El Concilio... empezaba - Alfa y Omega

El Concilio... empezaba

Colaborador
El Papa Pablo VI preside una sesión conciliar

Acaso porque fui nombrado perito del episcopado español en el Concilio me piden de Alfa y Omega que les transmita mis recuerdos del Concilio. Sí, en efecto recibí tal nombramiento de monseñor Morcillo. El primer año no asistí al Concilio, porque se iba a tratar de Liturgia, pero tampoco me llamaron el segundo, tercero y cuarto, mientras llamaron a todos mis compañeros historiadores del grupo. Llevo camino de morirme sin haber averiguado quién y por qué hizo de mano negra que me dejó fuera. Pero asistí a los tres años últimos del Concilio, combinando mis investigaciones en el Archivo Vaticano con el seguimiento próximo de lo que ocurría en el aula conciliar.

La generación protagonista del Concilio no tenía experiencia conciliar. Quedaba ya muy lejos el Vaticano I. Un conocimiento muy superficial de lo que era un Concilio, verbi gratia el de Trento, podía despertar ideas mágicas y simples, lineales y falsas. El conocimiento histórico más profundo constituye una preciosa vacuna contra expectativas milagrosas. El Concilio suscitó esperanza e ilusión, pero en más de una ocasión produjo nerviosismo, confrontaciones y batallas. Momento singular fue el del rechazo de los esquemas elaborados por la Curia romana. «Esto se va», me decía un amigo que luego llegaría a arzobispo. «Esto es un vendaval, capaz de romper robles», le decía yo. Pero las palmeras se curvan e inclinan, y como no hay ventolera que no pare, una vez cesada, vuelven a erguirse. Probablemente no serán iguales que antes.

Un día el padre Congar encontró en el pavimento de San Pedro una plumita de paloma, y decía con humor que era la demostración de la presencia del Espíritu Santo. Acaso otros descubrían el rabo de Satanás en momentos de crispación. Y unos y otros creían contribuir a que la Iglesia no naufragase. Nuestros renglones, aunque sean torcidos, nos parecen fundamentales, mas el Espíritu escribe derecho precisamente con ellos, de forma invisible. De forma más visible parecía llevar la batuta del Concilio Le Monde y otras instancias visibles de prensa. No algún periódico español, desde luego, que anduvo un tanto despistadillo. A río pasado, solía informar yo sobre el Concilio a mi venerado amigo don Ramón Menéndez Pidal. Alguna vez me manifestó su estupor y hasta aireó la amenaza de darse de baja de tal periódico.

La opinión pública -y no la de Dios- podía suscitar la tentación de vanidad en los mismísimos Padres conciliares, y empujarlos a hablar y a dar fe de vida ante sus diocesanos. Y quien dice Padres conciliares, dice sus consultores y, en no menor grado, los periodistas, también empeñados en dirigir el Concilio. Y si era L’Unitá, el periódico comunista, el que elogiaba a un obispo, como fue el caso de Guerra Campos cuando habló sobre el ateísmo, alguno tomaban buena cuenta de ello.

El nerviosismo es muy humano, demasiado humano, sobre todo cuando uno se cree al timonel de la nave. En momentos de impasse, de intervenciones papales, de nombramientos específicos, aumentaba su grado, y así las visiones en blanco y negro. El máximo consenso buscado en las decisiones últimas obligaba a renunciar a algunas cosas, a buscar concordancias y limar asperezas. De esos mimbres, por su naturaleza misma, se compone un Concilio.

Entre mis recuerdos personales emergentes evoco un encuentro con el cardenal Suenens, la visita al Hermano Roger de Taizé, a quien había hecho de intérprete en su visita al seminario hispano-americano de Madrid, el encuentro con Hans Küng, antiguo compañero de la Universidad Gregoriana. Monseñor Manuel Bonet me animó a reunir una serie de trabajos anteriores en un volumen que se tituló El obispo ideal en el siglo de la Reforma. Y por aquellos días publicó el padre Congar un pequeño libro, Pour une Eglise servante et pauvre, que lo conservo por él dedicado. El núcleo fundamental del libro era entender la autoridad como servicio. Y a él acudí con mi libro para mostrarle esa misma idea en escritores del siglo XVI en los que él suponía desarrollada solamente una jerarcología. Asistí al aula conciliar el día que se leyó el capítulo dedicado a la Virgen, y evoqué en el mismo instante a Erasmo de Rotterdam. Muy enfadado estaba al respecto mi buen amigo el yugoeslavo padre Balic, franciscano él, y de la decepción que le habían causado los españoles: «Questi galegos!», exclamaba apesadumbrado. Entre los documentos conciliares definitivos los hubo hermosos y que produjeron gran entusiasmo, y algunos otros un tanto grises. Me tocó encontrarme frecuentemente con el arzobispo de Granada. Llegaba a almorzar asustado de la sesión matutina y lo mostraba moviendo su mano. Algún día le espeté asombrado: –«Usted es el sucesor del arzobispo Guerrero, el Frings del Concilio de Trento». –«¡Ah majo!, aquel tenía detrás las picas del Emperador». -«Es posible, pero además tenía pico, y qué pico!».

Y como otros Concilios, el Vaticano II terminó, cansado y en sosiego. En realidad no terminaba, justamente empezaba. La hora de la aceptación. Larga tarea. ¡Qué fácil es poner el altar de cara al pueblo, hasta traducir la Liturgia a lengua vulgar! ¡Qué difícil, lograr una verdadera educación litúrgica! ¡Qué fácil cumplir las pequeñas normas concretas; qué difícil asimilar un espíritu! Escrito está que sólo el decreto sobre erección de Seminarios justificaría el Concilio de Trento. Pero también está escrito que algunas diócesis tardaron doscientos años en cumplirlo.

A tantos años de distancia –para los jóvenes el Vaticano II es como el Vaticano I– pudiéramos interrogarnos quienes vivimos de aquella gran ilusión si el Vaticano II ha sido debidamente asimilado. Acaso algunos lo den ya por muerto y olvidado; otros podemos preguntarnos si hemos apenas empezado a ponerlo en práctica. Con eso de que, en la cronología divina, muchos siglos son como un día…, no perdamos la esperanza; algo muy distinto e infinitamente más sólido que… las expectativas. Claro que, entretanto, a veces arrecia la tempestad y parece zozobrar la barca. Es el momento de Sálvanos, Señor, que perecemos, y de escuchar entre brumas: ¡Hombres de poca fe!

J. Ignacio Tellechea Idígoras