Juan, Dios está antes que todo - Alfa y Omega

Juan, Dios está antes que todo

Los santos no son figuras de molde nacidas por generación espontánea. Están unidos a una historia y ligados a la fe de una familia. En vísperas de la celebración de la fiesta de San Juan Bosco –31 de enero–, recordamos a su madre, Mamá Margarita. Con su vida, muestra que la primera tarea educativa de los padres para con sus hijos es transmitirles la fe

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo

«Nací el día consagrado a la Asunción de María al cielo del año 1815, en Morialdo. Mi madre se llamaba Margarita Occhiena; mi padre, Francisco», así comienza Don Bosco sus Memorias del Oratorio, un recorrido autobiográfico por los primeros cuarenta años de su vida. En ellas, se atisba la arrolladora personalidad de Don Bosco, pero, antes que todo eso, brilla la figura de su madre. Mamá Margarita –así la llama la tradición salesiana– no tuvo una vida fácil, pero siempre tuvo claro que Dios es lo más importante en la vida.

Cuando el futuro santo tenía apenas dos años de edad, falleció su padre, dejando viuda y tres pequeños, en unos años en los que se abatió sobre Italia una terrible carestía causada por las malas cosechas. Poco a poco, con grandes penalidades, Mamá Margarita sacó a sus hijos adelante, siempre con la mirada puesta en donde realmente quería hacerles llegar: el cielo. Así, les recordaba a menudo la paternidad de Dios:

«Es Dios el que ha creado el mundo y ha puesto allá arriba tantas estrellas. Si tan bello es el firmamento, ¿qué será el Paraíso?».

Más tarde, antes de hacer la Primera Comunión, acompañaba a Juan a confesarse, y le decía: «Juanín, Dios te va a dar un gran regalo. Procura prepararte bien. Confiésalo todo, arrepentido de todo, y promete a nuestro Señor ser mejor en lo porvenir». Y al final del día tan esperado, le recomendó: «Hijo mío: éste es un día muy grande para ti. Estoy persuadida de que Dios ha tomado posesión de tu corazón. Prométele que harás cuanto puedas para conservarte bueno hasta el fin de la vida».

Pocos años después, cuando Juan intuía la llamada del Señor, le dejó las cosas claras: «Dios está antes que todo. De ti yo no quiero nada, no espero nada. Nací pobre, he vivido pobre y quiero morir pobre. Te lo quiero decir con claridad: si te hicieras sacerdote y por desgracia llegaras a ser rico, no pondría mis pies en tu casa. Recuérdalo bien».

Éste es un día muy grande para ti. Dios ha tomado posesión de tu corazón

Comenzar a decir Misa es comenzar a sufrir

Ya ordenado, Don Bosco siguió escuchando los consejos de su madre para ser un buen servidor del Señor: «Ya eres sacerdote, estás más cerca de Jesús, pero recuerda que comenzar a decir Misa quiere decir comenzar a sufrir». Porque, «en esta vida, se tiene que sufrir; el verdadero gozo será en la vida eterna», le recordaría al morir.

Años después, renunció a una vida tranquila en el campo para construir, junto a su hijo, el embrión del Oratorio. Vendió lo poco que tenía de valor, y con su ajuar tejió los paños litúrgicos necesarios para la Misa, y lo hizo de buena gana y con mejor humor, hasta el punto de que su hijo la recordaba cantando y riendo: ¡Ay del mundo si nos mira, forasteros y sin lira!

Y si Mamá Margarita dio a Don Bosco la vida, éste le daría nuevos hijos a los que cuidar y transmitir los rudimentos de la fe y las primeras oraciones. Al primer niño del Oratorio, un huérfano que se presentó en la casa al anochecer de un día de mayo de 1847, «mi madre lo recibió en la cocina –recuerda Don Bosco–, lo arrimó al fuego y, mientras se calentaba y secaba la ropa, le dio sopa y pan para que restaurara sus fuerzas. Mi buena madre hízole después un sermoncito sobre la necesidad del trabajo, sobre la honradez y sobre la religión. Y al final le invitó a rezar las oraciones».

Justo lo que había hecho siempre durante toda su vida: amar a los pequeños y darles lo que de verdad más necesitan: la amistad con Jesús y María.