Que Dios os haga como Juan Diego - Alfa y Omega

Que Dios os haga como Juan Diego

Redacción
El Papa bendice a unos niños mexicanos, tras recibir sus regalos, en la ceremonia de bienvenida, el 31 de julio

En México, por quinta vez

Ceremonia de bienvenida. Aeropuerto internacional de Ciudad de México (30 de julio)

Señor presidente de los Estados Unidos Mexicanos; señor cardenal arzobispo de Ciudad de México; queridos hermanos en el episcopado; ilustres autoridades y miembros del cuerpo diplomático; queridos mexicanos:

Es inmensa mi alegría al poder venir por quinta vez a esta hospitalaria tierra en la que inicié mi apostolado itinerante que, como Sucesor del apóstol Pedro, me ha llevado a tantas partes del mundo, acercándome así a muchos hombres y mujeres para confirmarles en la fe en Jesucristo salvador.

Después de haber celebrado en Toronto la XVII Jornada Mundial de la Juventud, he tenido hoy la dicha de agregar al número de los santos a un admirable evangelizador de este continente: el hermano Pedro de San José de Betancurt. Mañana, con gran gozo, canonizaré a Juan Diego y, al día siguiente, beatificaré a otros dos compatriotas vuestros: Juan Bautista y Jacinto de los Ángeles, que se unen así a los hermosos ejemplos de santidad en estas queridas tierras americanas, donde el mensaje cristiano ha sido acogido con corazón abierto, ha impregnado sus culturas y ha dado abundantes frutos.

Agradezco las amables palabras de bienvenida que, en nombre de todos los mexicanos, me ha dirigido el señor presidente de la república. A ellas deseo corresponder renovando, una vez más, mis sentimientos de afecto y estima por este pueblo, rico de historia y de culturas ancestrales, y animando a todos a comprometerse en la construcción de una patria siempre renovada y en constante progreso. Saludo con afecto a los señores cardenales y obispos, a los queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, a todos los fieles que, día a día, se esfuerzan en practicar la fe cristiana y que, con su vida, hacen realidad la frase que es esperanza y programa de futuro: México siempre fiel. Desde aquí, mando también un saludo afectuoso a los jóvenes reunidos en vigilia de oración en la Plaza del Zócalo de la catedral primada, y les digo que el Papa cuenta con ellos y les pide que sean verdaderos amigos de Jesús y testigos de su Evangelio.

Queridos mexicanos, gracias por vuestra hospitalidad, por vuestro afecto constante, por vuestra fidelidad a la Iglesia. En ese camino, continuad siendo fieles, alentados por los maravillosos ejemplos de santidad surgidos en esta noble nación. ¡Sed santos! Recordando cuanto ya dije en la basílica de Guadalupe en 1990, servid a Dios, a la Iglesia y a la nación, asumiendo cada cual la responsabilidad de trasmitir el mensaje evangélico y de dar testimonio de una fe viva y operante en la sociedad. A cada uno os bendigo de corazón, utilizando para ello la fórmula con la que vuestros antepasados se dirigían a sus seres más queridos: «Que Dios os haga como Juan Diego».

¡México siempre fiel!

El Papa llega a la basílica de Nuestra señora de Guadalupe, el 31 de julio

La nueva humanidad

Homilía en la Misa de canonización del Beato Juan Diego Cuanhtlatoatzin. Basílica de Guadalupe (31 de julio)

Yo te alabo, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! ¡Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien!» (Mt 11, 25).

Queridos hermanos y hermanas: éstas palabras de Jesús en el evangelio de hoy son para nosotros una invitación especial a alabar y dar gracias a Dios por el don del primer santo indígena del continente americano. Con gran gozo he peregrinado hasta esta basílica de Guadalupe, corazón mariano de México y de América, para proclamar la santidad de Juan Diego Cuauhtlatoatzin, el indio sencillo y humilde que contempló el rostro dulce y sereno de la Virgen del Tepeyac, tan querido por los pueblos de México.

Agradezco las amables palabras que me ha dirigido el señor cardenal Norberto Rivera Carrera, arzobispo de México, así como la calurosa hospitalidad de los hombres y mujeres de esta arquidiócesis primada: para todos mi saludo cordial. Saludo también con afecto al cardenal Ernesto Corripio Ahumada, arzobispo emérito de México, y a los demás cardenales, a los obispos mexicanos, de América, de Filipinas y de otros lugares del mundo. Asimismo, agradezco particularmente al Señor Presidente y a las autoridades civiles su presencia en esta celebración.

Dirijo hoy un saludo muy entrañable a los numerosos indígenas venidos de las diferentes regiones del país, representantes de las diversas etnias y culturas que integran la rica y pluriforme realidad mexicana. El Papa les expresa su cercanía, su profundo respeto y admiración, y los recibe fraternalmente en el nombre del Señor.

¿Cómo era Juan Diego? ¿Por qué Dios se fijó en él? El libro del Eclesiástico, como hemos escuchado, nos enseña que sólo Dios «es poderoso y sólo los humildes le dan gloria» (3, 20). También las palabras de san Pablo proclamadas en esta celebración iluminan este modo divino de actuar la salvación: «Dios ha elegido a los insignificantes y despreciados del mundo; de manera que nadie pueda presumir delante de Dios» (1 Co 1, 28-29).

Es conmovedor leer los relatos guadalupanos, escritos con delicadeza y empapados de ternura. En ellos la Virgen María, la esclava que glorifica al Señor (Lc 1, 46), se manifiesta a Juan Diego como la Madre del verdadero Dios. Ella le regala, como señal, unas rosas preciosas, y él, al mostrarlas al obispo, descubre grabada en su tilma la bendita imagen de Nuestra Señora. El acontecimiento guadalupano —como ha señalado el episcopado mexicano— significó el comienzo de la evangelización con una vitalidad que rebasó toda expectativa. El mensaje de Cristo a través de su Madre tomó los elementos centrales de la cultura indígena, los purificó y les dio el definitivo sentido de salvación» (14-V-2002, n. 8). Así pues, Guadalupe y Juan Diego tienen un hondo sentido eclesial y misionero, y son un modelo de evangelización perfectamente inculturada.

«Desde el cielo el Señor, atentamente, mira a todos los hombres» (Sal 32, 13), hemos recitado con el salmista, confesando una vez más nuestra fe en Dios, que no repara en distinciones de raza o de cultura. Juan Diego, al acoger el mensaje cristiano sin renunciar a su identidad indígena, descubrió la profunda verdad de la nueva Humanidad, en la que todos están llamados a ser hijos de Dios en Cristo. Así facilitó el encuentro fecundo de dos mundos y se convirtió en protagonista de la nueva identidad mexicana, íntimamente unida a la Virgen de Guadalupe, cuyo rostro mestizo expresa su maternidad espiritual que abraza a todos los mexicanos. Por ello, el testimonio de su vida debe seguir impulsando la construcción de la nación mexicana, promover la fraternidad entre todos sus hijos y favorecer cada vez más la reconciliación de México con sus orígenes, sus valores y tradiciones.

Esta noble tarea de edificar un México mejor, más justo y solidario, requiere la colaboración de todos. En particular, es necesario apoyar hoy a los indígenas en sus legítimas aspiraciones, respetando y defendiendo los auténticos valores de cada grupo étnico. ¡México necesita a sus indígenas y los indígenas necesitan a México! Amados hermanos y hermanas de todas las etnias de México y América, al ensalzar hoy la figura del indio Juan Diego, deseo expresarles la cercanía de la Iglesia y del Papa hacia todos ustedes, abrazándolos con amor y animándolos a superar con esperanza las difíciles situaciones que atraviesan.

En este momento decisivo de la historia de México, cruzado ya el umbral del nuevo milenio, encomiendo a la valiosa intercesión de san Juan Diego los gozos y esperanzas, los temores y angustias del querido pueblo mexicano, que llevo tan adentro de mi corazón.

¡Bendito Juan Diego, indio bueno y cristiano, a quien el pueblo sencillo ha tenido siempre por varón santo! Te pedimos que acompañes a la Iglesia que peregrina en México, para que cada día sea más evangelizadora y misionera. Alienta a los obispos, sostén a los sacerdotes, suscita nuevas y santas vocaciones, ayuda a todos los que entregan su vida a la causa de Cristo y a la extensión de su Reino.

¡Dichoso Juan Diego, hombre fiel y verdadero! Te encomendamos a nuestros hermanos y hermanas laicos, para que, sintiéndose llamados a la santidad, impregnen todos los ámbitos de la vida social con el espíritu evangélico. Bendice a las familias, fortalece a los esposos en su matrimonio, apoya los desvelos de los padres por educar cristianamente a sus hijos. Mira propicio el dolor de los que sufren en su cuerpo o en su espíritu, de cuantos padecen pobreza, soledad, marginación o ignorancia. Que todos, gobernantes y súbditos, actúen siempre según las exigencias de la justicia y el respeto de la dignidad de cada hombre, para que así se consolide la paz.

¡Amado Juan Diego, el águila que habla! Enséñanos el camino que lleva a la Virgen Morena del Tepeyac, para que ella nos reciba en lo íntimo de su corazón, pues ella es la Madre amorosa y compasiva que nos guía hasta el verdadero Dios. Amén.

El pueblo mexicano acompaña a Juan Pablo II, en la basílica de Nuestra

Buen discípulo de Jesús

(Antes de impartir la bendición, el Vicario de Cristo dirigió las siguientes palabras:)

Al concluir esta canonización de Juan Diego, deseo renovar el saludo a todos los que habéis podido participar, algunos desde esta basílica, otros desde los aledaños y muchos más a través de la radio y la televisión. Agradezco de corazón el afecto de cuantos he encontrado en las calles que he recorrido. En el nuevo santo tenéis el maravilloso ejemplo de un hombre de bien, recto de costumbres, leal hijo de la Iglesia, dócil a los pastores, amante de la Virgen, buen discípulo de Jesús. Que sea modelo para vosotros que tanto lo amáis, y que él interceda por México para que sea siempre fiel. Llevad a todos el mensaje de esta celebración y el saludo y el afecto del Papa a todos los mexicanos.

Contentos de ser bautizados

Homilía en la beatificación de los mártires Juan Bautista y Jacinto de los Ángeles. Basílica de Guadalupe (1 de agosto)

«Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5, 10). En el evangelio de las Bienaventuranzas, esta última invita a no desalentarse ante las persecuciones que la Iglesia ha afrontado desde el inicio. En el Sermón de la Montaña Jesús promete la felicidad auténtica a quienes son pobres de espíritu, lloran o son mansos; también a los que buscan la justicia y la paz, actúan con misericordia o son limpios de corazón.

Ante el sufrimiento humano que acompaña el camino en la fe, san Pedro exhorta: «Alégrense de compartir ahora los padecimientos de Cristo, para que, cuando se manifieste su gloria, el júbilo de ustedes sea desbordante» (1 Pe 4, 13). Con esta convicción Juan Bautista y Jacinto de los Ángeles afrontaron el martirio manteniéndose fieles al culto del Dios vivo y verdadero y rechazando los ídolos.

Mientras sufrían el tormento, al proponerles renunciar a la fe católica y salvarse, contestaron con valentía: «Una vez que hemos profesado el Bautismo, seguiremos siempre la religión verdadera». Hermoso ejemplo de cómo no se debe anteponer nada, ni siquiera la propia vida, al compromiso bautismal, como hacían los primeros cristianos que, regenerados por el bautismo, abandonaban toda forma de idolatría (cf. Tertuliano, De baptismo, 12, 15).

—Saludo con afecto a los señores cardenales y obispos congregados en esta basílica. En particular al arzobispo de Oaxaca, monseñor Héctor González Martínez, a los sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos, especialmente a los venidos desde Oaxaca, tierra natal de los nuevos Beatos, donde su recuerdo sigue tan vivo. Vuestra tierra es una rica amalgama de culturas. Allí llegó el Evangelio en 1529, con los padres dominicos, sirviéndose de las lenguas nativas y los usos y costumbres de las comunidades locales. Entre los frutos de esta semilla cristiana, destacan estos dos grandes mártires.

—En la segunda lectura, san Pedro nos ha recordado que, si alguno «sufre por ser cristiano, que le dé gracias a Dios por llevar ese nombre» (1 Pe 4, 16). Juan Bautista y Jacinto de los Ángeles, derramando su sangre por Cristo, son auténticos mártires de la fe. Como el apóstol Pablo, podrían preguntarse en su interior: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?» (Rm 8, 35).

Estos dos cristianos indígenas, intachables en su vida personal y familiar, sufrieron el martirio por su fidelidad a la fe católica, contentos de ser bautizados. Ellos son ejemplo para los fieles laicos, llamados a santificarse en las circunstancias ordinarias de la vida.

—Con esta beatificación, la Iglesia pone de relieve su misión de anunciar el Evangelio a todas las gentes. Los nuevos Beatos, fruto de santidad de la primera evangelización entre los indios zapotecas, animan a los indígenas de hoy a apreciar sus culturas y sus lenguas y, sobre todo, su dignidad de hijos de Dios, que los demás deben respetar en el contexto de la nación mexicana, plural en el origen de sus gentes y dispuesta a construir una familia común en la solidaridad y la justicia. Los dos Beatos son un ejemplo de cómo, sin mitificar sus costumbres ancestrales, se puede llegar a Dios sin renunciar a la propia cultura, pero dejándose iluminar por la luz de Cristo, que renueva el espíritu religioso de las mejores tradiciones de los pueblos.

—«Estamos alegres, pues ha hecho cosas grandes por su pueblo el Señor» (Sal 125, 3). Con estas palabras del salmista nuestro corazón se llena de gozo, porque Dios ha bendecido a la Iglesia de Oaxaca y al pueblo mexicano con dos hijos suyos que hoy suben a la gloria de los altares. Ellos, con ejemplar cumplimiento de sus encargos públicos, son modelo para quienes, en las pequeñas aldeas o en las grandes estructuras sociales, tienen el deber de favorecer el bien común con esmero y desinterés personal. Juan Bautista y Jacinto de los Ángeles, esposos y padres de familia de conducta intachable, como fue reconocido entonces por sus conciudadanos, recuerdan a las familias mexicanas de hoy la grandeza de su vocación, el valor de la fidelidad en el amor y de la aceptación generosa de la vida.

Se alegra, pues, la Iglesia porque con estos nuevos Beatos ha recibido muestras evidentes del amor que Dios nos tiene (cf. Prefacio II de los Santos). Se alegra también la comunidad cristiana de Oaxaca y de México entero porque el Todopoderoso ha puesto sus ojos en dos de sus hijos.

—Ante el dulce rostro de la Virgen de Guadalupe, que ha dado aliento constante a la fe de sus hijos mexicanos, renovemos el compromiso evangelizador que distinguió también a Juan Bautista y a Jacinto de los Ángeles. Hagamos partícipes de esta tarea a todas las comunidades cristianas para que proclamen con entusiasmo su fe y la trasmitan íntegra a las nuevas generaciones. ¡Evangelizad estrechando los lazos de comunión fraterna, y dando testimonio de la fe con una vida ejemplar en la familia, en el trabajo y en las relaciones sociales! ¡Buscad el Reino de Dios y su justicia ya aquí, en la tierra, mediante una solidaridad efectiva y fraterna con los más desfavorecidos o marginados! (cf. Mt 25, 34-35) ¡Sed artífices de esperanza para toda la sociedad!

A nuestra Madre del cielo expresamos el gozo que nos embarga por ver subir a los altares a dos hijos suyos, pidiéndole al mismo tiempo que bendiga, consuele y auxilie, como siempre ha hecho desde este santuario del Tepeyac, al querido pueblo mexicano y a toda América.

Me recuerdo que durante mi primera visita, en 1979, he podido visitar Oaxaca. Me alegro que hoy he podido beatificar a dos hijos suyos.

¡Gracias a Dios!

Juan Pablo II en un viaje anterior a México, en el año 1999. Tras él, el cardenal Sodano, Secretario de Estado

¡México lindo, que Dios te bendiga!

(Al final de la celebración el Santo Padre añadió las siguientes palabras:)

Aquí he palpado vuestra estima, y volver me ha causado una profunda alegría espiritual, de la que doy gracias a Dios y a su Santísima Madre.

Gracias también a todos los que habéis preparado mi visita cuidando todos los detalles. Gracias a los que, con tanto cariño, me habéis recibido en las calles de esta ciudad, a los que habéis venido desde lejos, a los que habéis escuchado y acogeréis el mensaje que os dejo, a los que rezáis tanto por mi ministerio de Sucesor de Pedro.

Al disponerme a dejar esta tierra bendita, me sale de muy dentro lo que dice la canción popular en lengua española: «Me voy, pero no me voy. Me voy, pero no me ausento, pues, aunque me voy, de corazón me quedo».

¡México, México, México lindo, que Dios te bendiga!