Vía crucis 2017: Mi Dios crucificado - Alfa y Omega

Vía crucis 2017: Mi Dios crucificado

«Viernes Santo, pasada la hora de nona, el día en que el hombre triunfante se deshizo de Dios». El misionero en Etiopía Christopher Hartley revive la pasión y muerte de Jesús. Hoy, para él, lo verdaderamente «aterrador» no es que Dios haya muerto, sino que «masas de humanidad ni siquiera se toman la molestia de matarlo y enterrarlo». La madre de todas las tragedias no les produce «ni frío ni calor»

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I estación: Jesús condenado a muerte

Pilato les preguntó: «¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?». Contestaron todos: «Sea crucificado». Pilato insistió: «Pues, ¿qué mal ha hecho?». Pero ellos gritaban más fuerte: «¡Sea crucificado!». [Mt 27, 22-23]

Seguro que, a lo largo de la vida, buen Dios, todos nos hemos preguntado alguna vez: «¿Qué hago con Jesús?» A veces no sabemos lo que hacer contigo… Nos cansamos de seguirte, te ponemos como uno más en el diminuto panteón patético de nuestros ídolos y diosecillos particulares que usamos cuando nos conviene para luego arrinconarte.

Cuánta gente reza o murmura palabras piadosas a la puerta de un quirófano y no vuelve a rezar cuando la operación ha sido un éxito. Condenado a muerte, que en nuestra sociedad sería, más bien, condenado a la irrelevancia. Condenado a simplemente difuminarte del horizonte de nuestra existencia.

Condenarte es condenarnos. Condenarte a la irrelevancia es convertir nuestra vida en irrelevante y carente de sentido. Y comenzamos a vivir una vida absurda, egoísta, perezosa, vana, superficial…

Condenarte es condenarnos. Nos condenamos cuando ya no sabemos «qué hacer con Jesús», como el pobre Pilato. Nos condenamos cuando no somos más que uno de más de la chusma que grita con sus palabras o sus silencios cobardes: «¡Crucifícalo!».

II estación: Jesús con la cruz a cuestas

Tomaron a Jesús y cargando él mismo con la cruz salió al sitio llamado «de la Calavera» (que en hebreo se dice Gólgota). [Jn 19, 17]

Cargas con la cruz como cordero manso, como esposo enyugado a su amada esposa, y así «amada en el amado transformada», sea ella virginal fecundidad por la dolorosa vía de la vida –polvorientos los senderos de este mundo–. Y caminar así junto a ti; mi única razón para vivir, mi única razón para morir, mi única razón para gastar la vida.

Cargar con la cruz –mi Jesús bendito– donde el amor se hace carne desgarrada, sangre derramada, grano de trigo molido a golpes de rueda, racimo prensado bajo las mil pisadas del pecado y el odio enfangado de este mundo.

El madero al hombro, la mirada al viento y mi nombre esculpido en tu corazón… Para ti la mofa, la escoria de una turba maloliente, que te grita y jalea en el circo de la vida, pasatiempo y espectáculo para verdugos asustados, devotos cuestionados y los indiferentes de turno.

¿Y yo? Yo soy uno de ellos, confuso y desilusionado que soñaba triunfos pastorales glamurosos –en tu nombre y por tu reino (¡no faltaba más!)–; veo que, tras tanto frustrado empeño, solo me ha quedado en el deslizar de las manos apenas un manojo de astillas de tu bendita cruz.

Cargas con la cruz porque estás inseparablemente amarrado al Padre; cargo con la cruz porque estoy inseparablemente adherido a ti. En ella y por ella soy tuyo… «Tuya soy, para vos nací…». Sí, nací para ti, para llevar la cruz, hombro con hombro, corazón con corazón… ¿Y mi recompensa? Un manojo de rosas hecho de las astillas, de tu bendita cruz.

III estación: Jesús cae bajo el peso de la cruz

Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino, y el Señor cargó sobre Él todos nuestros crímenes. Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. [Is 53, 6-7]

¿Quién no se ha caído alguna vez? ¡La vergüenza que nos da caer! Caemos porque nos fallan las fuerzas, por la zancadilla del que creía amigo, porque en mi ambición me eché más carga de la que podía soportar…

Veo caer gente a mi lado todos los días. A veces hago como que no me doy cuenta, otras sonrío y aprieto el paso.

«Jesús cae…». ¿Has pensado que, en Jesucristo, el Dios infinito que hizo el cielo y la tierra cayó aplastado bajo el leño de la cruz? ¿Que Dios tragó el polvo sucio de las callejuelas de este mundo?

Cayendo Jesús –el hombre-Dios– ya no nos puede dar vergüenza caer, porque caigamos culpable o inculpablemente, caigamos por nuestras estupideces y pecados, o caigamos por las zancadillas y traiciones de otros, ya nadie cae solo. ¿Dónde cae un hombre en el que no caiga Dios con él y en él?

Hermano, que no te dé vergüenza caer. ¡Se aprende tanto de una caída! A veces una caída enseña más que cientos de libros. A veces, vernos hundidos en el pecado nos ha hecho entender páginas del Evangelio que nos pasaban desapercibidas. Una caída ayuda tanto a saborear qué es de verdad el amor de Dios…

Si nunca hubiésemos caído jamás hubiésemos experimentado el abrazo tierno de Cristo Buen Pastor; nunca sabríamos lo que es el calor de la mano que te levanta, la sonrisa que te conforta, la mirada misericordiosa en el rostro de Dios.

IV estación: Jesús se encuentra con su madre

Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción –y a ti misma una espada te traspasará el alma–, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones». [Lc 2, 34-35]

«Madre, dicen que cuando me encontré contigo yo estaba postrado sobre la calzada; que no me encontré contigo como un hombre hecho y derecho, sino como un hombre aplastado bajo el peso de la cruz.

Que fuiste tú quien con el aroma de tu presencia me ayudaste a levantar. Y dicen, que, al verme así caído, recordaste cuántas veces de niño me caí y llegué a casa con las rodillas peladas.

No fue el peso de la cruz, no fue un guijarro oculto lo que me hizo caer. Caí aplastado por el peso de los pecados del mundo. Caí por el hedor del alcohol, me hizo caer la lujuria desenfrenada de los hombres; me aplastó su codicia y su avaricia; su manía de juzgar y criticarlo todo; caí por el abuso de poder de tantos que se creen dioses de este mundo.

Pero ahí estabas tú. Inseparablemente unida a mí por ese misterioso amor umbilical que jamás se cortó. Y en ese instante sentí que no habría ya cruz que pusiesen los hombres sobre mis hombros que yo no pudiese volver a cargar.

Madre, mientras tú me mires ya no habrá caída de la que no me pueda levantar. Y es que es verdad que hay tantas miradas: lascivas, lujuriosas, envidiosas, burlonas, condenatorias que nos hacen caer… Y, sin embargo, frente a todas esas miradas del mundo, basta tu mirada, Madre, para que yo, tu Hijo Jesús, me pueda levantar. Si todo el mundo experimentara la fuerza virginal de tu mirada, no habría caído que no se volviera a levantar.

Todo hombre que viene a este mundo caerá para siempre –el infierno– o entrará triunfante en la gloria –el cielo– por una decisión de vida frente a mí. Te lo dijo Simeón cuando me llevabas en brazos ocho días después de nacer. Nací de tus entrañas para ser signo de contradicción.

En los hermosísimos versos con los que me cantabas las nanas:

«Soy como el cristal que deja cada día la luz pasar, / que siembra claridades por donde va. / Soy la flor nacida en medio del pedregal, / a fuerza de esperanza, fe y caridad. / Así soy yo, la Madre del Señor». Son los versos de mi amigo, poeta y cantor, Gonzalo Mazarrasa.

V estación: El cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz

Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús. [Lc 23, 26]

¡Lo que pesa la cruz cuando hay que llevarla a la fuerza! Pero sobre todo, lo que pesa la cruz que no es nuestra, esa que nos viene impuesta por culpa de otros, por las circunstancias de la vida.

Es muy posible que Jesús y el cireneo no se conocieran de nada. Cuántas veces no usa el Buen Dios esas circunstancias adversas para ungirnos a su mismo yugo.

Así, la caminata que empezó a regañadientes y de mala gana nos va transformando interiormente y comenzamos a descubrir el misterio, el don y la gracia de haber sido escogidos –aparentemente al azar– por un soldado romano cualquiera, por un suceso fortuito, para el privilegio inmerecido de haber caminado junto al Nazareno, la cruz al hombro, hasta el Gólgota y la gloria.

Y tú y yo, que tantas veces nos hemos quejado amargamente de nuestra mala suerte, ¿habremos sabido descubrir al abrazar la cruz ajena la misteriosa cercanía y presencia de un Dios encorvado al que nos vemos obligados a llevar la cruz? Y es que es tan verdad que la cruz ajena que ayudamos a cargar no es otra que un encuentro inesperado con Nuestro Redentor Divino…

Y qué triste es pensar que por no ayudar a cargar la cruz extraña hemos perdido la oportunidad de encontrarnos contigo, cara a cara, hombro con hombro, haciendo nuestro bajo ese yugo ajeno, el abrazo inesperado de mi Dios crucificado.

VI estación: La Verónica enjuga el rostro de Jesús

Creció en su presencia como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultaban los rostros, despreciado y desestimado. Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado. [Is 53, 2-4]

Dice el místico cantor que «mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura / e, yéndolos mirando / con sola su figura / vestidos los dejó de hermosura»; Tú «el más bello de los hombres» reducido a una piltrafa humana, desguace de hombre donde la vida no vale nada. Tú que ayer, con una sola mirada, habías revestido el universo entero de inusitada belleza, hoy apenas entreabres los ojos, los pómulos hinchados, la cabeza gacha, te arrastras por la vida como pordiosero y mendigo de quien ya no tiene nada.

Y esa mujer de entre el gentío que es capaz de descubrir lo que ya nadie es capaz de ver, se abalanza sobre ti y te arropa en lienzo de amor, como quien retiene junto a su seno un rostro desfigurado por amor y por amor, para siempre plasmado, en el lienzo de su corazón.

Cuantas veces he releído los versos del gran José Rivera, venerable de Dios toledano: «Pasas, Señor, por el mundo, / sucio, cubierto de harapos, / amoratado de frío, / sangrientos, los pies descalzos. / Golpeas cerradas puertas, / tiendes humilde la mano, / temblorosa voz sumisa / y llorosos los ojos bajos. / Los tuyos no te conocen, / y no detienen el paso. / Los tuyos no te conocen, / yo te conozco y te amo; /pero sigo su camino,/ dentro el corazón llorando. / ¡Ay! Quien me diera pararme, / estrecharte entre mis brazos, / llevarte, Señor conmigo, / saciarte en mi mismo plato, / dormirte sobre mi lecho, / arrullarte en mi regazo…

Lo peor de nosotros mismos no es todo el mal que habremos hecho a lo largo de la vida, sino la cantidad de veces en las que viéndote solo, amoratado y tiritando, sencillamente no hemos hecho nada.

VII estación: Jesús cae por segunda vez

El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento y entregar su vida como expiación: verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano. [Is 53, 10]

A llevar la cruz se aprende… ¡llevando la cruz! Y a levantarte después de haber caído se aprende cayendo y levantándose.

Y cada uno cae a su manera y cada uno se levanta como puede. Pero la segunda es diferente de la primera; porque la primera es la primera y no la esperábamos, pero cuando te has caído una vez ya sabes que te puedes volver a caer mil veces.

Hay gente en este mundo que cae porque se lo ha buscado con su torpeza y su pecado; pero hay quien cae por ayudar a llevar la cruz del hermano.

A veces dejarnos caer es la gracia más grande que hemos recibido y la que probablemente menos hemos agradecido. ¡Cuánto –Dios mío– no habremos aprendido de nuestras propias caídas! Y que gracia tan grande es caer aplastado por el peso de la cruz que no es propia, sino del que pasa a nuestro lado. Podemos sentir el santo orgullo del cristiano que siempre busca maneras de hacerse el encontradizo con la cruz insoportable del hermano.

Dar consejos desde la barrera mientras el hermano cae solo y solo se levanta… ¡Eso lo hace cualquiera! Lo duro –¡lo preciso!– es el amigo que no da consejos, sino que sencillamente… ¡arrima el hombro!

Caer por segunda vez, es caer, sí, pero es no caer solo. Yo también he rodado por tierra la segunda vez, después de que –sorprendido– caí por primera vez. ¿Caer yo? ¡Imposible! (a Pedro todos lo llevamos dentro en nuestra fanfarrona autosuficiencia que a todos juzga); pero ya caer una segunda vez… ¿A ver si es que yo voy a ser igual que todos los demás? Porque yo, como ellos: «Propongo (¡tantas veces!) firmemente nunca más pecar…». Y sin embargo, ¡zas! Me he vuelto a caer…

Caerse la segunda vez no es de fracasados, es de aquellos que, al levantarse, quedan sorprendidos al verse más cerca, más amigos, más compañeros, de Jesús el Nazareno.

VIII estación: Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén

Lo seguía un gran gentío del pueblo y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, […] porque, si esto hacen con el leño verde, ¿qué harán con el seco?». [Lc 23, 27-31]

Uno podría pensar que vaya estación es esta. Total, un puñado de mujeres plañideras que casualmente están ahí, en ese recoveco por donde pasa el Nazareno.

Pero la verdad es otra. Esas mujeres hacen lo que pocos hacemos, lo que tantos ya se han olvidado de hacer: llorar. Sí, llorar por Jesús. Y si es verdad que hay gente que mira pero no hace nada, mucho más cierto es que la dureza de los corazones hace que a muchos se nos olvide llorar… llorar por Jesús. Le vemos hambriento, sediento, vestido de harapos, olvidado en una asquerosa celda, y quizá muchas veces no podamos hacer nada. Pero, ¿llorar? ¿Ni siquiera nos dan ganas de llorar? ¿Tan insensibles somos al espectáculo degradante de tantas masas de humanidad cuyas vidas son más parecidas a las de las bestias o los animales?

¿Y no nos dan ni siquiera ganas de llorar?

Yo, misionero, siempre he dicho –y espero cumplirlo a rajatabla– que el día en que vea el horror que cada día veo entre estas pobres gentes, de estos olvidados secarrales, y no me den todos los días ganas de llorar ante semejante espectáculo, «frente al hermano solo y desamparado» que reza una de las plegarias eucarísticas, ese día, sin más dilaciones, será el momento de hacer el hatillo y marcharme.

Llorar, qué importante es llorar… como lloró en no pocas ocasiones Jesús, como lloraría su Madre bendita; como lloró Pedro, el duro patrón de Galilea. Y como han llorado tantos santos, tantos amigos del Señor a lo largo de los siglos. Ya lo decía el santo Cura de Ars: «¿Señora, que por qué lloro? Lloro porque usted no llora…».

Casi podría decirse: «Bienaventurados los que lloran por los que ya no lloran…». Nos debería dar auténtico terror la gente que no llora, porque es que entonces habremos dejado de ser cristianos, habremos dejado de ser personas…

IX estación: Jesús cae por tercera vez

Muchos se espantaron de él porque desfigurado no parecía hombre ni tenía aspecto humano… [Is 52, 14]

En cada uno de nosotros Dios cae por primera, por segunda, por tercera vez… Dios cae cada vez que cae uno de nosotros.

Cuando parece que estamos ya cerca del final, cuando solo nos faltaban un puñado de brazadas, ¡volvemos a caer! Cuando teníamos la meta al alcance de la mano, un fracaso inesperado, una situación que nos domina y nos desborda, y parece que todos nuestros esfuerzos han sido en vano.

Si es verdad que cada caída nos desfigura, no es menos verdad que cada caída también nos configura un poco más con nuestro Cristo del calvario.

El problema no es volver a caer, el problema es no saber hallar el lugar donde de verdad levantarnos. Habrá muchas manos tendidas que, a lo largo de los tropiezos de la vida, nos han ayudado a levantarnos, pero hay un lugar, sin duda, donde todos nos hemos levantado, y no levantado a ser quienes éramos antes, sino a la altura de los gigantes.

El confesionario.

Nadie nos ha levantado del lodo y el fango como ese sacerdote que nos dijo palabras suaves como aceite y bálsamo para las heridas y en quien el mismo Jesucristo perdonó nuestros pecados, nos levantó de nuestra enésima caída y nos dijo sencillamente: «Vete en paz, ¿nadie te ha condenado? Tampoco yo te condeno… Porque al que mucho ama mucho se le ha perdonado, tu fe te ha salvado…». Todo sacerdote que se siente habitualmente en el confesionario, sabe que allí se es testigo de verdaderos milagros, de verdaderas sanaciones, donde tantos caídos –caídos a veces de muchísimos años postrados bajo el peso de sus pecados– se han levantado y han tomado su camilla y marchado a su casa.

Y tú que lees esto, déjame que te pregunte: ¿hace cuánto tiempo no has hecho una buena confesión?

Vivo como misionero a más de 600 kilómetros del sacerdote más cercano y, si algo se me ha hecho duro en estos últimos diez años de misión es no poder confesarme. Tener que, literalmente, subirme en un avión para confesarme.

Y tú, que como yo has caído por tercera vez y que tienes sacerdotes a la vuelta de la esquina… ¿A qué esperas para confesarte, a qué esperas para levantarte?

X estación: Jesús es despojado de sus vestiduras

Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba a abajo. Y se dijeron: «No la rasguemos, sino echémosla a suerte, a ver a quién le toca». Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica». [Jn 19, 23-24]

Se repartieron tus vestiduras, como una manada de lobos se abalanza sobre los despojos de quien es ya casi cadáver.

Jesús desnudo, el Dios hecho carne de mi carne, desnudo, para vergüenza y espectáculo del mundo.

Desnudo para recubrir la estúpida desnudez de Adán y Eva en el paraíso.

Desnudo para revestirnos de gloria y dignidad a quienes hemos ensuciado una y mil veces las inmaculadas vestiduras de nuestro Santo Bautismo.

Desnudo en tantos hombres y mujeres desnudos. Desnudos de dignidad, de identidad y valor personal; desnudos de la gracia de Dios y su dignidad de hijos e hijas de Dios; desnudos y andrajosos por las calles de tantas grandes metrópolis de nuestro insólito y absurdo siglo XXI.

Desnudo te vieron nacer san José y Nuestra Señora, tu Madre, mientras te envolvía en pañales en el pesebre, la noche del establo.

Desnudo en tantos hombres y mujeres que, por un plato de lentejas, venden sus vergüenzas por un fajo de billetes mal habidos. Desnudo en tantas mujeres que se desnudan como cebo y reclamo, para vender un vehículo de lujo, unas vacaciones paradisíacas o la vulgar lavadora de turno.

Te desnudamos todos con la mirada lasciva y provocadora, que reduce a la persona a un objeto de uso y abuso. Es verdad que hay miradas que nos desnudan vergonzosa y descaradamente, al igual que hay miradas que nos revisten de dignidad perdida, de ternura y de gloria.

2.000 años después seguimos igual, apasionados por patéticos roquetes de ganchillo (las modernas filacterias); jerarcas que deberían ser pastores buenos y sencillos, emperifollados de capas, armiños, dulletas, mucetas y no sé cuántas estupideces más; ropas pomposas e irrelevantes para el frescor del santo Evangelio, el de «no llevéis dos túnicas, ni sandalias…». Igualito, mire usted.

Fieros devotos de san Juan Pablo II que probablemente, ante tanta virgen acogotada de pedrería, nunca leyeron (o leyeron y prefirieron ignorar) las palabras de este pastor colosal: «Así, pertenece a la enseñanza y a la praxis más antigua de la Iglesia la convicción de que ella misma, sus ministros y cada uno de sus miembros, están llamados a aliviar la miseria de los que sufren cerca o lejos, no solo con lo superfluo, sino con lo necesario. Ante los casos de necesidad, no se debe dar preferencia a los adornos superfluos de los templos y a los objetos preciosos del culto divino; al contrario, podría ser obligatorio enajenar estos bienes para dar pan, bebida, vestido y casa a quien carece de ello» (Sollicitudo rei sociales, 31).

Ya lo decía el venerable José Rivera, tantas veces despreciado por los jerarcas y tanto clero de su tiempo: «¿Para qué le serviría a la pobre Virgen del Sagrario [patrona de Toledo, cuya fiesta se celebra el 15 de agosto] tanto manto, tanto ropaje y tanta perla, ¡con el calor que hace en Toledo en agosto!».

Te dejaron desnudo en la cima del Gólgota para vergüenza y escarnio donde consumar sus odios y amenazas. Y mientras ellos te desnudaban, Tú a todos nos revestías de criatura nueva, junto a tu Madre fiel, pegada a tu cruz. Desnudo nos ponías en sus brazos –«he ahí a tu hijo…»– para que, como a ti, la noche que cantaron los ángeles –también a nosotros–, Ella cubriera nuestra desnudez con tus mismos pañales.

XI estación: Jesús es clavado en la cruz

Cuando llegaron al lugar llamado La Calavera, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». [Lc 23, 33-34]

Situarnos frente a ti, colgado, suspendido entre el cielo y la tierra, clavado en la cruz como blasfemo malhechor. Condenado a muerte por las altas jerarquías del sanedrín. Qué extraño fue tu constante enfrentamiento contra el diablo, (esa lucha todos la entendemos bien, no nos extraña), y la lucha que entendemos peor, contra la gente súper religiosa y fanática de tu tiempo, observantes puntillosos hasta la última tilde de la ley; los de las largas filacterias y las poltronas reservadas en la primera fila de las sinagogas. ¡En el fondo, qué pocas cosas han cambiado en nuestra bendita religión!

Te crucificaron los sumos sacerdotes, que soliviantaron a las masas con charlatanería devota y la complicidad del cobarde de Pilatos, pero hoy ¿quiénes son los que te crucifican, te crucificamos? Te aman –como ayer– con corazón sincero los pobres y sencillos, los que no cuentan para nada; y como ayer, te ignoran y rechazan aquellos para quienes tu vida y tu palabra sigue siendo un severo cuestionamiento y una amenaza.

Te veo morir en la cruz y no sé por qué siento como si tuviera yo mismo el martillo en las manos. Pero Tú, por mí, por cada uno de todos, has dado la vida, como grano y uva, cuerpo que se rompe, sangre bendita que se derrama, prenda de gloria para un nuevo cielo y una nueva tierra, donde todos los pobres, todos los redimidos, se sienten en tu banquete de bodas. Nupcias de la Jerusalén celeste, sobre la cruz del cordero, que salvó a las ovejas, que al redil por fin a todas devolviste, sanas y salvas.

Te miro colgado en la cruz, con los brazos y el corazón abierto en canal como puerta santa, de par en par. Y desde ese preciso instante, Dios abraza para siempre a toda la humanidad.

Abre más los brazos, buen Dios, que somos tantos los mendigos y sedientos de tu amor.

Ya lo dice, bellísimamente, el himno del Corpus: «Alzado sobre el mundo, sujetos los clavos, pasto para todos los hambrientos de Dios y pastor de masas de humanidad desparramada».

XII estación: Jesús muere en la cruz

Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y, dicho esto, expiró. [Lc 23, 44-46]

Tu voz, tu mirada, que en este instante se apagarían para siempre.

El misterio de una voz, el entrecruzar de dos miradas; una, pequeñita, frágil, dubitativa –la mía–; la otra, fuerte, firme, fiel, duradera, para siempre –la del Nazareno en la cruz–. Una vez que se te clava en lo más profundo de tus adentros, que te penetra…, tú no sabes bien por dónde… Es en ese preciso momento cuando sabes ¡que tienes vocación!

De tu muerte en la cruz brotará hasta el fin de los siglos la vocación de todo cristiano.

Voz: la más bella declaración de amor, voz irresistible e inconfundible.

Voz que serías capaz de reconocer y distinguir entre mil millones de voces, porque la voz de Jesucristo, la que se iba a silenciar en la cruz, es la única capaz de hacerse oír, no con el tímpano de los oídos, sino en lo hondo del corazón.

Su mirar fulgurante se convierte, en lo alto de la cruz, en verdadera declaración de amor. ¡Qué verdad es que como dice el místico poeta y cantor: «el mirar de Dios es amar»!

En el fondo, sabes que tienes vocación, sabes que Dios te está llamando porque te ha mirado. Eres llamado en el instante mismo en que te das cuenta que Dios te mira, de que te está mirando como jamás antes te había mirado nadie.

Son dos que se miran al corazón.

La vocación durará… lo que dure esa mirada, la conciencia de esa mirada, la certeza de esa mirada… y el recuerdo de su voz.

Y por más pobres o incapaces que nos sintamos ante la fuerza de su mirada y la hermosura de su voz, hubo algo en aquel preciso instante –una fuerza, una pasión interior– que le hace decir a cada uno, desde lo más hondo del corazón: «¡Aquí estoy, Señor! ¡Llévame contigo!».

Mirada que inunda el corazón de luz; llamada y voz que nos penetran con la melodía de su canción. Mirada y voz con las que Dios nos abraza y sella para siempre, queriéndolo solo para sí.

Mirada y voz que se convierten en gemido de Cristo: «Tengo sed, no de tu agua, sino… ¡sed de tu sed!» Mirada y voz que despertaron esa sed incontenible… el anhelo y la sed de ser solo de Dios.

En el don inmerecido de la vocación descubres por primera vez la experiencia de tu propia sed; inexplicable sed, pero sed, la más verdadera.

En ese preciso momento, al verle morir en la cruz, lo único que eres capaz de decir, tu única plegaria, es: «¡Jesús, tengo sed de ti! ¡Tengo sed de tu amor!».

XIII estación: Jesús es bajado de la cruz

Había un hombre, llamado José, que era miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo (este no había dado su asentimiento ni a la decisión ni a la actuación de ellos); natural de Arimatea, ciudad de los judíos, y aguardaba el reino de Dios. Este acudió a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido puesto todavía. [Lc 23, 50-53]

La vida en nuestro pobre mundo empezó para ti en brazos de tu Madre, en aquella fría noche del establo. Esa noche de gloria celestial, de magos y pastores, tu Madre y el bendito José te presentaron al mundo lleno de vida y bondad. En esta tarde, Cristo del Calvario, los hombres te ponemos de vuelta en esos mismos brazos, un hombre hecho cadáver; piltrafa humana, la humanidad de Dios, en tu regazo.

¡Quién pudiera Madre, comprender el indescriptible dolor de tu corazón! ¡Qué pena no te oprimiría el alma y que insondable tristeza! En la cima de un monte, la humanidad santa de tu Hijo bendito arropado en tu regazo. Como tantas veces he visto a pobres mujeres somalíes abrazar el pequeño cuerpo del hijo que se les muere, de hambre, de sed o de cualquier absurda enfermedad.

Me lo decía aquella madre, refugiada somalí: «¿No tienes otra ropa de vestir?», pregunté. Se le aguaron los ojos y me dijo: «La otra ropa que tenía lo usé para enterrar a unos de mis hijos pequeños mientras caminábamos por el desierto…».

Cuantas madres, Madre, como tú, en el Calvario a la hora de nona, también abrazan los cuerpecillos rígidos de sus hijos que se les escurren entre los dedos, como los hilillos de la vida que tal como viene se va.

Te despojamos de todo Buen Dios, de la fidelidad de tus amigos que cobardemente huyeron; te despojamos de tu dignidad como persona, como hombre… ¡como Dios! Kénosis progresiva… Te despojamos en la cima del Gólgota de tus vestiduras… Te despojamos, finalmente, ¡de la vida! Así, mientras más subías al monte más ibas abajándote y rebajándote hasta que, de ti, ya no quedó nada. Únicamente un cadáver que enterrar, pero un cadáver que seguía aun hipostáticamente unido al verbo de Dios. Y es que morir moriste de verdad, pero lo que en las benditas entrañas de tu madre se unió para toda la eternidad, Dios y hombre en alianza eterna de amor, ni la muerte lo pudo separar.

XIV estación: Jesús es colocado en el sepulcro

José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en su sepulcro nuevo que se había excavado en la roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó. [Mt 27, 59-60]

Si ayer tu Madre te ponía lloriqueante, con toda la ternura del mundo, sobre las pajas de un pesebre, ahora del de Arimatea te depositaba sobre la fría piedra de un sepulcro inerte y macilento.

Desde los albores de la creación el hombre ha litigado con Dios, ha tratado de manipular y chantajear a Dios; y si bien, afortunadamente, ha fracasado en todos los intentos, harto de un Dios que ni servía sus intereses ni respondía a sus caprichos, la tarde de un viernes el hombre decidió matar a Dios y encerrar su cadáver en la fría entraña de la tierra.

Así es, amigos, Viernes Santo, pasada la hora de nona, el día en que el hombre triunfante se deshizo de Dios. Juzgado, maltratado, ajusticiado, ejecutado y, finalmente y felizmente enterrado tras una pesadísima piedra, para estar seguros de que, desde ese instante, al hombre no le volviera a incordiar Dios.

Y sin Dios que nos fastidiara la vida, el hombre triunfante se sentó en el trono de Dios, no como su imagen, no como su semejanza, no como icono de Dios, sino como su propio dios.

Viernes Santo, cuando el hombre se deshizo de Dios.

Qué maravillosamente lo describe Joseph Ratzinger cuando era jovencísimo teólogo en el posconcilio. Contemplando ese grandioso y dramático momento escribe:

«Día de la sepultura de Dios. ¿No es este, de forma especialmente trágica, nuestro día? ¿No comienza a convertirse nuestro siglo en un gran Sábado Santo, en un día de la ausencia de Dios, en el que incluso a los discípulos se les produce un gélido vacío en el corazón y por este motivo se disponen a volver a su casa avergonzados y angustiados, sumidos en la tristeza y la apatía por la falta de esperanza mientras marchan a Emaús, sin advertir que Aquel a quien creen muerto se halla entre ellos?

Dios ha muerto y nosotros lo hemos asesinado. ¿Nos hemos dado realmente cuenta de que esta frase está tomada casi literalmente de la tradición cristiana, de que hemos rezado con frecuencia algo parecido en el vía crucis sin penetrar en la terrible seriedad y en la trágica realidad de lo que decíamos? Lo hemos asesinado cuando lo encerrábamos en el edificio de ideologías y costumbres anticuadas, cuando lo desterrábamos a una piedad irreal y a frases de devocionarios, convirtiéndolo en una pieza de museo arqueológico; lo hemos asesinado con la duplicidad de nuestra vida, que lo oscurece a Él mismo, porque ¿qué puede hacer más discutible en este mundo la idea de Dios que la fe y la caridad tan discutibles de sus creyentes?

La tiniebla divina de este día, de este siglo, que se convierte cada vez más en un Sábado Santo, habla a nuestras conciencias. Se refiere también a nosotros. Pero, a pesar de todo, tiene en sí algo consolador. Porque la muerte de Dios en Jesucristo es, al mismo tiempo, expresión de su radical solidaridad con nosotros. El misterio más oscuro de la fe es, simultáneamente, la señal más brillante de una esperanza sin fronteras. Todavía más: a través del naufragio del Viernes Santo, a través del silencio mortal del Sábado Santo, pudieron comprender los discípulos quién era Jesús realmente y qué significaba verdaderamente su mensaje. Dios debió morir por ellos para poder vivir de verdad en ellos. La imagen que se habían formado de Él, en la que intentaban introducirlo, debía ser destrozada para que, a través de las ruinas de la casa deshecha, pudiesen contemplar el cielo y verlo a Él mismo, que sigue siendo la infinita grandeza. Necesitamos las tinieblas de Dios, necesitamos el silencio de Dios para experimentar de nuevo el abismo de su grandeza, el abismo de nuestra nada, que se abriría ante nosotros si Él no existiese…».

Si Dios ha muerto, ¿de verdad vale la pena vivir? Si Dios ha muerto, ¿no soy acaso un simple manojo de anhelos de un infinito, de una eternidad inexistente? Lo aterrador es que hoy masas de humanidad ni siquiera se toman la molestia de matarlo y enterrarlo. No es que Dios haya muerto es que, si es o no es, si vive o no vive, a mí no me da ni frío ni calor.

¿Y para ti? Si Dios hubiese muerto para siempre, ¿cuál sería tu razón para vivir?

Christopher Hartley Sartorius, hijo de padre inglés y madre española, es un sacerdote de Toledo. Empezó su labor misionera en el Bronx neoyorquino, donde estuvo 13 años con las Misioneras de la Caridad. También ejerció su pastoral en la propia Calcuta atraído por la Santa albanesa, y de allí viajó a República Dominicana, donde fue amenazado de muerte por defender a los trabajadores de los bateyes. Desde abril de 2008 vive en Gode (Etiopía), un poblado donde nunca había entrado un sacerdote católico. Las imágenes que acompañan al vía crucis corresponden a los óleos pintados por el jesuita camerunés Engelbert Mveng. Se encuentran en la capilla del colegio Hekima de Nairobi, en Kenia.