100 abortistas dejan su trabajo gracias a Abby Johnson: «También ellos merecen algo mejor»
Marianne comenzó a trabajar como enfermera en un centro abortista porque creía que el aborto se debía ofrecer a las mujeres de forma segura. Pero lo que vio en esa clínica -continuas complicaciones médicas que se ocultaban, encubrimiento de posibles casos de explotación sexual- le hizo cambiar de idea. Gracias a la organización And then there were none, fundada por la abortista conversa Abby Johnson, pudo dejar su trabajo, encontrar otro que le encanta y lograr la sanación espiritual. Hace pocos días, la entidad celebraba que, junto a Marianne, otros 100 trabajadores del aborto han dejado este negocio en dos años
En menos de cinco años, la vida de Abby Johnson ha dado un vuelco increíble: ha pasado de dirigir una clínica abortista a ayudar a 100 compañeros de profesión a dejar su trabajo. «Desde que dejé la industria del aborto en 2009, he sabido que mi vocación era trabajar con trabajadores y ex trabajadores de clínicas abortistas». Así lo explica en la página web de And then there were none (Y no quedó ninguno, título en Estados Unidos de la novela Diez negritos, de Agatha Christie), la organización sin ánimo de lucro que fundó hace dos años y que tan buen resultado ha dado. Sólo en la última semana, cuatro trabajadores más les han pedido ayuda.
La clave de su éxito tal vez sea que Abby Johnson sabe perfectamente lo que ocurre en el interior de muchos trabajadores del aborto. Ella entró en Planned Parenthood por un deseo real -aunque mal dirigido- de ayudar a las mujeres de varias formas, no sólo ofreciéndoles abortos. Pero «muchas cosas empezaron a inquietarme: el aumento en nuestra cota de abortos, el deseo de expandir el negocio a los abortos tardíos, y, por último, ver a un feto de trece semanas luchar por su vida durante un aborto».
La ayuda vino… del enemigo
Cuando por fin decidió dejar su trabajo, descubrió que su mejor aliado eran esas personas a las que durante años había considerado el enemigo: «Tuve la suerte de tener cerca un grupo provida al que pedir ayuda. Soy consciente de que no todo el mundo lo tendrá. Por eso existimos. No quiero que la falta de dinero o el miedo al rechazo sean la razón para que alguien siga en la industria del aborto. Decimos muchas veces que las mujeres se merecen algo mejor que el aborto. Los trabajadores de las clínicas también merecen algo mejor».
Para ayudarles a obtenerlo, ofrecen a las personas que quieran dejar su trabajo un acompañamiento integral: apoyo emocional, asesoramiento legal gratuito, un consejero espiritual de la religión que el trabajador desee, un mes de apoyo económico y ayuda para buscar otro trabajo. Todo ello, de forma totalmente confidencial. También tienen un grupo de voluntarios dedicados a rezar por los trabajadores del aborto, y forman a los voluntarios de otras entidades provida sobre cómo tratar con los trabajadores de las clínicas.
El testimonio de Marianne
Una de los 101 trabajadores que ya han dejado atrás su pasado como abortistas es Marianne Anderson, que hace poco fue entrevistada por The Criterion, el semanario de la diócesis de Indianapolis. Marianne, madre de dos hijos y con un nieto, es enfermera y comenzó a trabajar en una clínica de Planned Parenthood cercana a su casa, haciéndose cargo de la sedación de las mujeres que iban a abortar. No tenía una opinión clara sobre el aborto, y pensaba que era mejor que las mujeres abortaran en un centro sanitario que que intentaran provocarse ellas mismas un aborto en casa, como había visto varias veces cuando trabajaba en un hospital.
Pero en seguida comenzó a ver cosas que no le gustaban: la avaricia y la actitud fanática de los responsables de Planned Parenthood sobre el aborto, la cantidad de veces que había complicaciones y tenían que mantenerlas en secreto, la frivolidad con la que los compañeros bromeaban sobre su trabajo, y algunas experiencias realmente estremecedoras: «Una chica de unos 16 años vino con su madre. La chica pensaba que estaba allí para un control prenatal. La madre estaba forzando el aborto». O el caso de una mujer coreana acompañada de un hombre que quería controlar todo el proceso: «No tenía ninguna duda de que la chica era una esclava sexual. Durante la ecografía, le dijo a la enfermera que había muchas chicas en la casa, y que el hombre las pegaba. No llegó a venir a hacerse el aborto». Cuando Marianne se preocupó, «una compañera me dijo: Es mejor que lo dejes pasar».
«En ningún momento me sentí juzgada»
Tras dos años, decidió que ya había visto suficiente, y escribió una nota para entregársela a los provida que estaban fuera de su clínica, pidiéndoles que rezara por ella. También descubrió el libro Sin planificar (editado en España por Palabra), en el que Abby Johnson cuenta su conversión. Se puso en contacto con ella fundadora, que le remitió a Proyecto Gabriel, la iniciativa provida de su diócesis. Su responsable «fue la mejor ayuda. Estaba disponible para hablar con ella siempre que quisiera. Me ofreció ayuda para hacer el currículum y preparar las entrevistas, y se la acepté. Siempre me ofrecían sus oraciones. En ningún momento me sentí juzgada o menospreciada. Sentí muchas críticas desde dentro del edificio, frente al amor que recibí de los que estaban fuera».
Por fin, en julio de 2012, dos días antes de cuando iba a dejar su trabajo, la despidieron. «Me enfadé, ¡porque quería irme yo!». Dos días más tarde, le ofrecieron un nuevo trabajo en un hospital cristiano, donde está feliz. Fue a un retiro espiritual organizado por And then there were none, y reza cada día por los niños a los que abortó. Contar su testimonio es su primer paso para implicarse activamente en el mundo provida, a la espera de, algún día, convertirse ella misma en rescatadora.
Su testimonio es un claro ejemplo de lo que expresa Abby Johnson en una carta abierta a los que todavía están implicados en el negocio del aborto: «Sé que da miedo. Sé que quizá te sientas seguro ahí. Tal vez seas una madre soltera, o dependas de ese seguro médico… cualquiera que sea tu razón, hay algo mejor para ti. Tienes que creer en ti mismo y saber que eres mejor que el trabajo que estás haciendo. Nadie crece queriendo abortar. Nadie crece queriendo trabajar en una clínica abortista».
Hace poco, Marianne Anderson pasó en el coche, con su madre, por delante de la clínica de Planned Parenthood en la esquina de la Calle 86 y Georgetwon Road, en Indianapolis, el centro abortista más grande del estado.
«Le dije a mi madre: Y pensar que ese edificio no existe por otra razón que matar a bebés no nacidos. Todavía se me hace un nudo en el estómago cuando paso por ahí». El nudo vuelve a pesar de que Anderson no ha trabajado en ese centro desde julio de 2012. Antes de eso, trabajó durante dos años y medio como enfermera en el centro abortista.
La madre de dos y abuela de uno ha empezado a hablar sobre su experiencia en el centro abortista. Ahora trabaja como enfermera en el Hospital Comunitario Norte, y compartió su historia en dos actos recientes patrocinados por el Proyecto Gabriel en los Grandes Lagos, que ofrece ayuda a las mujeres ante un embarazo imprevisto. Muchos católicos del centro y sur de Indiana está implicados en esta iniciativa.
¿Cuándo y por qué comenzó a trabajar para Planned Parenthood?
Comencé en 2010 para poner en marcha un programa de sedación que permitía a las clientas pedir que les pusieran una inyección de un sedante ligero o moderado antes de un aborto. Además, el centro estaba muy cerca de mi casa.
¿Sabía de qué se trataba, qué era lo que hacían?
Sí. Y debo admitir que estaba un poco en indecisa sobre el aborto. Creo que se debía en gran parte a trabajar en el Hospital Wishard, y a ver a chicas que habían intentado provocarse ellas mismas un aborto y habían terminado con una histerectomía, o de ver a novios pegarlas por estar embarazadas. Pensaba: «Bueno, necesitas un lugar seguro [para abortar]. Las mujeres no deberían hacérselo ellas mismas. Y la gente lo va a hacer de todas formas, así que ¿por qué no ofrecerles un lugar seguro para hacerlo?»
¿Cuándo empezó a tener dudas sobre su trabajo en Planned Parenthood?
Comencé a sentirme incómoda cuando vino la gente de la oficina nacional de Nueva York para enseñarnos el proceso de sedación. Fue asqueroso. Estas dos señoras tenían como un cántico: «¡Aborto todo el rato!». Pensé: «Tengo que salir de aquí». Eso fue unos seis u ocho meses después de empezar. Esas mujeres de Nueva York actuaban como si el aborto fuera un rito de paso. Decían: «¿Cómo puedes no ofrecerle el aborto a las mujeres? Es su cuerpo. Deberían poder hacer lo que quisieran. ¿Cómo puedes obligarlas a tener un hijo? El aborto debería ser libre para todos, en cualquier momento».
¿Cuántos abortos se hacen en ese centro cada día?
Entre veinti-muchos y treinta-y-pocos, incluyendo los abortos químicos. Se practican todos los martes y viernes, y alternando los jueves y los sábados.
¿Alguna vez hubo dificultades con el procedimiento del aborto?
Mientras yo trabajé allí, hubo dificultades varias veces, y tenían que llamar al hospital para que vinieran a recoger a las mujeres. Una chica casi se desangró. Estaba echando coágulos, su presión arterial se desplomaba. Muchos de los casos que tuvimos fueron por hemorragias excesivas o por reacciones a la sedación. Cuando teníamos que llamar a emergencias para pedir una ambulancia, nos decían que nunca dijéramos la palabra aborto, porque no querían que se supiera. Sabían que esas llamadas se grababan, y que podrían hacerse públicas.
¿Cómo era trabajar allí?
Era un lugar de trabajo malvado, muy triste, donde sólo se buscaba dinero. Nos gritaban si no cogíamos el teléfono al tercer timbre. Nos decían que si no lo hacíamos nos despedirían porque necesitaban el dinero. Cada semana, en la reunión de la plantilla, nos recordaban que dijéramos a todos [los que llamaban para pedir cita] que evitaran a esa gente [los rescatadores], porque necesitábamos el dinero. Teníamos que decirles: «No les mires a los ojos, y no te pares en el acceso. Si les miras a los ojos o si paras el coche y bajas la ventanilla harán lo que sea para convencerte de que no lo hagas».
Tienes que hacer un número de abortos al mes para seguir abriendo. En las reuniones, nos decían: «Si bajan los abortos, puede que os mandemos antes a casa y no trabajéis tantas horas». Dejaban que las chicas se hicieran ecografías cuando era obvio que estaban de demasiado tiempo para abortar [el límite legal en Indiana es de 13 semanas y seis días]. Decían: «Si quieren que las vean, pasa la llamada, sin problema», y se aprovechaban para sacar dinero. Siempre tenía problemas por hablar durante demasiado tiempo con las chicas, preguntándoles si estaban seguras de querer hacerlo. Era totalmente deprimente entrar allí.
¿Qué experiencia le marcó más?
Una chica joven vino con su madre. Tenía unos 16 años. Su madre había pedido cita. Así no es como tiene que funcionar. Se supone que sólo la paciente puede pedir cita. Yo le hice el ingreso. La chica pensaba que estaba allí para un control prenatal. La madre estaba forzando el aborto. Estaba atacando por la espalda a su propia hija.
Otro tipo trajo a una chica coreana. Yo no tenía ninguna duda de que la chica era una esclava sexual. El hombre no la dejaba por nada. Apenas podían comunicarse. Él quería hacer todos los trámites. Durante la ecografía, ella le dijo a la enfermera que había muchas chicas en la casa, y que el hombre las pegaba. No llegó a venir a hacerse el aborto. Siempre me pregunté qué habría sido de ella. Una compañera me dijo: «Es mejor que lo dejes pasar».
Algunas chicas empezaban a llorar en la mesa de operaciones, y el doctor King les decía: «Tú elegiste estar aquí. Siéntate y estate quieta. No tengo tiempo para esto».
Un médico, cuando estaba en la sala donde se almacenaban los productos de la concepción [los botes con restos de fetos abortados] hablaba con el bebé mientras buscaba todas las partes [de su cuerpo, para comprobar que el aborto había sido completo]. «Vamos, bracito, sé que estás aquí. Deja de esconderte». Me daba ganas de vomitar. Y el sonido de la máquina de succión al encenderse todavía me persigue.
¿En algún momento interactuó con los rescatadores?
Un día estaba entrando, y le había escrito una nota a uno de ellos que decía: «He trabajado aquí un poco más de dos años. Estoy buscando activamente otro trabajo. Por favor, reza pro mí. No quiero estar aquí». Lo único que pude hacer fue dársela. Intentó darme un panfleto, pero le dijo que no, que tenía que entrar porque había cámaras de seguridad vigilando la entrada.
¿Cómo conseguiste empezar a hablar con la fundadora del Proyecto Gabriel de la zona?
Solía recibir el boletín de la organización Focus on the Family. Allí, había publicidad del libro Sin planificar, de Abby Johnson. Lo ordené inmediatamente. Lo leí en dos o tres días. La busqué en Internet, le mandé un mensaje, y le di mi número de teléfono. Me devolvió la llamada. Hemos hablado varias veces. Me preguntó si podía darle mi teléfono a alguien de la zona con quien pudiera hablar. Le dio mi teléfono a Eileen [la fundadora de Proyecto Gabriel en la zona], y ella me llamó. Hablábamos todo el tiempo.
¿Cómo le ayudaron a Eileen y los rescatadores a dejar Planned Parenthood?
Eileen fue la mejor ayuda. Estaba disponible para hablar con ella siempre que quisiera. Me ofreció ayuda para hacer el currículum y preparar las entrevistas, y se la acepté. Siempre me ofrecían sus oraciones. Recibía constantemente correos electrónicos diciéndome que cada día rezaban por mí. Sólo eso ya era consolador. En ningún momento me sentí juzgada o menospreciada. Sentí muchas críticas desde dentro del edificio, frente al amor que recibí de los que estaban fuera.
¿Cómo terminó dejando Planned Parenthood?
Me despidieron en julio de 2012. Me enfadé, ¡porque quería irme yo! Tenía previsto renunciar sólo dos días después. Mientras me despedían, mi móvil estaba vibrando. Era un hospital comunitario diciendo que mi solicitud de trabajo tenía buena pinta. Volvieron a llamarme al lunes siguiente, diciéndome que el trabajo era mío si lo quería. Ahora trabajo con gente cristiana, maravillosa. Me encanta.
¿Cómo está lidiando con el arrepentimiento de haber trabajado en la industria del aborto?
Fue al retiro que organiza Abby. Compartimos mucho e hicimos ejercicios. Querían que cada día le pusiéramos nombre a uno de los niños en cuyos abortos habíamos participado, y que rezáramos por ese niño. Todavía sigo haciéndolo. No recuerdo el número de abortos que llegué a hacer, pero imagino que me harán falta varios años para terminar.
¿Qué le hizo decidirse a comenzar a hablar en público sobre su experiencia?
Una cinea provida organizada por Right to Life de Indianápolis. Sentí tanto cariño y aceptación en esa sala. Daba vueltas por la habitación mirando lo feliz que estaba la gente, todo lo que se esfuerzan para ayudar a otros. Pensé: «Quiero ser parte de esto». Pensé que podía empezar contando mi historia, y que tal vez después podría convertirme en rescatadora. Dios no nos ha dado el derecho a quitar la vida de otro. No quiero venganza. Sólo quiero arreglar mis errores.
¿Le gustaría añadir algo?
El viaje hacia el aborto empieza mucho antes de que las chicas lleguen a Planned Parenthood. Estas chicas, que tienen 13, 14 años, están buscando amor y aceptación. Para cuando llegan a Planned Parenthood, ya han pasado por algunas cosas horrorosas. ¿Dónde empezamos a educar a estas chicas? ¿En el instituto? ¿En la escuela media [equivalente a ESO]? Cada vez son más jóvenes. Hay algo que está yendo mal en las familias, en esas familias monoparentales, con los padres en la cárcel. El camino para evitar esto empieza mucho antes de que lleguen a la puerta de un centro abortista.