, razonar y discernir conforme al pensamiento de Cristo. Acordaos de ese reproche de Jesús a Pedro: «Tú piensas como los hombres, pero no piensas como Dios».

Ponerse delante de Cristo en la Eucaristía es pedirle que mis criterios sean los suyos, que razone con la lógica del Evangelio, y no con la lógica de la carne y la sangre. Eso supone tiempo de adoración, supone dejarse empapar. Esto es comulgar, y esto es adorar: pedir a Cristo que en ella, corazón y mente sean transformados, empapados de Jesucristo. Deseo que se concrete en nuestra vida esa gran intuición que recibimos en Cuatro Vientos, esa encomienda que nos hizo el Papa para que seamos adoradores en espíritu y verdad, ese fijar los ojos en Cristo, en ese gran silencio y gran momento de gracia del que fuimos testigos; deseo que se concrete en ese crecimiento del espíritu de adoración.

Seamos mendigos del don de la oración. «Señor, enséñame a orar, enséñame a adorar, que mi adoración sea en espíritu y en verdad, y que sea una profunda transformación de mi voluntad, de mi corazón, de mis sentimientos, y de mi forma de ver y juzgar la vida, la historia, y mi propia historia». Que el Señor nos dé el don de la adoración eucarística.

«Simón, ¿me amas?»

En ese encuentro de Jesús con Pedro, tiene lugar una triple pregunta de Jesús: «Simón Pedro, ¿me amas?; ¿me amas más que estos?». Sin duda alguna, esa pregunta era una evocación de aquella triple negación, que había nacido en cómo Pedro se comparaba con los demás -«Aunque todos te nieguen, yo no te negaré»-. Jesús le está diciendo: «¿Me amas más que estos?» Jesús quiere reparar el pecado de ese Pedro que se ha sentido más seguro, superior a los demás, y que después ha tenido experiencia de su pobreza, en un tú a tú con él.

Hay además, en este Evangelio, un episodio en el que pocas veces nos solemos centrar, pero que creo que es muy instructivo. Simón Pedro parece que ha aprendido la lección. Ya no se atreve a compararse con los demás, y dice a Jesús: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero». Pero mira por dónde, cuando Jesús le dice «Sígueme», después de haberle profetizado que daría su vida por Él, dice san Juan: «Pedro, volviéndose, vio que les seguía el discípulo a quien Jesús amaba, el mismo que en la cena se había apoyado en su pecho y le había preguntado: Señor, ¿quién es el que te va a entregar?».

Al verlo, Pedro dice a Jesús: «Señor, ¿y éste qué?» Es curiosa esa pregunta, que obviamente denota ciertos celos, o cierta competitividad entre ellos: O sea, que a mí me vas a pedir el martirio, y éste se va a quedar aquí de rositas. Me pides a mí mucho, ¿por qué le toca a éste la parte más fácil y a mí la más difícil? Pedro continúa con la tentación de compararse con los demás.

Nos miramos unos a otros, y no a Él

Complejos de inferioridad, o deseos de superioridad; celos, apegos, pretender ser como los demás, o distinguirnos de los demás… Existe entre nosotros una verdadera tentación de filias y fobias, de distraernos de mirarle a Él, mirándonos unos a otros. Dios nos ha puesto en el camino de la vida para que nos ayudemos unos a otros a mirar a Jesús. Pero a veces ocurre, paradójicamente, que por mirarnos unos a otros con celos, envidias, complejos… dejamos de mirarle a Él.

Me parece que es verdaderamente aleccionadora, sanadora, y muy aplicable a nuestra vida la respuesta que Jesús le da a Pedro: «¿A ti, qué? Si yo quiero que se quede aquí conmigo, ¿a ti qué?» Ese ¿a ti qué? tenemos que aplicarlo a nuestra vida de muchísimas maneras, cada uno a su situación. A veces, un obispo se encuentra con un sacerdote al que ha llamado para darle destino -estamos ahora en épocas de destinos pastorales, que suele ser de los momentos peores para un obispo-, y el sacerdote cae en la tentación de decir: «A otro sacerdote le ha dado usted un destino mejor que éste». «¿A ti qué? Tú ven y sígueme». O quizá «Me está ofreciendo una cosa que otro ha rechazado». «¿A ti qué? Tú ven y sígueme».

«Tú ven y sígueme»

A veces tenemos una especie de tortícolis espiritual, que consiste en mirarnos unos a otros comparándonos, y lo que hacemos es dejar de mirar al Señor. Hay cantidad de cosas que solamente se pueden resolver mirando al Señor, y no mirando a los demás. «¿Y a ti qué? Tú ven y sígueme». El Señor ha querido que el grupo, el movimiento, la parroquia, sean necesarios y que nos ayuden en Su seguimiento. Pero cuidado, no hagamos de ellos un refugio para nuestras inseguridades; un refugio para no mirar personalmente al Señor y tener una palabra personal con Él.

Por ejemplo, ocurre en el apostolado: a veces nos es muy fácil hacer apostolado de forma grupal, organizada, como si fuese una técnica de grupo. Pero nos cuesta mucho más hacer apostolado personalmente, en el tú a tú. No mires a los demás, mira al Señor, que Él tiene un designio personal contigo. ¿Y a ti qué lo que ocurra con los demás? Vamos a pedir eso.

Mira al Señor, ten ese encuentro personal con Él, y no tengas la tentación de necesitar mirarte en los demás, que los demás no sean tu espejo. Que Cristo sea tu único referente, tu referente definitivo. Que cada uno añada sus ejemplos personales, y que escuche del Señor esta palabra llena de fuerza: «¿A ti qué? Tú ven y sígueme». Y no te dejes distraer por nada más, y no te valores o no te sientas despreciado por lo que ocurra con los demás. El Señor te quiere a ti personalmente, y tiene un designio irremplazable contigo, que no es comparable con los demás. Vamos a recibir esta llamada personal. Tú no te distraigas, «tú ven y sígueme».