Como luces en el camino - Alfa y Omega

Como luces en el camino

Todos los jóvenes subsaharianos que llegan a Europa tienen detrás una historia personal de lucha, separación y fortaleza. La Iglesia acompaña a estos chicos, tanto en sus países de origen, como en el camino hasta la tierra prometida. En el África subsahariana, les provee de educación, para que no tengan que emigrar; en el camino, en países como Marruecos, venda sus heridas; en su destino final, como es el caso de España, lo que necesitan es sobrevivir y tener esperanza

Cristina Sánchez Aguilar
El religioso Ferrán Sans en la escuela escolapia de Dakar, en Senegal

Moussa es senegalés. Cada mañana, desde hace dos años, se coloca en la misma loseta de una céntrica calle de Madrid para pedir ayuda a los viandantes y poder pagar la habitación en la que duerme, con otros tres compañeros, en un piso de Fuenlabrada. Si no consigue dinero, se va a la calle. La comida y la ropa se la proporciona Cáritas. Por las tardes, Moussa busca trabajo y aprende español. Lo segundo lo va consiguiendo, ya se le entiende -cada día más-. Lo primero es más difícil. «Es un momento complicado en España», reconoce el joven, pero «yo sólo quiero trabajar», señala. Moussa, carpintero de profesión, dejó mujer e hijos en Senegal, porque su horizonte laboral en el país era nulo y quería dar un futuro digno a sus pequeños: «Pensé que venir era la única forma de conseguir trabajo», afirma. «Aún pienso que no me equivoqué, porque un euro de aquí son 665 francos», cifra muy alta en su país. Aunque hay días que, después de 10 horas sentado sin moverse, bajo el frío, la lluvia y la incomprensión de muchos, no lo tiene tan claro.

¿Habría sido diferente si él hubiese sabido lo que le esperaba, antes de partir? «En Senegal piensan que España es el paraíso», explica la misionera Esperanza Oliver desde Dakar. Esta Hija de Cristo Rey sevillana, que lleva 34 años viviendo en el país subsahariano, reconoce que «aquí no hay ni un sólo puesto de trabajo. Es normal que los chicos quieran marcharse, sobre todo los que han estudiado. Además, tenemos radio y televisión, y ver Europa es ver un nivel de vida inalcanzable en África», admite. Otro punto que alimenta ese deseo ciego de alcanzar el sueño europeo es que «hay algunos que se fueron, y cuando vuelven no cuentan lo mal que se pasa, sino que traen dinero debajo del brazo, aunque lo hayan conseguido pidiendo en el metro o vendiendo cedés»; la vida próspera que generan los emigrantes también se materializa «en las bonitas casas en las que viven algunas de las familias de los que partieron hace años. Por muy poco dinero que manden, aquí es mucho».

Por eso, innumerables jóvenes asumen el riesgo de partir, aunque sea por el camino más peligroso: «Conseguir el visado es muy difícil, y cogen la vía fácil, que es la patera. Y digo fácil, pero no barata, porque cuesta casi lo mismo que un billete de avión, pero no se necesita tener los papeles en regla», señala la religiosa. Desde hace algunos años, ya no pueden partir desde la costa senegalesa, porque España tiene guardias civiles allí que se dedican a vigilarla. Así que, llegar hasta Marruecos, y casi siempre a través de las mafias, es ahora la única salida.

Trabajar el campo es una de las salidas para que los jóvenes no emigren

¿Qué hace la Iglesia allí?

Monseñor Juan José Aguirre, obispo de Bangassou, reitera en varias ocasiones, en su libro Sólo soy la voz de mi pueblo, editado por PPC, que los jóvenes «con un oficio aprendido no tendrán necesidad de querer atravesar el desierto y agarrarse a las vallas de Ceuta hasta que las balas los echen abajo y queden los guantes enganchados en las púas como únicos testigos de su aventura fallida». Además de proveer de esperanza, la Iglesia en los países del África subsahariana se encarga de enseñar oficios y dotar de infraestructuras a las comunidades, para que los jóvenes no tengan que emigrar. En Senegal, por ejemplo, Cáritas está muy dedicada a implantar sistemas de regadío en los campos. Así, «las comunidades pueden cultivar…, porque ésta es una tierra muy fértil, pero falta agua», explica Esperanza. «Desde la Iglesia, hacemos lo que podemos, pero si el Gobierno se dedicase más a explotar el campo, a invertir en tecnología, habría posibilidades para este pueblo», añade.

«Nuestro trabajo aquí es dar unas condiciones de vida digna a los jóvenes para que se puedan realizar», reconoce Ferrán Sans, religioso escolapio que trabaja en el barrio de Sam-Sam, en la periferia de la capital senegalesa. Los escolapios han puesto en marcha una escuela que ofrece alfabetización para niños, y también participan en proyectos con otras entidades de la zona para formar a los jóvenes: «La mejor solución sería aumentar la capacidad de empleo de este país, pero nosotros no podemos hacerlo. Lo que sí está en nuestra mano es preparar a los chicos y ayudarles a encontrar un puesto de trabajo». Así, han puesto en marcha un centro de formación de chicas, donde las enseñan a coser, a bordar, hostelería… Y a los chicos, los orientan hacia la agricultura, ya que el 50 % de la población vive del campo: «Si tienen futuro, ni se plantean salir de aquí», afirma. Aunque el misionero recalca que, si bien ésta es la solución lógica, el cierre de fronteras «debe ser analizado en profundidad, ya que Europa ha explotado África durante decenios, y ahora le cierra las puertas».

Consolar a las familias también es el trabajo diario de los misioneros en países como Senegal. «Hay muchos chicos que acuden a las mafias para llegar a Europa, y para pagar a estas mafias, hay familias que hipotecan sus casas, o incluso las venden», explica el religioso. ¿Por qué lo hacen? «Porque tener un familiar en Europa es una fuente importante de ingresos, así que es lógico que una familia quiera sacrificarse», señala. También «porque se dejan engañar por las mafias, que llegan a los pueblos y convencen a las madres de que, si uno de los miembros de la comunidad inicia su peregrinación hasta España, todos saldrán beneficiados. En la mayoría de los casos, no vuelven a saber de sus hijos. Algunos ni llegan al destino, y nadie se entera». Ante esta incertidumbre, las familias sobreviven con mucho dolor, «sobre todo las madres», concluye Ferrán.

El trabajo pastoral de la diócesis de Tánger y la integración de todos los que llegan son dos de los pilares básicos de su servicio a la Iglesia en Marruecos

Marruecos, el camino intermedio

Para los que ya iniciaron su periplo desde países como Senegal, Malí, Nigeria o Gambia, entre otros, Marruecos es la antesala de la tierra prometida. «Debido al cierre de fronteras, muchos llegan aquí y se encuentran con que no pueden seguir avanzando fácilmente, pero tampoco pueden retroceder a sus países de origen, por el coste económico que supone, y por la frustración de volver con las manos vacías», explica Inmaculada Gala, Delegada de Migraciones del Arzobispado de Tánger. Para estas personas, que se quedan en tierra de nadie mientras trabajan para recaudar más dinero y poder completar su última escala hasta España, la Iglesia católica, también extranjera, divide su labor en tres áreas: la pastoral, la social y la sensibilización. «Celebramos juntos la Eucaristía, tenemos grupos de catequesis, de acompañamiento en la fe y también hacemos fiestas interculturales, para que se apoyen unos a otros», explica Inmaculada. También es fuerte el trabajo social, porque «la gente llega con hambre y con enfermedades. Aquí, en Marruecos, es obligatorio atender sanitariamente a los inmigrantes -también la escolarización es obligatoria-, pero nosotros les acompañamos y hacemos seguimiento, especialmente, de las mujeres embarazadas», añade la Delegada. Aun así, el país norteafricano no suele ser una larga parada en los planes de quienes llegan hasta allí. «Ven España tan cerca…, que sólo piensan en alcanzarla. Los hombres se suelen dirigir a las vallas, y las mujeres a las pateras», explica Inmaculada. Incluso aunque el Gobierno marroquí avanza en la regularización de los indocumentados, la mayoría elige continuar su camino hasta España. «Aunque hay un grupo que ha solicitado la residencia marroquí, para intentar establecerse legalmente aquí», concluye.

El arzobispo de Tánger, el español Santiago Agrelo, atento a las necesidades de los inmigrantes, estableció, hace un año, una sede de la Delegación de Migraciones en Nador, ciudad limítrofe con la española Melilla. Allí, el jesuita Esteban Velázquez, pasa las jornadas entre quienes esperan en el monte Gurugú a saltar la valla. Con un equipo de seis personas, encabezado por la Hermana Francisca, Hija de la Caridad, compran medicamentos, distribuyen mantas, trasladan a los heridos a los hospitales y reparten información con teléfonos de urgencia. «La mayoría viene con infecciones respiratorias, enfermedades de la piel o golpes», explica el padre Esteban. «En España, no se conoce que a este lado de la valla también hay heridos», fruto de las estrictas medidas de control de la policía marroquí.

Un claro ejemplo de su labor ha sido el caso de Abdoulaye, un joven maliense de 34 años, que esperaba en el monte Gurugú a saltar la valla y se fracturó la columna vertebral al huir de las fuerzas auxiliares marroquíes durante una de sus redadas. Tras pasar cinco meses en un hospital de Nador, donde su salud empeoró notablemente, la semana pasada cruzó a Melilla con un visado humanitario y ahora descansa en el hospital San Juan de Dios, en Bormujos, Sevilla. El responsable de esto es el propio padre Esteban, que durante un mes y medio removió Roma con Santiago para que este joven se salvara. Es la primera vez que el Gobierno marroquí concede un visado humanitario a un inmigrante subsahariano.