Gracias a él, muchos creyeron - Alfa y Omega

«Beato (bienaventurado) tú, Juan Pablo II, porque has creído». El diario de la Santa Sede, L’Osservatore Romano, presentó, con este titular, la homilía de Benedicto XVI en la Plaza de San Pedro. George Weigel, biógrafo del Papa Wojtyla, bromeaba muy en serio en la víspera, en el Denver Catholic Register, sobre su preocupación ante esta beatificación: es de tal calibre la grandeza humana de Juan Pablo II y la importancia histórica de su pontificado, que existe el riesgo de perder de vista que no es eso lo que la Iglesia reconoce oficialmente desde el domingo. «Los santos y los beatos son personas como nosotros, quienes, por la gracia de Dios, han vivido vidas de una virtud heroica», aclara. Paul Badde, vaticanista del diario Die Welt, uno de los más importantes de Alemania, insiste en que no son seres hechos de otra materia, sino personas que nos han precedido y a quienes podemos acudir con confianza como «interlocutores en el cielo», porque sabemos que ya están con Dios.

Esa certeza sobre Juan Pablo II la tenían ya millones de católicos, antes del domingo, en especial quienes más de cerca le trataron en vida. El cardenal Angelo Comastri, Arcipreste de la Basílica de San Pedro, ha contado a L’Osservatore que, tras el traslado del ataúd, se produjo un «río espontáneo de empleados de la Curia vaticana», que acudieron «alguno en silencio para revivir un recuerdo, otro para llevar una oración, o para dar gracias a Dios…». Fue un anticipo de lo que vendría poco después, con los miles de peregrinos que acudieron a estar unos momentos, ante el féretro.

Desde fuera de la fe cristiana, no es posible entender la santidad. «Para los hebreos, Juan Pablo II no es un santo ni puede serlo —escribió el 1 de mayo, en Il Messagero, el Gran Rabino de Roma—, porque el judaísmo no tiene santos. Pero justos, sí. Y nada se ajusta mejor a la gran figura del Papa Wojtyla que la calificación de justo». Lo corrobora el ministro israelí Yossi Peled, superviviente del Holocausto, del que se salvó gracias a una familia católica, y asistió a la beatificación. También se han alegrado con la Iglesia muchos musulmanes. El Gran Muftí de Bosnia y Herzegovina, Mustafá Ceric, no sabe qué es un santo, pero afirma que, «en el siglo XXI, echamos de menos a personalidades como él», y propone erigirle una estatua en Sarajevo.

Nostalgia

La prensa laicista, en cambio, ha clamado apasionadamente contra la proclamación eclesial, y, con el New York Times a la cabeza, ha disparado con toda la artillería, en primer lugar, esgrimiendo los abusos sexuales en la Iglesia, «acusaciones póstumas que destilan hipocresía», ignorancia o mala fe, escribe el italiano Sandro Magister, en una colaboración para La Tercera, de Chile.

Tampoco han faltado, en particular en España, grandes dosis de fuego amigo, con medios que aprovechan el tirón mediático del nuevo Beato para asociar el nombre de Juan Pablo II al de políticos, ideologías y personalidades que al periódico en cuestión le interesa promocionar. Así y todo, se han publicado artículos para el recuerdo, como el de Juan Manuel de Prada, en ABC, el día de la beatificación: «Somos muchos los que, estando alejados de la Iglesia o viviendo nuestra fe de un modo cansino y vacilón, descubrimos en Juan Pablo II una corriente de atracción irresistible que no nacía de la mera simpatía. Juan Pablo II despertó en nosotros la nostalgia de una vida plenamente cristiana».

«Un maestro de la ganzúa —le describía, el lunes, en La Gaceta, Pedro-Juan Viladrich—, «que te perfora todas las convenciones, precauciones y ropajes, hasta alcanzarte el alma, te la conmueve en lo mejor que tiene y te la dispone suave a Dios». Y contaba también ese día el catedrático Rafael Navarro-Valls, en El Mundo: «¿Qué es lo más importante para el Papa en su vida, en su trabajo?», preguntó Juan Pablo II a algunos de sus colaboradores, poco después de su elección. «Le sugirieron: ¿Tal vez la unidad de los cristianos, la paz en Oriente Medio, la destrucción del telón de acero…? Replicó sonriendo: Para el Papa, lo más importante es la oración».

Ilustración de la revista italiana Epoca

La lección del buen humor

Al otro Navarro-Valls, Joaquín, director de la Oficina de Prensa del Vaticano entre 1984 y 2006, se le escuchó, en el programa que Eva Galvache y Amparo Latre presentaron en la COPE, como prólogo a la beatificación. «A los santos, la Iglesia los propone porque hay mucho que imitar de ellos», dijo. A Juan Pablo II, deberíamos imitarle en cómo mantenía siempre «el buen humor, a pesar de los pesares, por la confianza absoluta» en Dios. Esa alegría no estaba reñida con el dolor, constante en su vida. En el momento de su ordenación, a los 26 años, «ya había perdido a todas las personas a las que había podido amar en su vida»: a su madre primero, a su padre, a sus hermanos… Con posterioridad, conocería el sufrimiento físico «de modo brutal», sin que por ello se borrara su sonrisa.

Más que tolerar el dolor, desde muy joven, Karol Wojtyla tuvo claro que no hay redención sin cruz, como reflejó en un soneto —reveló Navarro-Valls— que escribió a los 19 años, antes de sentir su vocación al sacerdocio. En el dolor veía «la experiencia humana más universal», así como en la necesidad encontrarle un sentido.

Por eso es tan importante la lección que dio en sus últimos años, en su enfermedad. La voz de los sin voz —como llamó La Razón a Juan Pablo II, aludiendo a su compromiso social— se convirtió «en el Pontífice silencioso» y postrado, dice al Corriere della Sera el cardenal Leonardo Sandri. Pero mudo fue más voz de los sin voz que nunca, porque su interior quedó ahora plenamente al descubierto. «El Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una roca, como Cristo quería», destacó Benedicto XVI.

La hermana Nirmala, sucesora de la Madre Teresa, recordaba, en AsiaNews, un encuentro de Juan Pablo II con los enfermos en Calcuta, a quienes dijo: «No puedo responder plenamente a vuestras preguntas; no puedo quitaros todo vuestro dolor. Pero de esto sí estoy seguro: Dios os quiere con un amor eterno; sois preciosos a sus ojos».

Con su propia vida, Juan Pablo II hizo comprender a muchos ese mensaje. Y gracias a él, creyeron.